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2 de diciembre de 2015

Salvajismo islámico contra salvajismo cristiano

EL MOSTRADOR

Opinión



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por 2 diciembre 2015



Salvajismo islámico contra salvajismo cristiano 
 
 
     La palabra “salvajismo” se ha repetido machaconamente para calificar la matanza de París. Jorge Edwards se pregunta: “¿Por qué el terrorismo salvaje de estos días?”.


     Pero ¿es el “salvajismo” exclusivo de los islamistas? ¿Occidente y Europa son inocentes? En tiempos de la Unión Soviética, los Estados Unidos entrenaron y pertrecharon a los talibanes de Afganistán y Pakistán y azuzaron a Bin Laden a que combatiera contra los rusos. Armaron al sunita Sadam Hussein para que luchara contra los chiitas de Irán, y más tarde le dieron muerte y dispersaron su ejército arrojando a sus generales y soldados a brazos del yihadismo. Luego empujaron a los yihadistas a luchar en Siria contra Bashar al-Asad.

     Con su intervención militar y los bombardeos “civilizadores”, las potencias occidentales –a las que ahora se suman Francia, Rusia y Turquía, multiplicando el peligro de escalada– han destrozado los estados musulmanes de Afganistán, Irak, Libia, Siria, además de Yemen y Somalia, llevando el caos a esa región petrolera. Hoy en esos países anarquizados imperan las luchas tribales y de clanes religiosos, incluidos los yihadistas sunitas financiados por las monarquías petroleras del Golfo Pérsico… aliadas de EE.UU.

     Un diccionario define el “salvajismo” como el “modo de ser o de obrar propio de los salvajes”, a los que califica de “pueblos primitivos”. Por “salvaje” también entiende “cruel… que se deleita en hacer sufrir o se complace en los padecimientos ajenos”.

     ¿Ha existido un acto más “salvaje” que el lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre Hiroshima, donde murieron 140 mil civiles, muchos de ellos niños, y Nagasaki, donde perecieron 80 mil, ordenado por el muy presbiteriano Harry Truman, presidente del gran país de Walt Whitman, Emily Dickinson, Faulkner? ¿Ha habido un genocidio tan “salvaje” como el holocausto del pueblo judío ejecutado por los alemanes? La Alemania romántica y sapientísima de Goethe y de Schiller siguió a un patán llamado Hitler, niño católico que de adulto será el más grande criminal de todos los tiempos. Stalin egresó de un seminario ortodoxo y en las tres décadas que gobernó la URSS hubo 800 mil “enemigos del pueblo” ejecutados y 600 mil murieron en prisión.

     ¿Y qué decir de la Iglesia católica, del “salvajismo” de la Inquisición, sus cámaras de tortura y sus hogueras, y de la persecución de los “herejes albigenses” del sur de Francia ordenada por los papas? El conde De Monfort decretó el exterminio de la población de Béziers, pero alguien objetó que no todos eran herejes. El enviado papal Arnaldo Amalrico sentenció: “¡Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!”. Y ¿qué hablar de las nueve cruzadas medievales enviadas a “recuperar Jerusalén y los Santos Lugares” de manos de los “infieles”, con cinco millones de muertos en su mayoría musulmanes y judíos?
     Conocemos los saqueos, la destrucción y quema de poblados de la conquista de Chile, los trabajos forzados, la decapitación de los insumisos y otros “salvajismos” cometidos por los españoles con la bendición de los misioneros católicos que evangelizaban a los “bárbaros”. Valdivia ordenó cortar la nariz y la mano derecha a los sublevados y “desgobernar”, cercenándoles la mitad de un pie, a los que se escapaban. Hurtado de Mendoza seccionó las manos a Galvarino y empaló a Caupolicán. A la “pacificación de la Araucanía” a cañonazos durante la república seguirá la traída de inmigrantes europeos católicos y protestantes. Hasta hoy, en el país de Gabriela Mistral, Neruda, Violeta y Nicanor, ningún gobernante –cristiano, masón, civil o militar, liberal o marxista, hombre o mujer– ha hecho justicia a los mapuches, ni a los rapa-nui ni a los demás pueblos originarios.

     Al “descubrimiento” de América por España siguieron las campañas “civilizadoras” de Portugal, Inglaterra, Holanda, Francia, Bélgica, Italia… y el aplastamiento de los “pueblos primitivos” de América del Norte, África, Oriente Medio, Asia, Oceanía y Polinesia, a la que pertenece nuestra colonia, la Isla de Pascua. En la cacería de esclavos en África ‒60 millones eufemísticamente llamados “piezas de ébano”‒ colaboraban cristianos y musulmanes.

     A cinco minutos de la sala Bataclan está el “muro de los fusilados” de la Comuna de París, cuyo aplastamiento en 1871 se cobró 30 mil muertos. La cifra es “insignificante” en comparación con los militares y civiles ‒entre 10 y 20 millones‒ que cayeron en las trincheras y escenarios europeos de la Primera Guerra Mundial entre los países “civilizados”. Más tarde esas naciones protagonizarán la Segunda Guerra Mundial con empleo de armas más eficientes, como la nuclear. Resultado: de 60 a 80 millones de muertos.

     En Argelia, la Francia de Descartes, Pascal y Racine libró la más cruenta guerra colonial del siglo XX, con un millón de víctimas, incluidos 222 guillotinados. El primer ministro socialista Guy Mollet lanzó una despiadada ofensiva contra los muyahidines, siguiendo los postulados del coronel Trinquier, el gran teórico de la guerra antisubversiva.

     Las técnicas “civilizadoras” de los franceses serán perfeccionadas en Vietnam por cuatro presidentes norteamericanos, con el estreno del napalm, que incendiaba aldeas y quemaba vivos a sus habitantes, y el agente naranja que destruía los bosques.

     En 2003 George Bush, tras superar el alcoholismo gracias al estudio de la Biblia, invadió Irak secundado por Tony Blair, convertido al catolicismo, quien dijo haber consultado su decisión con Dios. Bush contó además con la venia lacayuna del franquista español José María Aznar. El presidente Jacques Chirac, fiel a la tradición del general De Gaulle, se negó, al igual que el alemán Gerhard Schroeder. Para orgullo nuestro, Ricardo Lagos respondió que “no” cuando Bush le pidió el apoyo de Chile en la ONU.

     El “objetivo” era llevar a Irak la democracia y el respeto a los derechos humanos, pero los bombardeos mataron a cien mil personas y dieron comienzo al desbarajuste de ese país y del Oriente Medio. Hoy, mientras beben una Coca-Cola, los operadores –“drone pilots”– teledirigen desde EE.UU. los drones que descargan sus bombas en Afganistán, Pakistán, Irak, Siria.... Cuando las bombas caen sobre un poblado, una escuela, un hospital o en medio de una boda, algún militar explica que se trata de “daños colaterales” y Obama –protestante hijo de padre musulmán y madre bautista– presenta sus condolencias.

     Las campañas militares de las grandes potencias expelen hoy un tufo que recuerda el de los meses previos a las guerras mundiales. Como entonces, cientos de miles de fugitivos están en movimiento. A riesgo de sus vidas migran desde Siria, Afganistán, Irak, Eritrea, el Magreb, el África subsahariana hacia Europa. Con ello la composición y los equilibrios demográficos, raciales, culturales y religiosos del continente están cambiando bruscamente.

     Desde los atentados a las torres gemelas, la guerra que Occidente libraba a la distancia se ha instalado en casa, ahora en París. Más de cinco mil jóvenes, en su mayoría de familias inmigrantes, que llevaban vidas opacas en los guetos urbanos de las ciudades de Occidente han viajado a sumarse al Estado Islámico; más de 500 muchachas han hecho lo mismo. Los asesinatos y atentados abominables que comete esa organización, en lugar de despertar su rechazo atraen a esos jóvenes, que creen en la posibilidad de dar sentido a sus vidas con su propio martirio de kamikazes exterminadores, en el nombre de Alá.

     Sigmund Freud afirmaba que el instinto de muerte, el impulso de matar, es inherente al ser humano. El “salvajismo” de unos y otros que hoy se manifiesta en París, en Siria y diversos lugares parece darle la razón, sin que nadie se atreva a predecir lo que viene.

Salvajismo islámico y salvajismo cristiano (versión larga)



por Eduardo Labarca

             La palabra “salvajismo” se ha repetido hasta el cansancio para calificar la matanza de París. Jorge Edwards se pregunta: “¿Por qué el terrorismo salvaje de estos días?”.

