por Eduardo Labarca
El 2 de octubre de 1968 varios batallones del ejército irrumpieron en la zona de Tlatelolco de Ciudad de México disparando contra miles de estudiantes que acababan de celebrar en la Plaza de las Tres Culturas una multitudinaria manifestación pacífica similar a las que efectúan los estudiantes chilenos. El pretexto fueron los supuestos “disparos contra los militares hechos por los estudiantes”, que en realidad provenían de los efectivos paramilitares del Batallón Olimpia que se habían infiltrado entre la muchedumbre.
Los cadáveres fueron retirados y hechos desaparecer, de modo que el número de muertos nunca se ha conocido con exactitud: las cifras fluctúan entre los veinte reconocidos por el gobierno y varios centenares. La masacre de Tlatelolco ahogó en sangre una huelga que contaba, como el actual movimiento de los estudiantes chilenos, con amplio respaldo de la población. Diez días más tarde, cuando el mundo todavía no tomaba conciencia de lo sucedido, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien habría ordenado la matanza, inauguró en la capital mexicana los XIX Juegos Olímpicos.
Dos décadas antes, en Colombia, a comienzos de 1948, en el segundo año de gobierno del presidente conservador Mariano Ospina Pérez, miles de campesinos eran desalojados violentamente de sus tierras y se vivía un clima de gran efervescencia social. El abogado liberal Jorge Eliécer Gaitán, que propiciaba reformas moderadas, gozaba de enorme popularidad y se perfilaba como triunfador en las elecciones presidenciales que se acercaban. El 9 de abril Gaitán fue asesinado, lo que desencadenó el Bogotazo, un estallido popular aplastado por los militares que se saldó con cerca de cinco mil muertos. Desde entonces, la violencia sistemática ha costado a Colombia un millón de muertos.
En los días previos al golpe militar de 1973, en las paredes de Chile se leía “Yakarta viene”, en alusión a la matanza de seguidores del depuesto presidente Sukarno de Indonesia que, de 1965 a 1967, dejó entre 500 mil y un millón de asesinados.
El Bogotazo, el genocidio de Yakarta, la masacre de Tlatelolco estuvieron precedidos por llamamientos a la represión contra los descontentos que no difieren mucho, por su tono y lenguaje, de los que han formulado en Chile algunos herederos de la dictadura militar, como el alcalde y coronel (R) Cristián Labbé y el furibundo sacerdote Raúl Hasbún.
Evelyn Matthei ha afirmado que “si siguiéramos los dictados de Libertad y Desarrollo probablemente tendríamos una guerra civil en lo social, porque una cosa son las posturas ortodoxas de libro de texto, y otra cosa es gobernar”. Las palabras “guerra civil” no son baladíes en boca de una ministra del actual gobierno de derecha, ex senadora e hija del integrante de la Junta Militar que echó por tierra la tentación de Pinochet y algunos seguidores de desconocer el triunfo del NO en el plebiscito y prolongar la dictadura a costa de un baño de sangre.
La renuencia del actual gobierno a dialogar sinceramente, su desinterés frente a las demandas estudiantiles que la mayoría de la población apoya, el proyecto que penaliza las tomas, las acciones violentas de Carabineros ordenadas por el ministro Hinzpeter crean un ambiente inquietante. La prolongación de la crisis estimula los cálculos descabellados de quienes sueñan con atajar el malestar social mediante la provocación y la violencia.
14 de octubre de 2011
12 de octubre de 2011
El butamalón de los estudiantes y la guerra de la Araucanía
Por Eduardo Labarca, autor de la novela histórica Butamalón.
En estos días los estudiantes han puesto en jaque al Gobierno y conmovido a la sociedad. Hace más de cuatro siglos los mapuches arrinconaron a los ejércitos de España, el imperio más poderoso del planeta, y recuperaron los territorios de la Frontera. Sólo fueron desalojados dos siglos y medio más tarde por los cañones del ejército de la República. ¿Qué fuerza hermana a los estudiantes de hoy y los mapuches de antaño?
