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20 de septiembre de 2014

41 aniversario: las muertes cruzadas de Allende y el Che


Publicado en El Mostrador

16 de septiembre de 2014

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Periodista y escritor. Autor del libro Salvador Allende. Biografia Sentimental
Allende y el Che se hermanan en el panteón revolucionario del siglo XX y en los estandartes del siglo XXI, pero es difícil hallar dos personajes históricos que a pesar de coincidir en ciertos objetivos generales hayan sido más opuestos por temperamento, por el tipo de revolución que propiciaban, por los valores que los guiaban. En el primer encuentro que tuvieron en La Habana, el Che marcó el terreno en la conocida dedicatoria que estampó en su libro La guerra de guerrillas: “A Salvador Allende, que por otros medios trata de obtener lo mismo. Afectuosamente, Che”. Las muertes de ambos, acaecidas en una época de polarización extrema y guerra fría, se contraponen.

A partir del momento en que el sargento Mario Terán disparó en la escuela del pueblito boliviano de La Higuera dos ráfagas de ametralladora al prisionero Ernesto Guevara de la Serna, a la 13.10 del 9 de octubre de 1967, las guerrillas latinoamericanas entraron en cuarto menguante, con excepción del sandinismo nicaragüense, en cuyas filas combatirán jóvenes chilenos entrenados en Cuba. Allende, que todavía no era presidente, al enterarse de la muerte de su amigo Che Guevara se conmovió dolorosamente. Su hija Beatriz, Tati, que hacía una práctica en el hospital San Juan de Dios, corrió desesperada por las calles con su delantal blanco a llorar la muerte del Che a casa de una familia amiga.

Transcurridos cinco años, once meses y 28 días desde la muerte del Che, Salvador Allende rendirá su vida en el Salón Independencia de La Moneda un 11 de septiembre, hace 41 años. Esa derrota marcará el ocaso por tiempo indefinido de la vía pacífica de la revolución latinoamericana.

Médicos ambos, Salvador Allende se esforzó hasta el último instante en evitar a Chile el espanto de una guerra civil, aunque la dictadura que vino después estará entre las más crueles y sanguinarias del continente. Presionado desde su partido, el Socialista, desde el MIR y otros grupos que propiciaban un giro armado, e incluso por su propia hija Beatriz, Allende nunca se apartó de su posición. El estrecho contacto que mantuvo con Fidel Castro y los cubanos –Allende disfrutaba impresionándolos– tampoco lo llevó a modificar su postura. Cuando el MIR le pidió armas a Fidel Castro, éste respondió que para entregarles necesitaba la autorización del presidente: Allende dijo no.
El Che, en cambio, se empeñó hasta el final en desencadenar una guerra planetaria contra el imperialismo, como lo precisó en su Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental – Crear dos, tres… muchos Vietnam. Con su prosa incisiva, el Che cantó un espeluznante himno de odio y muerte cuyo lenguaje supera al de Piotr Stepanovich, el tremebundo personaje de Los endemoniados de Dostoievski. En ese mensaje el Che escribió: “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”… ¡Fría máquina de matar!


En enero de 1966 yo, autor de esta nota, formé parte de la delegación chilena, presidida por el escritor Manuel Rojas pero de la que el senador Salvador Allende era la figura principal, a la Conferencia Tricontinental de La Habana. El Hotel Habana Libre era un hormiguero donde sesionaban y alojaban –Fidel Castro en el piso 21, Allende en el 19, Clodomiro Almeyda y yo en una habitación del 4º– los representantes de los movimientos de Asia, África y América Latina que luchaban por la independencia y el socialismo, como los de Vietnam, Angola o Guatemala, o que ya habían triunfado, como los de Cuba y China. El Che Guevara, cuya carta de despedida Fidel Castro había leído tres meses antes, era el ausente omnipresente y corrían estrambóticos rumores acerca de los países donde podía estar combatiendo. Un año y medio más tarde integré también la delegación chilena, esta vez presidida por el propio Allende, a la Conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad, la OLAS, realizada en el mismo hotel de La Habana dos meses antes de la muerte del Che. En ambos casos, entre una multitud de delegados que hablaban de armas, explosivos y tácticas militares, un Allende de impecable guayabera era visto por muchos como un “burgués” exótico, con el que por curiosidad querían entrevistarse. Una y otra vez el senador chileno reiteraba sin inmutarse que en nuestro país existían posibilidades de una revolución pacífica en hombros de la lucha de las masas y la unidad del pueblo, a la vez que expresaba su solidaridad hacia quienes en diferentes latitudes combatían por otros medios.