            En el discurso que nos rodea, el “salvajismo” de los yihadistas se contrasta con el espíritu democrático y tolerante de Occidente… “su vieja cultura, su ilustración, su humanismo” mencionados por Edwards. Algunos ven un símbolo en que la sala Bataclan, donde tuvo lugar la peor matanza, se encuentre en el bulevar Voltaire, que lleva el nombre del escritor y filósofo francés, adalid de la razón y el respeto al ser humano.

            Pero, ¿es inocente el mundo occidental, cristiano y demócratico? ¿Son inocentes la vieja Europa, los Estados Unidos, y nosotros latinoamericanos somos inocentes? ¿Es el “salvajismo” atributo exclusivo de quienes hoy profesan la religión islámica? El Diccionario de la Academia Española, que pese a sus enchulamientos sigue siendo racista, sexista, pechoño y retrógrado, define el “salvajismo” como el “modo de ser o de obrar propio de los salvajes”, a los que califica de “pueblos primitivos”. Por “salvaje” también entiende “cruel”: alguien “que se deleita en hacer sufrir o se complace en los padecimientos ajenos”.

            ¿Ha existido en la historia de la humanidad un acto más “salvaje” que el lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima, donde murieron 140 mil civiles ‒niños, mujeres, hombres‒ y Nagasaki, donde perecieron 80 mil, ordenado por el muy cristiano, presbiteriano y demócrata presidente Truman a mediados del siglo pasado? ¿Ha habido un genocidio tan “salvaje” y horrendo como el holocausto del pueblo judío ejecutado científicamente en cámaras de gases por los alemanes? La Alemania romántica y sapientísima de Goethe y de Schiller se deslumbró con un patán llamado Hitler, que de niño iba a misa a la iglesia católica y de adulto será el más grande criminal de la historia. Stalin estudió en una escuela parroquial y a los 14 años ingresó a un seminario cristiano ortodoxo y, según cálculos moderados, en las tres décadas que gobernó la URSS fueron condenados cuatro millones de enemigos del socialismo, de los cuales a 800 mil se les ejecutó y 600 mil murieron en presidios o campos de concentración de Siberia, cifras que no incluyen a los millones que perecieron de hambre a raíz de la colectivización forzosa de las tierras.

            Si nos remontamos a los orígenes, tenemos que en las guerras entre las polis de la antigua Grecia de Esquilo, Sófocles y Eurípides, madre de nuestra civilización occidental, los triunfadores solían pasar a degüello a todos los niños de sexo masculino de los vencidos para impedir que más tarde pudieran constituir un ejército que se cobrase la revancha. Y fue Poncio Pilatos, prefecto del Imperio Romano, cuna de las naciones europeas, quien mandó crucificar a Cristo, y Roma construyó los circos donde los cristianos eran devorados por los leones para deleite de sus ciudadanos y donde hoy se toman selfies los turistas.

            ¿Y qué decir de la Iglesia Católica, del “salvajismo” de la Inquisición, sus cámaras de tortura y sus hogueras, y de la persecución de los “herejes”, como la llamada “Cruzada contra los Albigenses”, los “cátaros” que en el siglo XIII practicaban un cristianismo primitivo en torno a la ciudad de Albi en el sur de Francia? Los papas Inocencio III y Honorio III ordenaron la guerra contra esa “sede de Satanás”. En la toma de la ciudad de Béziers, el conde Simón de Monfort, jefe de las tropas de la cruz, ordenó la matanza indiscriminada de la población. Cuando algunos objetaron que no todos eran herejes, el enviado papal Arnaldo Amalrico sentenció: “¡Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!”. Y ¿qué hablar de las nueve cruzadas enviadas por los papas a “recuperar Jerusalén y los Santos Lugares” que se hallaban en manos de los turcos, con un saldo que se calcula en cinco millones de muertos en su mayoría musulmanes? El papa premiaba a los cruzados, los milites Christi, con indulgencias que les aseguraban el ascenso directo al cielo, pero a los muertos nadie les devolvía la vida.

            En la conquista de Chile, bien conocemos los saqueos, la destrucción y quema de poblados indígenas, la imposición del trabajo forzado, la decapitación o ahorcamiento de los insumisos y otros “salvajismos” cometidos por los soldados españoles con la bendición de los misioneros católicos –con algunas excepciones como el padre Juan Barba– para  “evangelizar” a los “bárbaros” y “herejes” aborígenes. Mientras en el norte Francisco de Aguirre exterminaba a los “indios” que habían destruido La Serena, en el sur Pedro de Valdivia ordenaba cortar la nariz y la mano derecha a los sublevados, o “desgobernar” cercenándoles la mitad de un pie a los cautivos que se escapaban o se negaban a trabajar. Más tarde, Hurtado de Mendoza ejercerá el “salvajismo civilizador” cortando las manos a Galvarino y empalando a Caupolicán. Bajo nuestra república, el “salvajismo” contra el pueblo mapuche proseguirá con la llamada “pacificación de la Araucanía” efectuada a cañonazos por los soldados de la patria que despejaron el terreno para la traída de los muy cristianos inmigrantes europeos, los mismos soldados que realizarán las masacres obreras y los asesinatos, las desapariciones y la tortura durante la última dictadura. Hasta hoy, en el país de Gabriela Mistral, Neruda, Violeta, Nicanor y Zurita ningún gobernante –cristiano o masón, civil o militar, liberal o marxista, hombre o mujer– ha hecho justicia al pueblo mapuche, ni al pueblo rapa-nui ni a los demás pueblos originarios.

            El “descubrimiento” de América y la colonización de la parte sur por los españoles fueron seguidos por la ofensiva “civilizadora” de las demás potencias occidentales –Portugal, Inglaterra, Holanda, Francia, Bélgica, Italia…– y el sometimiento por las armas de los “pueblos primitivos” de América del Norte, África, Oriente Medio, Asia, Oceanía y cuantas islas y rincones quedaban por allí sin repartir. La empresa colonial de los imperios de occidente fue acompañada por la cacería de negros “primitivos” en África para esclavizarlos, una actividad en que colaboraban y a veces competían árabes y cristianos. Unos 60 millones de seres humanos fueron extraídos de ese continente a lo largo de tres siglos, de los cuales más de 10 millones habrían muerto durante la travesía. En medio del desenfreno colonial, las potencias “civilizadas” se hacían la guerra unas a otras en mar y tierra. Las guerras napoleónicas segarán alrededor de cinco millones de vidas.

            En 1871, tras la huida del gobierno ante el avance prusiano, los trabajadores de la capital francesa asumieron el poder. La Comuna de París será aplastada al cabo de tres meses con un balance de 30 mil muertos. La cifra parece insignificante en comparación con los militares y civiles, entre 10 y 20 millones, las cifras son inciertas, que cayeron baleados, cañoneados, gaseados o ensartados a bayonetazos en las trincheras, los campos de batalla, los pueblos y ciudades durante la primera guerra mundial que se libraron entre sí los países más civilizados y cristianos del planeta. Transcurridos apenas 20 años, esos y otros países se enzarzarán en la segunda guerra mundial con empleo de ingenios bélicos de última generación: tanques, aviones, submarinos, torpedos, portaviones, los cohetes alemanes V2, antecesores de los drones de hoy, y… la bomba nuclear. El número de muertos de la segunda guerra duplicará o triplicará al de la primera, fluctuando entre 60 y 80 millones según quién saque las cuentas. A ello se suman la víctimas de la guerra civil española, calificada por el franquismo como “cruzada” y “guerra santa”, cifradas en cerca de un millón.

            Ya que comenzamos hablando de París, recordemos  a Argelia, donde se libró una de las más cruentas guerras coloniales, no solo por el millón de muertos que dejó, sino por el “salvajismo” con que la civilizada Francia de Descartes, Pascal y Racine pretendió impedir la independencia de esa colonia árabe. El primer ministro socialista “de izquierda” Guy Mollet lanzó en Argelia la más cruel y despiadada ofensiva militar contra los muyaidines basada en los postulados del coronel Roger Trinquier, considerado hasta hoy, incluso en EE.UU., el gran teórico de la guerra antisubversiva basada en el exterminio y el terror y en la aplicación sistemática de la tortura. Tuvo que llegar al gobierno el general Charles de Gaulle, derechista digno, para que Francia aceptara la inevitable independencia de Argelia.

            Las técnicas “civilizadoras” de tortura y asesinatos masivos desarrolladas por los franceses en Argelia serán aplicadas y perfeccionadas en Vietnam por cuatro presidentes norteamericanos sucesivos –unos señores que jamás faltaban a los oficios dominicales de sus iglesias cristianas– lanzando contra un pueblo mayoritariamente campesino los aviones y las armas más sofisticadas de su arsenal, incluidas armas químicas como el napalm incendiario y el agente naranja que destruía los bosques, mientras los estados mayores sopesaban las ventajas e inconvenientes que podría tener el empleo de la bomba atómica como “último recurso”. Vietnam fue devastado, pero EE.UU. sufrió una derrota militar, política y moral vergonzosa, y su “salvajismo” fue condenado en todo el mundo, incluso por gran parte de la sociedad norteamericana. Según cómo se cuente, se habla de dos a seis millones de muertos, entre ellos unos 60 mil soldados de EE.UU..