Ante todo, la seguridad de la justicia de su causa y la decisión de hacer todos los sacrificios necesarios para conseguir la victoria. Los mapuches preferían morir luchando a ser esclavizados; los estudiantes han preferido poner en peligro un año de estudios, afrontar la furia de Carabineros y arriesgar la salud en huelga de hambre, antes que seguir inmersos en un sistema educacional discriminatorio y retrógrado.
El imperio azteca se derrumbó en México cuando Hernán Cortés apresó al emperador Moctezuma y quemó en la hoguera a Cuauthémoc, su sucesor; el imperio inca del Perú se vino abajo el día en que Francisco Pizarro hizo asesinar a Atahualpa. Esas tiranías indígenas teocráticas tenían pies de barro, mientras que en Chile la muerte de Lautaro, el martirio de Galvarino, Caupolicán y otros toquis y loncos no acabaron con la resistencia. ¿Por qué?
Porque los mapuches vivían en comunidades dispersas y pacíficas en una galaxia comparable a la de los estudiantes de hoy, repartidos en colegios, escuelas, sedes, universidades. Cuando los incas pasaron al sur del Maule y el día en que los españoles pisaron sus territorios, los mapuches se alzaron como una ola incontenible. Dos gobernadores y 30.000 soldados españoles perdieron la vida en esa guerra, más que en la conquista de todo el resto de América… ¡Del lado mapuche murieron 200 mil!
Los conquistadores creían que los “indios aucas” los recibirían agradecidos, así como la dictadura y los gobiernos de la Concertación que siguieron creían que los colegios y universidades estaban bajo control para siempre. “Hemos ampliado la educación y otorgado préstamos y becas, ¿qué más quieren?” La Concertación no entendió que el estallido de los pingüinos era el anticipo de la tormenta de ahora. Del mismo modo que los estudiantes, los mapuches eran flexibles. Después de una derrota, los sobrevivientes se replegaban al fondo de los bosques y las madres preparaban a una nueva generación de conas para que fueran más certeros en el próximo alzamiento. Los estudiantes de hoy han sacado enseñanzas del movimiento de los pingüinos y saben que la solución no puede provenir de un mero plan del gobierno o de leyes aprobadas a sus espaldas.
Sin reyes ni tiranos, ante el peligro los loncos mapuches ventilaban sus opiniones en un parlamento que duraba varios días. Ercilla, el español que los admiraba, escribe en su poema La Araucana: “En el valle de Ongolmo congregados / los dieciséis caciques araucanos / y algunos capitanes señalados / de los interesados comarcanos, / todos en general deliberados / de venir con nosotros a las manos; / sobre el lugar, el tiempo y aparejo, / entraron los caciques en consejo.”
Los impacientes como Tucapel querían cruzar el océano para aniquilar a España misma, mientras el anciano Colocolo moderaba los ánimos. Definida la estrategia, los loncos elegían al líder física y mentalmente fuerte que los dirigiría en la guerra. Rubén Darío exaltó la singular democracia mapuche al describir la prueba del tronco en su poema Caupolicán: “Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día, / le vio la tarde pálida, le vio la noche fría, / y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán. // ‘¡El Toqui, el Toqui!’, clama la conmovida casta. / Anduvo, anduvo, anduvo. La Aurora dijo: ‘Basta’, / e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.”
Acabado el debate, las tropas de todos los mapus quedaban bajo el mando del generalísimo. Así Lautaro derrotó y dio muerte al conquistador Pedro de Valdivia y, medio siglo más tarde, Pelantaro arrinconó al gobernador Martín García Óñez de Loyola, lo venció y le dio muerte en la batalla de Curalaba, en 1598. El butamalón victorioso dirigido por Pelantaro destruyó las “siete ciudades de arriba” fundadas por los españoles en la Araucanía y liberó una amplia zona que permaneció independiente hasta la invasión republicana de los años 60 del siglo XIX. El autor de estas líneas ha descrito así la junta de la victoria convocada por Pelantaro: “Los veo por fin: los tres mil caciques están aquí sentados en el suelo del enorme anfiteatro. En la luminosidad reseca de esta mañana, su butacoyag es la abigarrada dieta general del reino. De pie entre las dos puntas de la asamblea en forma de herradura, los cuatro toquis de la tetrarquía lucen su altivez.”