Las trayectorias de Allende y el Che habían discurrido por caminos muy distintos. El Che había salido en moto de su Rosario natal a recorrer el continente y en ese peregrinaje se había encontrado en México con Fidel Castro, que organizaba su desembarco armado en Cuba. ¿Quién habría sido Guevara sin ese encuentro casual “en casa de María Antonia” que definió su destino, según reza su carta de despedida? ¿Un motoquero vagabundo de regreso en Argentina? ¿Un médico dedicado a curar la lepra en lejanos parajes, como en un momento él mismo había anunciado? Su inteligencia, don de mando y fuerte carácter sedujeron a Fidel Castro.

A los pocos días de iniciada la lucha en Cuba, el Che mostró su fibra definitiva cuando, en un momento en que sus compañeros, incluso Fidel Castro, se preguntaban cómo debían proceder frente al campesino Eutimio Guerra, que los había traicionado y al que tenían prisionero, el Che solucionó el problema llevándoselo a un lado y matándolo fríamente de un balazo en la cabeza, sin juicio revolucionario ni pelotón de fusilamiento: fue su bautismo de sangre. Al final de la guerra, como comandante de la columna 8 se destacó en la toma de la ciudad de Santa Clara. Después de entrar en La Habana, ciudad que no conocía, y nombrado por Castro comandante de la fortaleza de La Cabaña, donde Allende lo visitó en ese primer encuentro, al Che le corresponderá supervigilar los juicios revolucionarios sumarísimos que allí se efectuaban contra los “esbirros” de la dictadura de Batista y disponer el fusilamiento in situ de más de 50 condenados. A Guevara lo embrujaba la muerte.

A diferencia del Che, la trayectoria de Salvador Allende no se inició por azar. A los ocho años, cuando la familia vivía en Tacna, ciudad peruana ocupada por los chilenos, Chichito se paraba en una silla de la cocina y dirigía discursos de “presidente” a su madre, su niñera y sus hermanas. Y según contará a la colombiana Gloria Gaitán, confidente de sus últimos siete meses de vida, al terminar sus estudios en el liceo de Valparaíso, donde obtuvo notas mediocres, el joven Salvador, antes de hacer como voluntario el servicio militar, se despidió de sus compañeros de curso anunciando que sería presidente de Chile. Toda la vida política de Allende estuvo guiada por su decisión de transformar a Chile y acabar con las injusticias y desigualdades, y su gobierno fue la culminación de las luchas sociales iniciadas a comienzos del siglo XX e incluso antes. El gobierno de Allende, a pesar de las dificultades y la sedición opositora, movilizó a amplias masas y tuvo hasta el final apoyo multitudinario.

Sin contar a Cuba, donde la victoria fue obra de Fidel Castro, el Che fracasó en todas sus empresas alucinadas. El proyecto de Allende y la izquierda chilena, enraizado en una larga tradición, tuvo un aterrizaje en la realidad y llegó a plasmarse en un gobierno, aunque no alcanzó a prolongarse en el tiempo. Los proyectos del Che, en cambio, nunca bajaron de las nubes. En el Congo, acompañado por un contingente de militares afrocubanos de piel oscura, pretendió revertir el descalabro de una revolución que estaba en desbandada y hubo de emprender la retirada prontamente. Trasladándose a Bolivia, instaló en parajes casi deshabitados su guerrilla formada por él, 15 cubanos y dos docenas de bolivianos reclutados a las apuradas, sin coordiación con las organizaciones obreras o indígenas, soñando con extender desde allí su cruzada triunfante hacia Perú, Argentina y el resto del continente. Sus hombres iban siendo exterminados y el Che fue el único capturado con vida. Fidel Castro trató de explicarlo diciendo que su fusil había sido inutilizado por una bala y que “la pistola que portaba estaba sin magazine”.

Félix Rodríguez, el cubano agente de la CIA que habló con el Che prisionero, acaba de declarar una vez más que “la pistola la tenía llena de balas, era una Browning a la que no le faltaba un tiro. El fusil sí tenía un balazo y estaba inoperable”. Los militares bolivianos afirmaron que al ser encañonado habría clamado: “No disparen, soy el Che. Valgo más vivo que muerto”. ¿Quién dice la verdad? Como en el caso de Allende, respecto de la muerte del Che es difícil distinguir la realidad de la leyenda, y de la propaganda. Lo cierto es que, según muestran las fotos y afirma Félix Rodríguez, al caer prisionero el Che “parecía un pordiosero, sucio, no tenía ni siquiera botas, unos pedazos de cuero era lo que tenía amarrados a los pies”.