            En 2003 George Bush, que había superado el alcoholismo gracias al estudio de la Biblia y a sus oraciones en una iglesia metodista de Texas, decidió invadir Irak con el falso pretexto de la existencia de “armas de destrucción masiva”. Fue secundado por Tony Blair, quien abandonó la iglesia anglicana para convertirse al catolicismo y dijo haber consultado su decisión con Dios. Además, Bush contó con la venia lacayuna de un católico franquista: el español José María Aznar. En cambio el presidente francés Jacques Chirac, conservador pero fiel a la doctrina anti “atlantista” de De Gaulle, que rechazaba el sometimiento de Francia a la voluntad de EE.UU., la potencia situada del otro lado del Atlántico, se negó a apoyar la aventura bélica de Bush, negativa que también expresó el canciller alemán Gerhard Schroeder, del mismo modo que, para orgullo de nosotros los chilenos, el presidente Ricardo Lagos, que respondió “no” cuando Bush le pidió por teléfono el apoyo de Chile en la ONU, donde nuestro país integraba el Consejo de Seguridad.

            Según la publicidad oficial, la guerra de Irak tenía por objeto llevar la democracia y el respeto a los derechos humanos a ese país, aunque sus reales fines geopolíticos han sido el control de las grandes reservas petroleras de la zona. Esa guerra y el derrocamiento y posterior ahorcamiento de Sadam Hussein, con bombardeos que han costado la vida a más de cien mil personas, fue el punto de partida del desbarajuste generalizado de ese país y del Oriente Medio que tiene al mundo al borde del precipicio. Aprovechando el impulso genuino de la “primavera árabe”, EE.UU. y sus “aliados”, todos muy cristianos por cierto, intervinieron en Libia para derrocar a Gadafi –linchado en circunstancias sospechosas– y más tarde iniciaron los bombardeos en Siria para sacar de escena a Bashar al-Asad.

            Hoy, mientras toman una Coca-Cola y saborean una hamburguesa como si se hallaran ante la consola de un videojuego, los operadores de la fuerza aérea estadounidense –“drone pilots”– teledirigen desde los centros de comando situados en EE.UU. los drones que descargan “limpiamente” sus bombas sobre objetivos militares y civiles situados a más de diez mil kilómetros de distancia en tierras islámicas de Afganistán, Pakistán, Irak, Siria.... Cuando las bombas caen sobre un poblado, una escuela, un hospital o en medio de una boda, algún militar norteamericano sostiene que se trata de “daños colaterales” y a veces Obama –hijo de padre musulmán y madre bautista y que ha transitado por varias iglesias protestantes – presenta sus sentidas excusas.

            Con sus bombardeos y la irrupción “civilizadora” de sus tropas, EE.UU. y las potencias occidentales han sembrado la muerte y destrozado los estados musulmanes de Afganistán, Irak, Libia y Siria. En medio del caos y la guerra civil, las potencias occidentales apoyan con sus bombas a uno u otro grupo, según las circunstancias. Armaron a los talibanes, colaboraron con el sunita Sadam Hussein en la guerra contra el régimen chiita de Irán y tras la invasión aplastaron a los sunitas e instalaron en Irak un gobierno mayoritariamente chiita. Pactaron con Gadafi y apoyaron la insurrección contra el gobierno alauita de Bashar al-Asad en Siria, entregando armas a los sublevados, los actuales yihadistas del Estado Islámico.

           El resultado es que hoy en esos países –a los que se suman el Yemen, Somalia y otros‒ imperan las luchas tribales y sectarias de diversos grupos étnicos y religiosos que, en muchos casos, cuentan con el apoyo de las monarquías feudales y petroleras del Golfo Pérsico, fueles aliadas de EE.UU. Con la reciente incorporación de Rusia y de Francia a los bombardeos en Siria, las actuales guerras que desangran el Medio Oriente han adquirido un tufo acre que recuerda la locura militar de los meses previos a las guerras mundiales del siglo pasado. Como entonces, cientos de miles, millones de refugiados vagan por las carreteras, intentan subirse a un tren abarrotado o a un barco destartalado para llegar a Europa, especialmente a Alemania y Gran Bretaña, muchas veces a costa de su vida.

Que una guerra ya no puede existir a la distancia lo demuestran los atentados de París y la actual “crisis de los refugiados”, el éxodo de poblaciones de Siria, Afganistán, Irak, Eritrea, así como del África, que huyen de las bombas. En tiempos de globalización, la pobreza ya no puede convivir pacíficamente con la opulencia; no puede haber países ricos y países pobres, sin que los habitantes de los países pobres se rebelen ante las imágenes del lujo que ven en sus teléfonos celulares. La guerra tampoco puede circunscribirse ya a una zona del planeta adonde una potencia envía sus drones cargados de explosivos en una operación sin respuesta. Las bombas en Irak, la destrucción de las torres gemelas, los atentados en el metro de Madrid y en los buses de Londres; los misiles que explotan en Siria, en Afganistán, en Yemen; los atentados de París… son una misma cosa, parte de las mismas guerras, de una sola guerra.

La semana pasada antes de viajar a París, en la flamante Estación Central de Viena, la capital austríaca, a cinco minutos a pie de donde me encontraba, vi a hombres de todas las edades, mujeres, niños deambular con la vista perdida a la espera de una ración de comida, una botella de agua, un pasaje de tren para seguir hacia Alemania, el paraíso. En un mismo día, más de diez mil refugiados atravesaron Austria.

Junto con el terrorismo, lo que hoy se abate sobre Europa es una migración masiva de poblaciones que huyen de las guerras iniciadas en el Oriente Medio por las grandes potencias o de la miseria y los conflictos de África. Vienen obreros, comerciantes, profesionales, campesinos, estudiantes, artistas y también aventureros y pillos, hombres y mujeres que han llegado con lo puesto, a veces sin documentos de identidad, tras caminar en condiciones inhumanas o navegar en barcazas destartaladas. Y vienen niños, muchos niños, cuyos padres en algunos casos solo alcanzaron a meterlos por la ventana en un tren repleto. El ambiente es de precariedad ambulante, el aseo personal es un lujo, a lo más una llave de agua por aquí, una letrina química por allá, y por doquier el denso olor de la miseria. Pero además de los que han llegado, varios millones se aglomeran en las fronteras y los campos de refugiados de Turquía, El Líbano, Jordania, Grecia… El gobierno ultraderechista de Hungría levanta un muro de cuatro metros, los de Croacia, Eslovenia y Macedonia ponen vallas y multiplican los controles. Hasta Ángela Merkel, que había dado la bienvenida a los recién llegados consciente de que su país necesita mano de obra porque pierde medio millón de habitantes al año a causa de la baja tasa de natalidad, ha debido imponer ciertas limitaciones

            Hay escenas emocionantes de acogida que a los antiguos exiliados chilenos nos recuerdan la forma en que un día nos recibieron. En el Ring, la avenida circular que rodea el centro imperial de Viena, no pude contenerme y, recordando mi llegada como refugiado político a Europa, me sumé a la vibrante marcha de las organizaciones sociales que animan la solidaridad hacia los que llegan, y grité con los manifestantes “Ein Europa ohne Mauern!”,  a favor de una Europa sin muros. Allí en Austria, los jóvenes activistas de Train of hope y de Refugees.at viven conectados con sus celulares, listos para acudir de día o de noche a los puntos calientes donde los refugiados necesitan ayuda. Chile no está ausente: la presidenta Bachelet informó que en 2008, 117 palestinos que vivían en Irak fueron acogidos en nuestro país. Entre 2014 y 2015 se han otorgado 277 visas a ciudadanos sirios y la Presidenta anunció que nuestro país recibirá a un número no determinado de refugiados.

            Pero los atentados de París y la crisis de los refugiados tienen una cara muy oscura. Como reacción, se viene un alza de las fuerzas chovinistas y los partidos racistas que llaman a rechazar a los extranjeros y cerrar las fronteras. En su primera reacción ante los atentados, Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional de ultraderecha, ha llamado a que Francia restablezca “sus medios militares, policiales, de la gendarmería, de información y de aduanas” y a que garantice “nuevamente” la protección de los franceses.

