por Eduardo Labarcar
¿Por dónde empezar?
Quizás por el final, por la muerte de José Miguel Varas: muerte silenciosa, apacible como él.
¿Apacible?
Nada hay menos apacible que la vida de Varas. Lo apacible era su exterior sin estridencias, sin odios ni odiosidades. Porque interiormente Varas corría a la velocidad del sonido. Cuando leía, sus pupilas eran dos granos de maqui que galopaban adheridos a la página: palabras, ruidos, terremotos, nada interrumpía su concentración. Leía como metralleta, se devoraba un libro en una hora y lo increíble es que recordaba cada detalle.
Era un hombre quieto, casi inmóvil, encapsulado. No necesitaba gritar ni aletear: estaba protegido por su aura. Y cuando parecía que su silencio iba a impedir el contacto, una palabra, un gesto de su boca o sus ojos ponían a fluir la comunicación. Varas era un hombre de amigos, no de amiguetes; de confianza, no de confianzudez.
Su voz de barítono calmado dio solemnidad nocturna a los programas culturales y policiales de las radios chilenas a la antigua; puso una nota de indignación y urgencia en las transmisiones de Radio Moscú que los chilenos oían en las noches de la noche militar.
“Porai” se llama el personaje de una de sus novelas, vagabundo, afuerino de campo. Cuando le preguntaban de dónde venía, el hombrecito sólo atinaba a decir “por ahí”… “porai”. Hombrecitos nebulosos, mujeres como tantas son los/las protagonistas de los cuentos y novelas de Varas, quien las/los convierte en personajes literarios o simplemente de nuestra vida. Otro protagonista es el humor fino de sus relatos escritos de un tirón.
Vida desapacible. Varas viajó por todos lados y vivió en diversas partes. Leía en cualquier idioma y hablaba muchos. Cuando le pregunté dónde había aprendido el inglés, me dijo… “por ahí”, el francés lo agarró “par là”, el italiano quizás dónde, el checo y el ruso trabajando en las radios de los países respectivos.
El Premio Nacional le cayó sin hacer lobby y la visibilidad pública que le trajo fue todo menos buscada. Hablando de las horas que su flamante fama le arrebataba me dijo: “No puedo negarme”. Entendía el premio como un apostolado que lo inducía a atender a todo periodista que lo llamara o a cada estudiante que preparase una tesis, a escribir todos los prólogos que le solicitaran, a presentar libros buenos y menos buenos, a brindar en los inefables vinos de honor, a pronunciar responsos fúnebres en los cementerios.
Ni agitador ni hombre de exabruptos, Varas ponía su firma al pie de todos los manifiestos, fiel hasta el final a una causa amplia de justicia sin demasiadas etiquetas.
¿Qué habría sido de Varas sin Iris, su mujer, y sus cuatro hijas? Imposible imaginarlo solitario. Su ensimismamiento aparente era profundamente social, familiar.
Varas… porai.