Yo, el autor de esta nota, asistía en Camiri al juicio militar contra el francés Régis Debray y el argentino Ciro Bustos, apresados tras haber estado con la guerrilla del Che. Llegué a Vallegrande al dia siguiente de la muerte del Che. El cuerpo del guerrillero argentino-cubano había sido retirado durante la noche de la “morgue” del hospital, en realidad el lavadero de cemento, donde lo habían exhibido y yacía ahora el cadáver de Willy, otro de sus compañeros. El capitán Gary Prado, que derrotó al Che en la batalla del Yuro, me aseguró que en un momento soltó las manos al prisionero y le dio de beber de su propia cantimplora; la maestra Julia Vallejos me dijo llorando que ella le dio de comer en La Higuera cuando lo tenían amarrado; Elida, la hija del telegrafista, me aseguró que le llevó un plato de sopa de maní que cocinó su madre. Los soldaditos Julio Robles y Ciro Paco, en conversación exclusiva, me contaron que mientras trasladaban al Che herido en la pantorrilla derecha desde el Yuro a La Higuera, el prisionero les iba diciendo que un día ellos tendrían que luchar por la libertad de su país. Cuando el mayor Niño de Guzmán trasladó de La Higuera a Valle Grande el cuerpo del Che atado al esquí derecho de su helicóptero, la sangre del guerrillero iba goteando sobre la selva…

Una vez instalado en La Moneda, Salvador Allende percibió muy pronto que el futuro de su gobierno se iba estrechando y ya en marzo de 1971, antes de cumplir cinco meses de presidente, clamaba ante sus amigos “infarto ven, infarto ven”, convocando a la muerte para no vivir el fracaso. Un día, ante su amigo Víctor Pey, hizo la mímica de quien se dispara a sí mismo con una metralleta, y muchas veces repitió que en caso de golpe solo saldría de La Moneda “en piyama de madera”. Observando los cerezos cargados de botones, dirá a Gloria Gaitán: “Yo no veré esas flores. Me sentaré en el sillón presidencial, me terciaré la banda y esperaré la muerte… Soy un hombre a quien no le restan sino dos horas de vida, una semana, tal vez un mes, quién sabe si seis meses.”

Durante la batalla de La Moneda y consciente de que el golpe militar había triunfado, Salvador Allende se empeñó a toda costa en salvar vidas. En su último, memorable discurso llamó a la cautela diciendo que “el pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse”. El Che prohibió a sus hombres que cayeran prisioneros y les ordenó que murieran luchando. Con excepción de tres sobrevivientes que lograron huir a Chile, todos los que lo acompañaron en sus últimos combates murieron… menos el Che: el capitán sobrevivió al naufragio y fue hecho prisionero, aunque al día siguiente lo asesinaron. En La Moneda, la conducta de Salvador Allende fue diametralmente opuesta: empeñado en salvarlas, exigió a sus hijas y a las personas que no tenían armas que salieran y al término de la batalla ordenó la rendición general. El periodista Augusto Olivares, que se quitó la vida, fue el único muerto dentro de La Moneda… además de Allende, que no estuvo dispuesto a caer prisionero como el Che Guevara y ser asesinado en un rincón oscuro o exhibido en una jaula o enviado al exilio.

Entonces, a las dos de la tarde, Salvador Allende se dispuso a morir.

8 de septiembre de 2014

Carta/manifiesto a mi tío Chicho



Carta/manifiesto a mi tío Chicho, compañero Presidente Salvador Allende, en el aniversario de su nacimiento en Santiago

Por Eduardo Labarca *

Publicado en The Clinic, 8 de julio de 2014



Querido tío, doctor, compañero Presidente:


Te trataré de “tú” como a los dioses y a los viejos amigos… He venido hoy a la Avenida España a homenajearte frente a este edificio donde se hallaba la casa del número 615 en que doña Laura, tu madre, te dio a luz un 26 de junio hace 106 años. ¿O querías que te comprara la fábula de que naciste en Valparaíso? Además de ti, tu esposa Hortensia y Laurita, tu hermana diputada, juraban haber nacido en el puerto, aunque la Tencha nació en Rancagua y Laura, en Tacna, tierra peruana. ¡Cómica valparaisitis familiar! Yo soy el único que te canta in situ el Happy Birthday.