            Los políticos occidentales saben que las guerras ayudan a subir en las encuestas y ganar votos. Cuando el cristiano Clinton, miembro de una iglesia bautista, corría peligro de ser destituido por el escándalo de Monica Lewinsky, se salvó gracias a la guerra de Kosovo y los bombardeos que lanzó contra las posiciones serbias. Bush fue reelegido en 2004 en aras de la “guerra contra el terrorismo” y las invasiones de Afganistán e Irak. El presidente francés François Hollande, que rompió hace pocos días con la política “antiatlantista” de De Gaulle y se sumó a los bombardeos norteamericanos en Siria, saltó del 20% al 40% de aprobación en la primera semana posterior a los atentados de París. Angela Merkel, cuya popularidad bajó verticalmente tras su anuncio de que Alemania recibiría a 800 mil refugiados, decidió lanzarse también a la guerra y ya la veremos repuntar...  
                       
            Sin que ello implique una defensa de Daesh, cuyos hombres exhiben con orgullo sus crímenes abominables, amén de destruir obras milenarias que pertenecen al patrimonio de la humanidad, en las propias filas del partido de Hollande y en amplios sectores de la sociedad francesa, el ingreso de su país a esta guerra ha sido fuertemente criticado. Como han sido criticados por una débil oposición rusa los bombardeos ordenados por Putin en Siria, respondidos con la voladura de un avión ruso de pasajeros.

22 de septiembre de 2015

De la Quintrala a Bachelet, pasando por María de la Cruz


Martes, 22 de septiembre de 2015





Los chilenos hemos tratado en forma sinuosa a las grandes mujeres de nuestra historia. Hasta la llegada de Pinochet y su caterva, nuestro monstruo emblemático (¿puede un monstruo ser “emblemático”?) era una mujer: Catalina de los Ríos y Lisperguer, la Quintrala.

Mi amigo Gustavo Frías, el novelista que ha dedicado parte de su vida al estudio del personaje y a la escritura de su trilogía Tres nombres para Catalina, sostiene que no hay prueba alguna (“no hay evidencia”, diría un amante del Spanglish, el español a la moda con injertos de inglés) de que la Quintrala o Catrala haya cometido los crímenes terroríficos que Vicuña Mackenna y otros historiadores le atribuyen.

Frías señala que doña Catalina, la heredera más rica del reino, que portaba un 25% de sangre indígena, un 25% de sangre española y un 50% de sangre alemana, se identificó desde niña con sus ancestros de las tribus aconcaguas –“pueblo originario”, diríamos en el siglo XXI– y que eso le valió el odio de la aristocracia colonial. Las intrigas y maledicencias de los gachupines (los colonizadores llegados a Chile desde España) y de la Iglesia Católica dieron origen a su leyenda negra. Por ser amiga de los “indios” y participar en sus ritos, la Quintrala fue acusada de brujería, víctima de un acoso terrible –bullying”, diríamos en Spanglish– y encarcelada.
Más benigno es el trato que nuestros novelistas Isabel Allende (Inés del alma mía) y Jorge Guzmán (Ay mama Inés) dispensan a Inés de Suárez, la amante del conquistador Pedro de Valdivia, a pesar de que no existen dudas de que decapitó personalmente a los siete caciques prisioneros –algunos afirman a su favor que solo al primero de la fila– durante el asalto dirigido por Michimalonco el 11 de septiembre de 1541 –otro 11 de septiembre– y ordenó que arrojaran sus cabezas contra los atacantes –“los Mapuche”, dirían algunos adoptando sin ton ni son la gramática de los vencidos–.

En su poema épico La Araucana, don Alonso de Ercilla nos legó la imagen furibunda de Fresia, la mujer principal (unendomo) del cacique (ñidoltoqui) Caupolicán, empalado vivo por los españoles, cuando tilda a su hombre de cobarde y azota al hijo común contra las rocas:

Toma, toma a tu hijo, que era el nudo
con que el lícito amor me había ligado;
que el sensible dolor y golpe agudo
estos fértiles pechos han secado:
críale tú, que ese cuerpo membrudo
en sexo de hembra se ha trocado;
que yo no quiero título de madre
del hijo infame del infame padre.

Otras mujeres bravas y belicosas, la corajuda Paula Jaraquemada, que hizo frente a los soldados españoles durante la Independencia, y la sargento –¿por qué no “sargenta”?– Candelaria, heroína de la Batalla de Yungay, dejaron huella intensa en nuestra historia.

Más tenue es el recuerdo de las pioneras que vencieron en Chile la discriminación (“de género”, decimos hoy) en diversos ámbitos. ¿Cuántos chilenos –“y chilenas”, no discriminemos– saben que Eloísa Díaz Insunza fue la primera médico –mejor digamos “médica”– de Chile y América del Sur? ¿Que Inés Enríquez Frödden –tía abuela de ME-O– fue la primera diputada y primera intendente –digamos “intendenta”– del país? ¿Que Graciela Contreras de Schnake –la Chela Schnake– fue la primera alcaldesa de Santiago, nombrada por el presidente Pedro Aguirre Cerda? ¿Que gracias al Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena (MEMCH) liderado por Amanda Labarca, Elena Caffarena –abuela de Pamela Jiles–, Marta Vergara, Olga Poblete y otras mujeres –y gracias también a algunos hombres, reconozcámoslo– se logró en 1949 el derecho de las mujeres a votar?

La primera senadora de nuestra historia fue elegida en 1952. María de la Cruz, poeta y periodista de oratoria fogosa –“la Evita chilena”– simpatizaba con el peronismo argentino y triunfó en Santiago con la primera mayoría nacional, en la cresta de la ola ibañista, cuando el antiguo dictador Carlos Ibáñez del Campo regresó a La Moneda –“¡Ibáñez al poder… la escoba a barrer!”– con una votación abrumadora.
Fundadora del Partido Femenino de Chile, María de la Cruz concitaba los odios de los derrotados partidos Radical, Conservador y Liberal. Era tildada de “loca” y hostilizada cada día, y antes de cumplir un año como senadora, fue destituida –“desaforada”, según el artículo 31 de la Constitución– por sus colegas senadores –todos caballeros, por supuesto– en una votación de 21 contra 16. Se la acusaba de haber participado en una importación de relojes desde Argentina para Ferrocarriles del Estado.

La destitución de María de la Cruz –la revista Topaze archimasculina la tildaba de “Senadora Longines” o “Senadora Cucú” en alusión a diversas clases de relojes– fue un verdadero linchamiento de parte de senadores que en su mayoría representaban en forma descarada los intereses de los latifundistas, banqueros, magnates mineros y compañías extranjeras que financiaban sus campañas –sin necesidad de boletas fantasmagóricas– con maletines llenos de billetes, como el que transportaba en barco el senador Juan Luis Maurás, maletín que nunca llegó a destino porque, según juraba el honorable legislador, se le había caído al mar…

Salvador Allende, que se había enfrentado a Carlos Ibáñez como candidato presidencial –perdió por 51.975 votos contra nada menos que 446.439–, no apoyó la acusación contra María de la Cruz, quien pocos meses después fue absuelta por los tribunales que la dejaron libre de polvo y paja. A quienes la acusaban de estar vendida a la Argentina, María de la Cruz les contestaba con un argumento irrefutable: “¡Quién más patriota que yo, que nací en Chimbarongo un 18 de septiembre!”.

Los chilenos ningunearon a Gabriela Mistral (Volodia Teitelboim y Eduardo Anguita la excluyeron de su Antología de la poesía chilena nueva) y también a Violeta Parra (un periodista la calificó de “cantora de tercera peleada con el jabón”), y a la escritora Isabel Allende la crítica chilena no le ha dejado hueso bueno –al menos hasta que le dieron el Premio Nacional de Literatura–.

Ahora –cómo no– el fuego graneado le toca a otra mujer, Michelle Bachelet, primerísima Presidenta de la República de vuelta en La Moneda. Pero una cosa es que sus bonos caigan a mínimos por culpa de un hijo vivaracho y una nuera ídem, por efecto del boleteo de los políticos y el guirigay de las reformas, y otra cosa son los rumores que corren sobre una renuncia de la Presidenta –la idea nunca ha pasado por su cabeza, dicen los que toman desayuno con ella– y sus presuntos problemas de salud y supuesta inclinación a la bebida.

Durante el gobierno del presidente Allende, los textos y caricaturas de la prensa opositora –el informe Church del Senado de EE.UU. demostró que esa prensa recibía financiamiento de la CIA– pintaban al Presidente como un borracho perdido, lo que se repetirá a tambor batiente durante los 17 años de dictadura militar.