De regalo te traigo tu biografía que te escribí. Y te cuento que al escarbar en mis recuerdos y en archivos polvorientos, y al visitar tus locaciones secretas, como tu garçonnière del pasaje Bueras, he descubierto dos Chichos: a) el Allende del mito que empezaste a construirte pidiendo que te pellizcaran –“toca, carne para la historia”– y que han seguido construyendo los adoradores del Allende de mármol, de bronce, el que se codea con la Marilyn Monroe en el museo de cera, el Allende empaquetado de la foto oficial; b) el Salvador Allende de carne, hueso y sangre, el Chicho perseverante, capaz de inventarse un nacimiento, llegar a la cumbre y convocar a la muerte –“infarto ven, infarto ven”– cuando tu gobierno se iba a las pailas, el Allende lacho a toda vela, el Allende cara de bulldog del banderín “a luca”, mi tío, el compañero Presidente, tú, el verdadero: el otro es faramalla.

Los/las lectores/as de mi libro han quedado patitiesas/os con mi revelación de que Hortensia Bussi, la compañera Tencha, tu esposa, había tenido un hijo “ilegítimo” –“huacho” le dicen– con un hombre casado. “¡Tencha madre soltera!”: evocación de un drama y un gran dolor. ¿Había que guardarse ese secreto con candado, blindar a un finado Allende de cartón piedra frente al “qué dirán” por los siglos de los siglos? ¿Mantener el hecho bajo la alfombra para salvar el “prestigio” de la difunta señora Tencha, como si ser madre sin sacramento fuese un pecado y no un acto de valentía y libertad?

El caso tiene bemoles desafinados. La joven Hortensia entregó su hijo al padre legítimo y a su esposa y… no lo vio más. ¿Qué había pasado? “Salvador es intransigente”, decía a las amigas llorando. Entre su destino de madre y su destino junto a ti, Tencha tomó la más desgarradora, dura de las decisiones: te eligió a ti. El que no queda bien en esto es usted, compadre Chicho Allende. Puedes decir que eran los valores de la época, que podía dañar tu carrera, pero que yo sepa los hombres reciben a una mujer con los hijos que trae. Tras tu muerte, Tencha tendrá el gran desquite: al cabo de 34 años contigo, vivirá 36 –te sacó dos de ventaja– recorriendo el mundo como viuda, reina doliente dedicada a divulgar tu mensaje con sus ojos luminosos color ámbar, por fin dueña exclusiva de ti.

Chicho, en vez de validar las “virtudes” que te cuelgan algunos biógrafos autorizados, como que eras brillante alumno en el colegio, yo demuestro que eras porro rematado –“farreado” dice mi nieto– y pasabas de curso cafichándoles los conocimientos a los mateos de la clase, hasta que un día decidiste hacer el servicio militar y tomar el control de tu vida. El Allende al que le saco el sombrero es ese, eres tú, el joven Salvador que ante la pobreza, la miseria, la mortalidad infantil de los cerros de Valparaíso, decidiste dedicar tu vida a la justicia social y a la unidad del “pueblo de Chile” –sí, “del pueblo”, no “de las personas” como decimos los siúticos de hoy– hasta iniciar la primera revolución pacífica en Chile y en el mundo. A ese Chicho yo le sumo el hombre que, en contraste con su/tu propia negativa a aceptar al hijo de la Tencha, eras un padre para las hijas de la actriz Inés Moreno, tu bellísima amante, que habían perdido al suyo; a ti, que fuiste un segundo padre de los hijos de la Payita, tu secretaria-más-que-secretaria; al que se emocionó en Bogotá al conocer al hijo, la hija y el perro de Eugenia Valencia, la mujer más hermosa de Popayán, con la que habías recorrido cierto trecho; a ti, que no mentías demasiado a esas y a las otras bellas que te entregaron mucho y a las que mucho les entregabas; al que se acordó de todas cuando a cada una le diste un trabajo al llegar a La Moneda…

Te rindo homenaje a ti, que al saberte condenado a muerte, buscabas consuelo en el pecho amante de Gloria Gaitán, la colombiana olvidada, negada por los chilenos, que perdió el hijo tuyo que esperaba y cuyas hijas te recuerdan hasta hoy emocionadas.

A quienes sin haber leído mi libro me trollean porque no asumo como verdades los mitos acuñados acerca de ti, les respondo. Aunque pertenezco a la generación siguiente, fui testigo cercano de tus actos públicos y privados, y en este siglo XXI escribo para las nuevas generaciones de hoy y de mañana y, modestamente, para la Historia. Para entender mejor lo que nos pasó, necesitamos escudriñar la parte que a cada cual nos correspondió en la tragedia, empezando por ti, nuestro número uno. La famosa “muñeca” con que manejabas la política y el equilibrio entre la “catedral” –tu legítima esposa‒ y tus “capillitas” –las otras– te falló como gobernante, y para entenderlo hemos de desconstruirte. ¡No me pidas que a 40 años de tu muerte tape tus secretillos o me base sólo en las declaraciones de la fundación-boutique que lleva tu nombre! La vida de los grandes de la Historia, esa tumbadora de mitos, no tiene secretos.

Cuando ya habías entrado en la Historia como presidente y vino el desastre, marchaste convertido en loser al encuentro de tu holocausto, y con tu muerte a las dos de la tarde en La Moneda pasaste a ser el winner post mortem de la Historia Universal. Cadáver triunfante, te elevaste a la gloria mientras nosotros nos hundíamos en la mierda absoluta. Yo la saqué barata, pero hablo por tantos amigos que pasaron de las grandes alamedas a los socavones donde cumplían su cobarde faena los soldados de la patria.

Déjame bajarte hoy del pedestal, ven con nosotros, como uno de nosotros: sólo así serás grande de verdad, Chicho Allende. Tú, sin nadie que photoshopee tu imagen, hombre entre los hombres y entre las mujeres. Porque no hay soledad más grande que la del mármol y los mausoleos. Ven, avancemos por tu/nuestro valle de lágrimas. Tú sin nacimiento trucho, aquí, en avenida España, a dos cuadras del Museo Salvador Allende, aquí donde todo comenzó… Y aunque no haya venido nadie más, celebremos tú y yo, con la sinfonía de las micros que pasan, este aniversario. ¡Feliz cumpleaños, Chicho, nuestro presidente de luces y de sombras!

En Avenida España,
26 de junio de 2014.


*Periodista y escritor. Autor de Salvador Allende: Biografía sentimental (Catalonia, reedición ampliada en 2014).

Allende en la lona


Publicado en The Clinic

8 de septiembre de 2013

por Eduardo labarca

¿En qué momento Salvador Allende supo que a su gobierno no lo salvaba ni Cristo, que la revolución chilena se iba al diablo? El sábado 8 de septiembre de 1973 Allende recibe temprano en La Moneda a Pinochet y al general Leigh, jefe de la FACH. Alfredo Joignant, entonces director de Investigaciones, recuerda que al término de la reunión Pinochet retiene la mano de Allende entre las suyas y le dice: “Descanse, Presidente”. Tres días más tarde Allende descansará para siempre.


La leyenda urbana afirma que en una reunión que unos sitúan el viernes 7 temprano, otros el sábado 8, el domingo 9 tomando tecito o el lunes 10 a la hora de almuerzo, Allende comete el “error” de revelar a Pinochet y los comandantes en jefe su propósito de proclamar en la Universidad Técnica del Estado el martes 11 de septiembre su decisión de convocar un plebiscito. “Error”, porque según la leyenda el anuncio del nebuloso plan plebiscitario induce a los militares a adelantar para el 11 el golpe que tenían previsto para el 14. En el sprint entre plebiscito y golpe, el que se adelante en los últimos metros –días, horas, minutos– ganará la carrera. Ojalá la Historia fuese tan simple…

La verdad verdadera es que el Chicho intuye hace rato que todo acabará en desastre… Cuando lleva solo cinco meses en la presidencia, el 4 de abril de 1971 la Unidad Popular, que ha llegado a La Moneda con apenas el 36,3 por ciento de los votos, obtiene en las elecciones municipales un 51, lo que el allendismo celebra como la victoria de todas las victorias. Pero al conocer los resultados, Allende exclama ante sus íntimos: “¡Infarto ven, infarto ven!”… Infarto para pasar a la Historia por un atajo en un momento de triunfo y no tener que enfrentarse al fracaso que acecha a la vuelta de la esquina. “¿Cómo andaría un infarto aquí?”, pregunta desde la desnudez humeante de un baño de tina a su amigo Víctor Pey. Las cosas empeoran y otro día Allende pasa de la fantasía del infarto a la mímica onomatopéyica de quien se vuela con una metralleta la cabeza: “¡Ratatatatá!”

En corto tiempo el Presidente ha nacionalizado el cobre y cumplido buena parte de su programa con apoyo de los desposeídos, a los que ha abierto un presente digno y un futuro luminoso. Pero el país cruje por las cuatro costuras, menudean las tomas de predios y fábricas, hay desabastecimiento y violencia en las calles. Los de la vereda de enfrente no descansan: conjura de la Cámara de Diputados y la Corte Suprema y sobre todo asonadas, bombazos y sabotaje día y noche, y los militares esperando en su caverna mientras un país del norte tironea los hilos. La izquierda es una Torre de Babel donde cada cual pregona su fórmula mágica: avanzar sin transar… consolidar para avanzar… llamar a la democracia cristiana… todas las formas de lucha… poner un capitán a la cabeza del ejército… plebiscito… disolver el Congreso… a las armas…