Yo estuve cerca de Allende en su casa y en recepciones oficiales –Santiago, Bogotá, Buenos Aires, La Habana, Lima, Praga, Quito– donde hubo aperitivos, vinos y brindis, pero nunca lo vi siquiera achispado. Ninguno de los testigos –un buen centenar– con quienes hablé mientras preparaba un libro me dijo haberlo visto ebrio o ligeramente animado por el alcohol. Allende cuidaba su dieta y bebía diariamente dos dedos de whisky y una copa de vino tinto con la comida. Pese a ello una investigación en Internet realizada hoy muestra la amplitud y persistencia que puede alcanzar una mentira de hace más de 40 años. La afirmación “Allende era borracho” en Google encuentra 197.000 referencias; “Allende alcoholic”, 253.000.

En tiempos de redes sociales los rumores corren rápido y calan hondo. De 170 comentarios de lectores al pie de una información de Emol sobre la actividad de Michelle Bachelet en La Moneda con relación al reciente terremoto, más de 80 son negativos hacia la Presidenta y –basándose evidentemente en los rumores– insisten en que renuncie o se vaya; una veintena reproduce la fabulación de que tiene “yeta” –en napolitano “jettatore” es el que trae mala suerte–; unos 20 comentarios contienen juegos de palabras sobre el trago –“copete”, “terremoto”, “diez mojitos por noche”, etc.– y quienes la defienden son vituperados (trolleados) sin compasión por los que se tragan los rumores.

En medio de este ambiente controvertido –“controversial”, en Spanglish– y antes de que la tierra temblara, en un intento de reequilibrar la situación –“balancearla”, según el Spanglish– un grupo de mujeres entregó a la vilipendiada Presidenta una carta de apoyo. Expresan “indignación” por lo que califican como un “femicidio de la imagen” de la jefa de Estado… “¿Se equivocó? Sí, las madres también se equivocan. ¿Se merece tantas descalificaciones? No. Un presidente varón jamás estaría recibiendo tamaño castigo político por la conducta impropia de un hijo. Y a pesar de todo, usted levanta la frente y sigue adelante”.

Veremos los próximos episodios… y su rating.

Allende mi abuelo Allende: una película (casi) perfecta














Víctor Pey, el amigo español de Salvador Allende que acaba de cumplir cien años, me contaba que cuando estuvo en México durante la dictadura, Hortensia Bussi, la viuda del Presidente, le pidió:
‒Hábleles a mis nietos de Salvador, porque Isabel no les cuenta nada.

Hoy, más de 30 años después, desde las pantallas de los cines de Chile y del mundo la nieta Marcia Tambutti Allende interpela a su abuela Tencha, a su madre la senadora Isabel Allende y a su tía Carmen Paz, exigiéndoles que le digan cómo era su abuelo, quién era el Chicho.

El documental Allende mi abuelo Allende es una historia estrictamente familiar, que se podría haber filmado con una antigua cámara Súper-8 o un teléfono celular para consumo de los parientes y descendientes, si no fuera que… Si no fuera que el abuelo de quien se está hablando es el personaje más prominente de la historia de Chile del siglo XX y un ícono a escala mundial. Al Presidente que nacionalizó el cobre, al que encabezó un movimiento social multitudinario, al que combatió bajo las bombas en La Moneda, a ese Salvador Allende el mundo entero e incluso sus nietos lo conocen. En la película, la imagen de ese Allende, el político, tiene una presencia tenue. A quien la nieta se esfuerza por rescatar y traer a primer plano para conocerlo, es al Salvador Allende marido, padre, abuelo, al hombre en familia, en la intimidad. La tarea choca en pantalla con la terca resistencia de las tres mujeres mayores y, pese a su tenacidad, Marcia solo logra cumplirla parcialmente.

El mérito de Marcia Tambutti es mantener en todo momento al clima de un encuentro familiar. Ella, su abuela, su madre, su tía, sus primos no hablan para la cámara, lo hacen entre ellos, recuerdan, reflexionan, discuten. Tan importantes como las palabras son las miradas, los pestañeos, el lenguaje corporal, la expresión de las manos, las vacilaciones de la voz y sobre todo, los silencios, porque esta es una película de silencios largos. Como telón de fondo está la tragedia, la tragedia de una familia arrasada por el vendaval de la historia, por la muerte violenta del patriarca y los suicidios de su hija Beatriz, su hermana Laura, su nieto Gonzalo, hijo de la senadora Isabel Allende y medio hermano de Marcia, al que la cámara captó en vida largamente mientras habla, calla, piensa.

Pero dentro de la tragedia grande, la de la historia, hay una tragedia más pequeña, menos visible y más arrastrada, más profunda, más íntima. Ese es el plano en que Marcia Tambutti, personaje central de su propia película, se desplaza entre sus consanguíneos. Y en sus ansias de saber y comprender ‒¿cómo era el Chicho? ‒ se convierte en fiscal y lanza las preguntas que en la familia jamás se habían formulado en voz alta. Un fiscal nunca es simpático, sus preguntas molestan, y así sucede en varias ocasiones con las de Marcia. La abuela Tencha, Isabel, Carmen Paz se impacientan, se quejan de cansancio y de los minutos que van corridos, quieren abreviar los interrogatorios, se escabullen. Tratándose de Hortensia Bussi, que yace doliente en cama con un respirador de oxígeno en la nariz, esos interrogatorios tienen mucho de confesión postrera de una persona que se va apagando y que en realidad fallecerá seis años antes del estreno de la película. La nieta no cede y alcanza a interrogarla mientras aún es tiempo en escenas patéticas.
Marcia formula las preguntas con un dejo de acento mexicano, pero más que una cuestión de acento, en su tono tajante afloran una intransigencia y un afán de precisión que no dejan escapatoria a la persona que tiene delante. El carácter intenso de Marcia Tambutti y su sintaxis de frases precisas, frontales y redondas no admiten respuestas diagonales, vagas o inconclusas a la chilena. La nieta quiere saber, insiste y cuando a la segunda o tercera pregunta no le responden claramente, son sus parientes quienes quedan al descubierto.

En esta pequeña familia que vuelve a reunirse, cada cual guarda uno o muchos secretos, calla u oculta algo, y ese algo puede ser un recuerdo, una fotografía, un dibujo, un dolor. Hay risas, sí, unas espontáneas y otras forzadas. El Chicho disfrazado o jugando con sus hijas y con un nieto o una nieta aparece en fotos y fragmentos de películas como un padre y abuelo divertido y querendón, y sus descendientes lo celebran. Pero en todo momento planean la duda, cierta distancia hacia él, especialmente de las mujeres de la familia: Hortensia, sus hijas Carmen Paz e Isabel, sus nietas Maya y Marcia. Los nietos hombres que aparecen, Gonzalo hijo de Isabel y Alejandro hijo de Beatriz, dan también salida a sus fantasmas y expresan su deseo de saberlo todo, de que no les oculten nada.

Marcia aborda el tema de las constantes y públicas infidelidades matrimoniales del Chicho y las sonrisas se apagan. En los recuerdos aflora el contraste entre Beatriz, la hija fallecida en Cuba y madre de la diputada Maya Fernández, que fue cómplice del Chicho y lo acompañaba donde sus amantes, e Isabel, fiel a Tencha hasta la muerte y más allá. “La familia Allende estaba dividida: Beatriz hacía causa común con Salvador, e Isabel con Tencha”, me dirá un día Víctor Pey, el amigo de Allende llegado a Chile en el legendario Winnipeg, el barco con refugiados españoles fletado por Neruda.

Salvador Allende, el héroe para muchos, es visto desde el ámbito familiar con cierta ironía: por algo se le menciona como “Chicho” y no como “papá” o “abuelo”. En la película queda claro que el hombre que en Chile logró aglutinar fuerzas políticas y sociales y que muchos en el mundo admiraban, manejaba sus asuntos familiares con mano de estratega. Tencha, las hijas y los nietos que comenzaban a nacer formaban el compartimento familiar al que prestaba cotidiana atención, pero no era el único ámbito en que se volcaban sus afectos. Tras los muros de la casa familiar de la calle Guardia Vieja, Hortensia Bussi era el ancla, pero Salvador Allende era un capitán inquieto que navegaba hacia otros puertos.

Marcia menciona a la Payita, a cuya parcela del Cañaveral llegaban Salvador y su hija Beatriz, pero donde Isabel –la senadora lo proclama con orgullo– no estuvo nunca. La Payita, jefa de la secretaría privada de Allende en La Moneda y única mujer presente durante el bombardeo, ha pasado a ocupar un lugar en la historia de Chile. Isabel y Tencha se resignaron hace muchos años a admitir su presencia en la vida del Chicho. No sucede lo mismo con Gloria Gaitán, la colombiana que acompañó al Presidente en sus últimos meses de vida, cuya existencia es ignorada por la familia y que, conforme al tabú familiar, no es mencionada en la película.

Otro hecho que queda fuera de Allende mi abuelo Allende es el del hijo que Tencha tuvo como madre soltera y que el futuro Presidente se negó a aceptar. Para unirse a Salvador Allende, Tencha quemó sus naves y se separó para siempre de su hijo, un hecho que hasta el último día dio a Salvador un poder total sobre ella.

Allende mi abuelo Allende no es solo un registro de hechos, preguntas, respuestas e imágenes, sino sobre todo una conmovedora película de indicios. Como en otras familias, bajo la imagen exterior del núcleo Allende-Bussi bullían los secretos, las tensiones, las traiciones. En el intento de saber quién era el Chicho, Marcia Tambutti ha ido lo más lejos que le permitían sus fuerzas y la disposición de sus íntimos a hablar. No se ha limitado a la conversación tras los muros familiares, sino que ha entrevistado a diversas personas que frecuentaron a Salvador Allende. Para bien de este documental y gracias al talento de debutante en el cine de Marcia Tambutti y a la maestría de sus colaboradores, las voces de esos testigos solo se oyen en off como parte del relato, sin la dispersión que habría acarreado el desfile de sus rostros. Allende mi abuelo Allende sigue siendo hasta el final una historia de familia, casi una obra de teatro de cámara.

Entre las voces que se escuchan está la de Víctor Pey, recientemente condecorado por el rector Ennio Vivaldi en la Casa Central de la Universidad de Chile con motivo de su centenario en una emocionante ceremonia a la que –cosa extraña, pero no tanto– no llegó nadie de la familia Allende, una familia de misterios, tabúes y entuertos.




Isabel Allende Bussi… ¿futura Presidenta de Chile?














Desde que asumió la presidencia del Partido Socialista, la senadora Isabel Allende se ha convertido en personaje clave de la escena política. Fue la primera en reconocer la existencia de las precampañas y junto con reiterar el apoyo del PS a la Presidenta Bachelet, se adelantó a adoptar un tono moderado acorde con el viraje político que despuntaba en el horizonte. A la vez, se ha pronunciado por el cierre del presidio de Punta Peuco y la degradación póstuma de Manuel Contreras.

Mientras Ricardo Lagos, Insulza y otros se ofrecen ansiosamente para salvar al país, en su estilo sereno Isabel Allende progresa entre los presidenciables de la Nueva Mayoría y, dada la importancia que la personalidad de los políticos adquiere a medida que se acercan al poder, aumenta el interés por conocerla.

A comienzos del siglo pasado, en su libro El papel del individuo en la historia, el ruso Gueorgui Plejánov reconocía que “gracias a las peculiaridades de su carácter, ciertos individuos pueden influir en los destinos de la sociedad; a veces, su influencia llega a ser trascendental”. Pero advertía que “tanto la posibilidad misma de esta influencia como sus proporciones son determinadas por la organización de la sociedad, por la correlación de las fuerzas que en ella actúan”. En medio del debate algunos preguntaban: “¿Cómo habría sido la historia de Europa si Napoleón hubiera muerto en la primera batalla?”. Tratándose de nuestro país, podemos preguntarnos: ¿cómo habría sido nuestra historia reciente si Rodrigo Ambrosio, el visionario fundador del MAPU, no hubiera muerto en un accidente; si a Jaime Guzmán no lo hubiesen asesinado; si Gladys Marín no hubiera sido derrotada por el cáncer; si los dirigentes asesinados por los militares hubieran seguido con vida?

Desde que Plutarco escribió sus Vidas paralelas sobre los grandes de Grecia y de Roma, las biografías de políticos y gobernantes han sido fuente insoslayable para explicar los fenómenos históricos. Por encima del jarabe empalagoso de las biografías autorizadas o escritas por encargo, el estudio descarnado de tales personajes revela las raíces psicológicas de actuaciones que marcarán la vida de sus contemporáneos y a veces significarán la muerte de muchos.

Por su carácter y personalidad, Isabel Allende Bussi emerge como la cara opuesta de Michelle Bachelet. La risa a flor de labios de Michelle, siempre lista para escuchar a la gente sencilla o bailar la Macarena, contrasta con la adustez del ceño de Isabel y la sonrisa medida que acostumbra a dispensar. La Presidenta Bachelet volvió a La Moneda gracias a un liderazgo emocional y a un programa del que no estaba del todo convencida: comenzó criticando la idea de la gratuidad de la educación antes de subirse a ese carro y puso de ministro del ramo a un economista neoliberal egresado del Verbo Divino, el colegio más elitista de Chile, y analfabeto en materias de educación, que nunca había posado sus pies en una escuela pública y que el día que tuvo que hacerlo llegó vestido de Armani.
La gente estuvo dispuesta a perdonar a la Presidenta el Transantiago, pero no los negocios de su hijo tarambana y su nuera de rompe y rasga, con el consiguiente derrumbe de su imagen. En esas circunstancias, parecería que se acerca la hora de la senadora Allende, cuyo liderazgo más sobrio y cerebral puede satisfacer mejor las aspiraciones de los chilenos y dar continuidad a la Nueva Mayoría. Isabel heredó de su padre y de su madre la tenacidad a toda prueba. Durante 30 años Salvador Allende bregó por la nacionalización del cobre y al llegar al Gobierno la hizo realidad.

En sus 17 años de exilio, su viuda Tencha Bussi, flanqueada por su hija Isabel, fue echando las bases de la Fundación Salvador Allende (FSA), que cuajará en 1990. Tenazmente, Tencha e Isabel recuperaron más de 500 obras de arte obsequiadas al Gobierno de la Unidad Popular por pintores y escultores de diversos continentes, en muchos casos a través de Miria Contreras, la Payita, así como obras donadas más tarde a organizaciones del exilio. Así nació el Museo de la Solidaridad Salvador Allende, uno de los fondos de arte moderno más importantes de América Latina.

Tras el fallecimiento de Hortensia Bussi en 2009, su hija ha demostrado su carácter al reorganizar la FSA y la Fundación Arte y Solidaridad que administra el museo. A la cabeza de la FSA incorporó a dos ex ministros de la Concertación que actúan en el mundo empresarial: Osvaldo Puccio, como presidente, y Enrique Correa, vicepresidente. Bajo el ojo de Isabel, la dupla Puccio-Correa ha modernizado ambas fundaciones, “desvinculando” a los jefes históricos y reemplazándolos por expertos más jóvenes sin figuración política. La fundación del museo administra hoy un presupuesto de unos 230 millones de pesos anuales, y la FSA, la cuarta parte de esa cifra. Ambas mantienen convenios con diversas entidades.

Isabel Allende ha dado especiales poderes a Enrique Correa, única persona que participa en los directorios de las dos fundaciones y que exigió sin contemplaciones la renuncia al pintor José Balmes, antiguo director del museo. Correa, contrariamente a otros operadores, ha afirmado su condición de lobbista por cuenta de grandes grupos empresariales ‒no le hace asco ni a Penta ni a Soquimich‒, aunque mantiene reserva sobre sus actividades. Gracias a la puerta giratoria de ministros y altos funcionarios de la Concertación y de la Nueva Mayoría que van y vienen entre el Gobierno e Imaginaccion, la sociedad de Correa, el vicepresidente de la FSA ejerce enorme poder desde las sombras y, como el perejil, está presente en todos los guisos.

Hace un año, Correa fue invitado a opinar ante la Comisión de Hacienda de la Cámara Alta sobre la reforma tributaria. Ante el escándalo que despertó la insólita invitación, Isabel Allende, presidenta del Senado, defendió personalmente al vicepresidente de la FSA en los siguientes términos: “Ha sido de los pocos que claramente, con mucha transparencia, ha reconocido que es una empresa lobbista. Imaginaccion no sólo hace lobby sino además es una de las empresas más reconocidas por las encuestas en términos de opinión pública. Por lo tanto, si quiere exponer, parece que no hay ningún problema". Aunque a la postre Correa no compareció, la vicepresidencia de la FSA sigue brillando en su pecho como una condecoración.

Tanto Michelle Bachelet como Isabel Allende perdieron a sus padres a raíz del golpe del 73 y han debido enfrentar la tragedia familiar. Además, ambas han sufrido a causa de sus hijos, y en sus reacciones se reflejan las diferencias de sus caracteres. El caso Caval fue demoledor para la Presidenta, que hasta hoy no logra reponerse. Hace cinco años, el suicidio del hijo primogénito de Isabel Allende asestó a la senadora un golpe terrible. Aunque una madre no puede recuperarse de un hecho así, Isabel ha conseguido la estabilidad: “El recuerdo de la muerte de mi hijo es puro dolor. Uno aprende a vivir con eso, pero siempre está adentro. Lo de mi hijo ha sido mi peor tragedia. Es una tristeza que no se va, nunca se va. Pero desde el principio asumí que si él tomó esa decisión fue porque así lo vivió, así lo sintió, y él tiene que haber pensado en ese momento que era su mejor alternativa. Yo lo respeto. Eso me ha dado mucha tranquilidad”, dijo a una periodista.