Chile se cae a pedazos. Hacia afuera Allende se exhibe con “serena firmeza y viril energía” y la frente en alto pero… humano al fin, no logra esquivar los bajones. Eso sí, las heridas se las lame solo… aunque no tan solo. Cuando una pena le corroe el alma, el Chicho desde siempre ha escuchado el llamado de la selva y salido en busca del calor femenino. En la infancia y hasta que calzó pantalón largo, su madre venerada lo estrechaba en su pecho cada vez que se daba un costalazo. Tencha, esposa y primera dama, es la reina María Teresa en Versalles, con la que Luis XIV mantenía una relación fría y distante mientras corría tras la duquesa de La Vallière, la marquesa de Montespan, la marquesa de Maintenon. ¿En qué regazo el Presidente, amante cíclico, encontrará consuelo?

La abogada Graciela Álvarez, cómplice inteligente y vital en su campaña de 1952, está volcada a sus labores del Seguro Social donde el Presidente la ha nombrado. Leonor Benavides, la espigada aristócrata viñamarina del mechón blanco que lo acompañó en 1958, se luce en el puesto VIP ofrecido por Salvador en el formidable edificio de la UNCTAD, actual GAM. Inés Moreno, la actriz que brindó al Chicho plenitud en la campaña de 1964, permanece como amiga entrañable a la que suele visitar y en cuya parcela de Lo Barnechea humea, al margen de los reflectores, el asado con que el Presidente agasaja a su amigo Fidel Castro que se pasea por Chile como si fuera el patio de su casa. Pero Inés Moreno es comunista militante y Salvador no osaría descargar en ella sus angustias. Otras actrices, Eliana Vidal, a la que llamó afligido desde Moscú cuando Brezhnev le negó los rublos para oxigenar su revolución, o Marés González, a la que ha llevado a 200 por hora en su Fiat blindado con los pies descansando en una metralleta, son almas generosas pero volcadas a su arte. Quizás Negrita, la muchacha de bello rostro criollo, chispeante y siempre inesperada, podría darle consuelo, pero Negrita está por allá en su provincia. En Lima ha muerto Blanquita Barreto, amiga muy querida desde su infancia de Tacna; la colombiana Eugenia Valencia, la mujer más bella de Popayán, se encuentra demasiado lejos; Laurita San Antonio, la cimbreante cubana de pulsera en el tobillo, se esfumó como un ovni. Queda la Payita…

Cuando trabajaba en una galería de arte del barrio alto, la Payita se topó con su vecino Salvador y aterrizó por chiripa en la política. En la campaña reciente de 1970 le brindó cariño y apoyo valiosísimo y ahora dirige con eficiente buen humor la secretaría privada del Presidente en La Moneda, flanqueada por Beatriz, la Tati, hija regalona y revolucionaria del Chicho: ambas mujeres son uña y mugre. La Payita fue una enorme compañera en la senda del triunfo y Allende cuenta con ella al mil por ciento. Su casona del Cañaveral no es solo el nido en que el Presidente degusta la torta de lúcuma que ella le prepara, sino un planeta donde pululan los cubanos, los guardaespaldas del GAP y la farándula revolucionaria, y allí los fines de semana Allende, guerrillero de guayabera, dispara al blanco alegremente con el AK regalado por su amigo Fidel. Pero la Payita se ha subido por el chorro de la revolución y mientras el Presidente observa el derrumbe irremediable de su gobierno, ella lo atosiga con su prédica triunfalista.

En la cúspide del poder que Chichito buscaba desde los seis años, cuando se trepaba en Tacna a un taburete para pronunciar discursos de Presidente ante doña Laura, la Mama Rosa y sus hermanas Inés y Laurita, hoy el Chicho sexagenario está solo. Solo y necesita como nunca un paño de lágrimas y ese paño de lágrimas llegará volando.

A Gloria Gaitán la conoció en Cuba en 1959 después del triunfo de la revolución. Al presentarlos, Fidel Castro ensalzó a Allende como “el que hará la próxima revolución en América Latina”. Hija del líder colombiano Jorge Eliécer Gaitán, cuyo asesinato en 1948 gatilló el estallido sangriento del Bogotazo, morena, esbelta, de ojos negros, bello perfil y carácter fuerte, economista dedicada con el alma a la causa de la revolución gaitanista, Gloria se siguió encontrando con Allende en la Tricontinental de La Habana y otras misas revolucionarias. Y cuando Allende, el Presidente, se entera de que Gloria está divorciada y sin trabajo, la hace venir a Chile con sus dos hijas y le confiere un puesto en Odeplan, la oficina de planificación económica. Corre enero de 1973 y a él le quedan ocho meses de vida.

El Presidente instala a su invitada en un suntuoso departamento frente al Parque Forestal que perteneciera al senador Carlos Altamirano y que ha quedado en poder de Silvia Celis, su antigua esposa, que al ser enviada por Allende de agregada cultural a Londres le ha dejado las llaves. Un día Salvador homenajea a Gloria en el gran comedor de La Moneda, otro día la sienta a su diestra en un acto público, por la noche le lleva una rosa roja escoltado por un ululante erizo de metralletas sobre ruedas: los chicos del GAP. Cuando llega a verla, el Chicho –así lo llama ella– deposita su pistola a la entrada; Gloria, que en Colombia cargaba un revólver junto al lápiz labial en la cartera, no tiene en Chile más armas que su inteligencia, su pasión, su encanto. Las galanterías se multiplican y la relación transita de la amistad a la confianza, de la confianza al afecto, del afecto a algo que se parece demasiado al amor. La presencia de Gloria cerca de Allende rompe el versallesco equilibrio multipolar entre las mujeres que se disputan el corazón del Presidente: por una vez, Tencha, la Payita, Beatriz e incluso Isabel, la hija menor, hacen causa común y concentran sus odios contra “la Gaitán”.

La crisis política se agudiza y en la relación entre la colombiana y el Presidente se instala la premonición de un desenlace chileno tan sangriento como el que siguió a la muerte de Gaitán en Colombia. Y Salvador y Gloria construyen un territorio secreto que sólo ellos conocen, donde se desahogan las angustias de un hombre que siente la proximidad de la muerte. Además de las visitas del Chicho a la casa de Gloria, ese territorio se compone de una llamada telefónica diaria a las siete de la mañana y de un rincón íntimo en la residencia oficial de la avenida Tomás Moro 200, en Las Condes. A eso de las doce de la noche, liberado de la Payita, cuando Tencha ha subido a acostarse y se despiden los amigos íntimos –el periodista Augusto Olivares, el médico Danilo Bartulín, los españoles Víctor Pey y Joan Garcés– el Presidente, envuelto en su capa azul de médico de la Asistencia Pública, manda un vehículo del GAP a buscar a Gloria. La recibe caballerosamente, beben un whisky, se sientan a conversar fuera del mundo, en la intimidad del cuarto espartano con el sofá-cama del Presidente, una mesita coronada por varios teléfonos y un enjambre de cables, dos sillas de espaldar alto, un par de estantes de libros, una chimenea cariñosa. Es el único lugar donde Salvador Allende todavía gobierna sin trabas. Afuera velan los GAP, arma al brazo.

Sentado en la alfombra el Presidente pregunta a Gloria: “¿Qué piensas cuando tienes la Historia a tus pies?… ¿Qué pensaría tu papá si supiera que estamos hablando?”. Gloria es el eslabón que une a Gaitán y Salvador, gaitanismo y allendismo son la misma cosa con distinto nombre, con diferentes jefes, en distintos tiempos. Ambos líderes entraron en la Historia con el signo de la muerte en la frente.

“Te conocí muy tarde”, le dice el Presidente mencionando los lugares donde hubiera querido llevarla. Gloria sabe que Salvador se encuentra en estado frágil: “Yo era una María Magdalena que tenía que lavarle los pies y aligerarle la carga”. Con frecuencia el Presidente proclama que sólo muerto lo sacarán de La Moneda y un hálito fúnebre se instala en el aire. “Yo era el valium de Salvador Allende, le hablaba de otras cosas, era incondicional”, recordará Gloria. Pero un día ve en el velador del Presidente algo inquietante: un frasco de Valium verdadero.

Una noche, por el ventanal observan los cerezos cargados de botones en vísperas de la primavera: “Yo no veré esas flores –dice Salvador–. Me sentaré en el sillón presidencial, me terciaré la banda y esperaré la muerte”. Otras veces repite: “Una guerra civil sería desastrosa. Necesito seis meses… ¡Sólo seis meses!” Gloria pide al Presidente el nombre del militar que organiza el golpe y le ofrece inmolarse matándolo: Allende sonríe.

“Voy a morir, pero voy a seguir viviendo en ti”, dice Salvador. La idea de un “hijo de Allende nieto de Gaitán” se va imponiendo como una esperanza casi mística. En lugar de la revolución que Gaitán no alcanzó a comenzar y la que Allende no logrará terminar, habrá al menos una creación: Gloria queda embarazada. Salvador y ella, la única persona que conoce las tribulaciones del Presidente en el umbral de la muerte, no dudan de que el hijo será varón, lo que se confirmará cuando a su regreso a Colombia tras la muerte del Chicho ella padezca un aborto espontáneo.