Antes que Isabel Allende y luego conjuntamente con ella, su madre, Hortensia Bussi, enfrentó la muerte trágica en el seno de la familia con fortaleza impresionante. Primero fue el suicidio de Ciro Bussi, el padre de Tencha, y en 1973, la muerte del Presidente, su marido. Trasladada junto a la urna con los restos de Allende hasta el Cementerio Santa Inés de Viña del Mar, Tencha se mordió su dolor ante los militares. “Estos no me van a ver llorar, me dije”, y dirigiéndose a los sepultureros exclamó: “Quiero que sepan que estamos enterrando a Salvador Allende, Presidente de Chile”. Cuando su hija Beatriz, “Tati”, se suicidó en Cuba, Hortensia e Isabel viajaron a La Habana. Tencha habló ante el ataúd sin una lágrima; el dirigente cubano Carlos Rafael Rodríguez comentó: “Esta mujer tiene unos ovarios del porte de una catedral”. Un mes y medio antes del golpe, cuando su edecán naval Arturo Araya fue asesinado, Salvador Allende había llorado en La Moneda.

Contrariando la voluntad de su padre que quería que fuese a acompañar a Tencha, Isabel Allende, que no tenía actividad política significativa, se presentó el 11 de septiembre de 1973 en La Moneda, un lugar que visitaba poco para no encontrarse con la Payita, que dirigía la secretaría del Presidente. “¿Qué haces aquí?”, exclamó sorprendida Beatriz, su hermana revolucionaria dispuesta a dar la vida con un arma en la mano. “Lo mismo que tú”, respondió Isabel, mostrando su temple en ese lugar donde rondaba la muerte.
Aunque Isabel aparece como heredera política del Presidente Allende, su estilo está lejos del temperamento exuberante de su padre y se asemeja al de Hortensia Bussi, que era contenida y poco efusiva. La carrera de Isabel Allende despegó lentamente en el exilio, donde hubo de encarnar junto a Tencha la memoria viva de Salvador Allende en viajes incansables. Al regresar a Chile fue elegida diputada y desempeñó durante un año la presidencia de la Cámara y luego fue la primera mujer en presidir el Senado. En ambos casos, los parlamentarios de todo el arcoíris reconocieron su ecuanimidad y buen manejo.

Hortensia Bussi, que de joven había sido más radical que Salvador Allende, durante el gobierno de la UP y en el exilio fue más moderada que su marido, una moderación que su hija Isabel heredará. A Tencha e Isabel las irritaban los GAP, esos guardaespaldas aparatosos que rodeaban al Mandatario y circulaban por la casa con las armas desenfundadas. La admiración de Tencha hacia Fidel Castro era menos entusiasta que la de Allende y tras la muerte del Presidente las aguas se dividieron: mientras Beatriz –con su hija y su marido cubano– partió a la Cuba socialista, Tencha e Isabel se fueron al México capitalista.

Allí estaban el día en que Fidel Castro envió un avión a buscarlas, pero Isabel y su madre rechazaron el ofrecimiento. Cuando el gobernante cubano llegó a Chile en 1996 a una Cumbre Iberoamericana, en el encuentro con el Partido Socialista Hortensia Bussi, dirigiéndose al “Presidente Fidel Castro”, leyó un alegato a favor de la democracia en Cuba que irritó al líder cubano y a muchos asistentes. El discurso escrito se lo pasó en la tribuna su hija Isabel.

Un aspecto difícil de manejar para Isabel Allende han sido las reiteradas y públicas infidelidades que jalonaron la vida matrimonial de su padre. No es fácil para una hija aceptar que el jefe de familia mantenga ostentosas relaciones extramuros e incluso se prodigue como el hombre de la casa en otros hogares. Beatriz, cómplice del Chicho y distante de su madre, era íntima de la Payita como antes lo había sido de Inés Moreno, gran amor de Salvador. A Isabel, en cambio, esas aventuras la herían profundamente y siempre solidarizó con su madre humillada.

Tras la muerte de Hortensia Bussi, Isabel Allende ha sido la única representante y portavoz de su familia. En esa calidad ha presentado una imagen íntima de su padre a partir del ángulo de observación muy limitado que tuvo como hija menor, siendo que en realidad la vida de Salvador Allende iba mucho más allá de la casa familiar de Guardia Vieja. Isabel ha preferido ignorar la intensa relación que Salvador Allende tuvo a partir de enero de 1973 y hasta el día de su muerte con la colombiana Gloria Gaitán, que había desplazado a la Payita y le ofrecía consuelo en medio de la crisis. Las amargas confidencias que Salvador hizo a Gloria en ese período son de enorme importancia para comprender el estado de ánimo del Presidente cuando su Gobierno se adentraba en un callejón sin salida. Al morir Allende, Gloria esperaba un hijo suyo que perdió espontáneamente cuando regresó a Colombia, cosa que Isabel desmintió con una frase que desmentía poco: “A ella no la conozco, nunca la he visto”.

Igual que anteriormente su madre, la senadora ha querido tener la última palabra sobre la forma en que murió el Presidente Allende. Difícil empeño, pues la verdad definitiva de todo magnicidio es escurridiza, tanto que hasta hoy surgen nuevas teorías sobre la muerte de Julio César y para qué decir respecto de la de Kennedy. Hortensia Bussi avaló inicialmente la versión del suicidio de Allende con la metralleta regalada por Fidel Castro y más tarde adhirió a la teoría contraria, la del ametrallamiento por parte de los militares. Por último, su hija Isabel volvió a la versión del suicidio sobre la base de los testimonios de los médicos de La Moneda y de los expertos internacionales que examinaron los huesos de su padre. Al médico tanatólogo Luis Ravanal, que ha insistido en que Allende fue baleado, la parlamentaria lo ha tratado duramente, y cuando TVN emitió un programa que planteaba esa misma hipótesis, amenazó a sus autores con los tribunales.

El tiempo ha demostrado que la revelación de algunos rasgos personales de Salvador Allende, como su talante de seductor, el desmenuzamiento de los mitos que le gustaba tejer acerca de sí mismo y la revelación de algunos secretos que lo acompañaron, ayudan a comprender aspectos importantes de la carrera política, el ascenso hacia la cúspide, la conquista del Gobierno y la caída final del personaje, y entregan claves sobre la historia de Chile del siglo XX.

Un tema complejo, revelado por el autor de esta nota, fue el del hijo “ilegítimo” que Hortensia Bussi, madre soltera, tuvo a los 24 años con un médico, hijo que entregó para siempre a su padre biológico. Aunque los testimonios de personas sobrevivientes que intervinieron en ese episodio demostraron que Allende se negó en forma “intransigente” –esa es la expresión que repetía Tencha– a aceptarla con ese hijo, la senadora, en una entrevista reciente, junto con afirmar que se enteró de la existencia de ese hermano hace solo cuatro años, intenta negar ese rechazo de su padre que tuvo lugar cuando ella no había nacido.

Salvador Allende, venido al mundo en Santiago, fomentaba el mito de que había nacido en Valparaíso, ciudad que solo conoció a los 14 años. Igualmente Tencha Bussi, nacida en Rancagua, se decía porteña, del mismo modo que la diputada Laura Allende, hermana del Presidente, que en verdad había nacido en Tacna. Respecto de esta “valparaisitis” familiar, en el discurso que pronunció al ocupar la presidencia del Senado, Isabel Allende incurrió en un “lapsus” al decir: “Hace casi 48 años, un hombre que naciera en esta hermosa ciudad de Valparaíso asumía la presidencia del Senado”. La verdad es que en el Registro Civil de Portales se encuentra asentado que “Allende Gossens, Salvador Guillermo” nació en Santiago, en la casa de avenida España 615, a la una y media de la madrugada del 26 de junio de 1908, a dos cuadras del edificio donde un día tendrá su sede la FSA.

Isabel conoce desde hace varios años esa documentación, pero hasta hoy quienes desde Chile o el extranjero consultan la biografía oficial de Salvador Allende en la página de la FSA, se encuentran con que el Presidente aparece sin lugar de nacimiento, como si la cigüeña lo hubiera depositado en un repollo. Esta negación de un dato elemental parece justificar el sobrenombre de “fundación-boutique” que alguien dio a la FSA, en cuya biblioteca están vetados ciertos libros y documentos sobre Allende, como su partida de nacimiento.