¿Te acuerdas del año 2011?




Por Pelantaro



Del disco duro

Archivado el 27 de julio de 2011 a las 8:07



¿Te acuerdas, mamá, del 2011? ¡Un año luminoso! ¡Cambiamos el país!

– Fue un año horribilis: tu padre apareció en DICOM por las 380 lucas de la cocina nueva. Nos atrasamos a causa de los gastos de la enfermedad de tu abuela. Tuvimos que pagar un millón y medio.

– Eso les pasó por confiar en los piratas de La Polar.

– Fue también el año del terremoto.

No, el terremoto fue antes.  ¡En 2011 estuve en huelga de hambre! ¿Ya te olvidaste?

– Ah, sí… Tu padre y yo teníamos terror de que te enfermaras.

– Y me llevaron comida, creían que era capaz de traicionar a mis compañeros.

– Podías haberte muerto.

– ¿Cómo no se daban cuenta? Los jóvenes estábamos cambiando el mundo, inundábamos las plazas de España, Egipto, Chile, cientos de miles, millones…

– Algunos eran bien violentos.

– ¿Violentos? ¡Por favor! Ustedes nos dejaron un país sin perspectivas para la juventud, donde los carabineros se entretenían apaleándonos: ¡esa era violencia!

– Tú no viviste la violencia de la dictadura. Queríamos que crecieras en un ambiente de paz.

– ¿De paz? ¿Que viviera feliz con universidades galácticas para ricos y rasqueli para los pobres? Nosotros rechazamos la paz de ustedes.

– Era mejor que nada.

– ¡Peor que nada! Yo bajé cinco kilos para cambiar las cosas y a las personas como tú les abrimos los ojos. Tumbamos a un ministro… no me acuerdo cómo se llamaba…

Lavín… Piñera gobernaba con ese y otros ministro salidos de Chacarillas.

– ¿Chaca… qué?

– Chacarillas, un happening de antorchas que hizo Pinochet con 77 jóvenes.

– Tú, dale con Allende y Pinochet… ¡prehistoria!

– ¡A Allende no me lo toques!

¿Por qué? Mientras denunciábamos el negociado de la educación, ustedes se dedicaban a desenterrar sus huesos.

– Gracias a eso se supo que se había suicidado.

– ¿Y qué más da que se suicidara o se muriera de un infarto?

– Se suicidó heroicamente cuando lo estaban bombardeando.

– Heroicamente…  Él quedó como un héroe, pero dejó a su pueblo en las garras de los milicos.

– Trató de cambiar las cosas.

– Pero el resultado fue al revés. ¡Las cosas las cambiamos nosotros en 2011!

– Ustedes no eran los únicos en este país. Recuerda que ese año se salvaron los 33 mineros, con el apoyo de todos los chilenos. Yo no dormí esos días.

– Fallaste de nuevo, mamá: eso fue el año anterior. En 2011 los mineros demandaron al Estado, culpable de la inseguridad de esa mina… y de todas las demás. Se cansaron de la farándula y reclamaron sus derechos, con el apoyo de todos… los jóvenes. ¡2011 fue un año histórico!

– Fue el año de otra tragedia: las nevadas en el sur, lo veíamos en la televisión, ¿te acuerdas?

– Y de la siniestra matanza en Noruega de ese rubio fascista: imágenes terribles.

– Algo positivo por lo menos: mataron a  Bin Laden y se casaron los príncipes William de Inglaterra y Alberto de Mónaco.

– Lo de Bin Laden fue cototo, pero ¿a quién le interesan tus principitos?

– Todos soñamos con príncipes y princesas.

– Hubo cosas más importantes en 2011: la pelea contra Hydroaisén,  la serie “Los Archivos del Cardenal”.
– ¡El escándalo que se armó con esa serie!

– Eso te muestra el país retrógrado en que vivíamos, mamá.

– Yo lloraba en cada episodio.

– Los jóvenes salvamos a Chile gracias a Twitter, Facebook, los SMS, las redes sociales. Nos informamos on line y no dependemos como tú del Mercurio, la Tercera y la revista Cosas. No le pedimos permiso a nadie.

– Cada generación tiene sus valores.

– En 2011, a fin de año, el centenario de Matta, el 11, 11, 11, sí que entusiasmó a los jóvenes. Su pintura nos interpreta.

– Porque cada generación tiene sus metas y sus modas.

– Mi meta es sacar el título y pagar la deuda con el banco por el costo de mi carrera. A mis hijos, tus nietos, les tocará luchar por la educación gratuita… si se pone de moda.