Teniendo en cuenta que la senadora Isabel Allende se perfila como candidata, su tentación de negar hechos evidentes podría ser problemática si llegara a la Presidencia. Igualmente problemático sería que la relación que tiene con Enrique Correa se proyectara en La Moneda. Los chilenos, ansiosos de transparencia, querrían tener la seguridad de que la sucesora de Michelle Bachelet les dice la verdad y que las manos de Enrique Correa, el Rasputín criollo, están lejos de las palancas del poder.

En sus declaraciones recientes, la postura de la senadora Allende respecto de los viejos mitos y secretos que rodearon a su padre se ha flexibilizado. En ese diapasón, quienes han visto la película Allende, mi abuelo Allende, de Marcia Tambutti, hija de Isabel, en que la senadora es interrogada ante la cámara por Marcia, opinan que la obra constituye un emocionante exorcismo familiar que ha de ayudar a los descendientes de Salvador Allende a reconciliarse con un pasado doloroso y a superar las trancas.



21 de julio de 2015

Vargas Llosa, Isabel Preysler y Alexis Tsipras




EL MOSTRADOR

por Eduardo Labarca


            La revista Hola detonó la bomba y el programa Corazón de la TV española se dio un banquete: a los 79 años, Mario Vargas Llosa, el de las grandes novelas, está de romance con Isabel Preysler, de 64, la de los grandes maridos. Ex esposa de Julio Iglesias, del Marqués de Griñón y del poderoso ministro de Finanzas Miguel Boyer, al que acompañó hasta su muerte, la aristócrata de sangre filipina y española lleva cuatro décadas acaparando portadas en las revistas de papel couché y como rostro de la marca de azulejos Porcelanosa, y ahora de su línea de cosméticos My Cream. Él, desde hace medio siglo subyuga a los lectores y a la crítica y ostenta un rosario de premios literarios, incluido nada menos que el Nobel, así como el birrete de miembro de la Real Academia Española de la Lengua.

Maravilla ver a Vargas Llosa lanzado en esta aventura otoñal con el entusiasmo de algunos personajes de sus novelas; y a ella, dar este paso con el talante de hermosa princesa que siempre ha exhibido. Bien por Mario, bien por Isabel, y que les vaya bonito. Bien por él, embelesado e incluso despeinado del brazo de la Preysler. Bien por el corazón rejuvenecido del escritor, por el arrojo con que inicia este romance a la edad en que muchos solo esperan la muerte. Bien por la locura adolescente del peruano, ese renacimiento en que un hombre se redescubre a sí mismo y redescubre un mundo luminoso, cuando el pecho, guiado por el amor y la pasión, se abre a los demás propicio a tolerar, comprender y perdonar.

            Bien si hubiese sido así, pues habríamos dado la bienvenida a un silencio recogido de su parte, a una sonrisa discreta o quizás a alguna reflexión o una página cargada de generosidad. Pero no. ¿Qué ha llevado a Mario Vargas Llosa a escribir en este trance de su vida uno de sus artículos más odiosos y violentos? ¿Acaso necesitaba demostrar o demostrarse que su palabra no había perdido el filo, que los brazos de Isabel Preysler, acogiéndolo, no habían ablandado su espíritu guerrero?

El tema escogido por Vargas Llosa ha sido Grecia, la Grecia arrinconada por el Eurogrupo, los bancos alemanes, el FMI, el Banco Mundial. Los griegos –salvo las castas que han estrujado el país desde su independencia en 1830– en la ruina. Grecia empujada en 2001 a adoptar el euro por Alemania y Francia en connivencia con los jefes de los partidos tradicionales del país –el de la Nueva Democracia y el Pasok pseudo socialista, a cuál más corrupto– mientras algunos visionarios de izquierda y economistas lúcidos advertían que la economía griega no resistiría dentro de una misma moneda con los países europeos más desarrollados. Y cuando al cabo de los años se extremaron la quiebra, la miseria, la desesperación, los suicidios, cuando el país no dio para más, los griegos volvieron su mirada a la izquierda, pusieron su esperanza en un nuevo partido, Syriza, y ungieron como primer ministro a Alexis Tsipras.

Ese Tsipras enfurece a nuestro Vargas Llosa a quien, en medio de su aventura romántica, le quedan tiempo y bilis para escribir su artículo El caballero Cipolla y el desvarío griego, en el que profiere sapos y culebras contra el joven líder, comparándolo con el hipnotizador del cuento de Thomas Mann. Recuerda Vargas Llosa que el caballero Cipolla, “hombre malvado, repelente y deforme pero dotado de una fuerza psíquica irresistible, enajena a todo su auditorio y lo obliga a humillarse y hundirse en el ridículo más espantoso”. Y pasa Vargas Llosa a la diatriba desbocada: “El espíritu del caballero Cipolla está transustanciado últimamente en el joven, apuesto y carismático primer ministro griego, Alexis Tsipras”. Así habla Vargas Llosa con palabras que parecen dichas por don Fermín Zavala, el empresario admirador del dictador Odría de su novela Conversación en La Catedral, muy diferentes a las de su hijo Santiago, Zavalita, más humano aunque menos exitoso que el padre. La descripción de Vargas Llosa que sigue, aunque bastante caricaturesca, no estaría del todo mal si no fuese el trampolín para una nueva andanada devastadora. Escribe:

“El líder de Syriza convenció a sus compatriotas de que los terribles males que aquejan a su país son obra de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, empeñados en humillar a Grecia luego de destruirla económicamente, abrumándola de deudas y exigiéndole reformas monstruosas que salvarían a los bancos pero empobrecerían más aún a sus desamparados ciudadanos. También les hizo creer que, en vez de someterse a estos poderes malignos, si Syriza ganaba las elecciones iniciaría una política económica diametralmente opuesta a las de los Gobiernos anteriores, sirvientes de la plutocracia internacional: repondría a los burócratas despedidos, inyectaría fondos para dinamizar la economía y crear empleo y rompería todos los compromisos con los organismos financieros, dejando de pagar la deuda, a menos que los acreedores le concedieran una quita radical y admitieran que los pagos se hicieran sólo en función del crecimiento económico. Los griegos le creyeron, llevaron a Syriza al poder y ahora han confirmado su fe en la palabra del joven carismático dándole un respaldo contundente en el reciente referéndum.”

La “descripción” de Vargas Llosa continúa con las siguiente palabras: “Tsipras explicó a los griegos que el no le daría fuerzas para negociar con más éxito en Bruselas, y los griegos el 70% de los cuales no quiere que Grecia se retire del euro ni de Europale creyeron también y el 6l,8% de los electores votaron por el no.

En este lugar del relato reaparece tras un punto y seguido el Vargas Llosa tonante que dispara el siguiente, terrible dictamen:

Este resultado es pura y simplemente manicomial. La única manera de entenderlo es recurriendo a la sinrazón y poderes ocultos del caballero Cipolla.”
“Manicomial”… de manicomio. De locos es para Vargas Llosa que un país asfixiado y maltratado trate de sacudirse la lápida de las mega multinacionales, los mega bancos, las mega instituciones financieras, intente liberarse con dignidad aunque sea en parte del poder asfixiante del sistema de riqueza y pobreza polarizadas que impera hoy en la economía global. Vargas Llosa, que también ostenta la nacionalidad española (España tiene actualmente más de 5 millones de “parados”), llama en su condición de europeo a los griegos a poner término a “este espectáculo lastimoso” porque, dice, “la receta es una sola”, la que han seguido Portugal, España e Irlanda, a la que “más tarde o temprano, tendrá que resignarse a seguir el pueblo griego una vez que descubra que detrás de los magos y pitonisas a los que se ha rendido sólo había hambre de poder, mentiras y vacío”.

En el pasado, algunos escritores que han dejado huella imborrable en la literatura mundial abrazaron en la vida civil causas deleznables: Céline, como furibundo antisemita y colaborador de los nazis; Ezra Pound, dirigiendo mensajes radiales en inglés a favor de Mussolini; Jorge Luis Borges, entrevistándose con Pinochet y calificándolo de “bondadoso” el mismo día en que los agentes del dictador asesinaban en Washington a Orlando Letelier. A diferencia de ellos, Mario Vargas Llosa se ha pronunciado vigorosamente contra todos los dictadores, pero no vayan a pensar que por unas faldas de mujer iba a renunciar a su papel de fiscal despiadado de la dictadura global de este siglo XXI: la de los poderes financieros que controlan nuestras vidas.

Hoy, cuando habiendo ganado el plebiscito un Tsipras triunfante recoge cañuela en un viraje inesperado y entra en vereda ante los poderosos a cambio de concesiones mínimas, Vargas Llosa, satisfecho, podrá cambiarle el remoquete de “caballero Cipolla” por un apodo más amable.