Al estilo mapuche, el butamalón de los estudiantes universitarios y secundarios se ha gestado en elecciones y asambleas realizadas en los distintos establecimientos. Como nuestros ancestros indígenas, los dirigentes estudiantiles dan pruebas de decisión y flexibilidad, apoyados por la mayoría de los chilenos.
Durante la guerra de la Araucanía, los sacerdotes y poetas españoles criticaban la crueldad del ejército conquistador. Sobre el suplicio de Caupolicán, Ercilla escribió: “… que si yo a la sazón allí estuviera / la cruda ejecución se suspendiera”. El jesuita Luis de Valdivia propiciaba la guerra defensiva, mientras los frailes dominicos negaban la extremaunción a los soldados españoles que caían en esa guerra injusta. El padre Juan Barba, magnífico personaje de nuestra historia, dio el paso más osado y se sumó con la cruz y la espada al butamalón de Pelantaro.
Los mapuches eran pragmáticos y entre dos combates negociaban con las autoridades españolas, torpes y debilitadas como el actual gobierno de Chile, a las que arrancaron 28 tratados que reconocían sus derechos. Hoy, las huestes estudiantiles desplegadas están resueltas a conquistar una victoria que no consista en parches y paños tibios, sino en una real transformación de la educación chilena. Guiada por el interés público y no por el lucro, esa educación ha de ser la que el país necesita: moderna, de alta calidad, no discriminatoria, abierta a todos.
Como los toquis del pasado, los líderes estudiantiles gozan de autoridad y prestigio. Entre ellos sobresale una mujer, heredera de Yanequeo, la que se puso a la cabeza de las falanges mapuches con estas palabras citadas por el jesuita Diego de Rosales: “Yo seré la primera en los peligros y la última que de ellos me retire”.
En estos días los estudiantes han puesto en jaque al Gobierno y conmovido a la sociedad. Hace más de cuatro siglos los mapuches arrinconaron a los ejércitos de España, el imperio más poderoso del planeta, y recuperaron los territorios de la Frontera. Sólo fueron desalojados dos siglos y medio más tarde por los cañones del ejército de la República. ¿Qué fuerza hermana a los estudiantes de hoy y los mapuches de antaño?
Ante todo, la seguridad de la justicia de su causa y la decisión de hacer todos los sacrificios necesarios para conseguir la victoria. Los mapuches preferían morir luchando a ser esclavizados; los estudiantes han preferido poner en peligro un año de estudios, afrontar la furia de Carabineros y arriesgar la salud en huelga de hambre, antes que seguir inmersos en un sistema educacional discriminatorio y retrógrado.
El imperio azteca se derrumbó en México cuando Hernán Cortés apresó al emperador Moctezuma y quemó en la hoguera a Cuauthémoc, su sucesor; el imperio inca del Perú se vino abajo el día en que Francisco Pizarro hizo asesinar a Atahualpa. Esas tiranías indígenas teocráticas tenían pies de barro, mientras que en Chile la muerte de Lautaro, el martirio de Galvarino, Caupolicán y otros toquis y loncos no acabaron con la resistencia. ¿Por qué?
Porque los mapuches vivían en comunidades dispersas y pacíficas en una galaxia comparable a la de los estudiantes de hoy, repartidos en colegios, escuelas, sedes, universidades. Cuando los incas pasaron al sur del Maule y el día en que los españoles pisaron sus territorios, los mapuches se alzaron como una ola incontenible. Dos gobernadores y 30.000 soldados españoles perdieron la vida en esa guerra, más que en la conquista de todo el resto de América… ¡Del lado mapuche murieron 200 mil!
Los conquistadores creían que los “indios aucas” los recibirían agradecidos, así como la dictadura y los gobiernos de la Concertación que siguieron creían que los colegios y universidades estaban bajo control para siempre. “Hemos ampliado la educación y otorgado préstamos y becas, ¿qué más quieren?” La Concertación no entendió que el estallido de los pingüinos era el anticipo de la tormenta de ahora. Del mismo modo que los estudiantes, los mapuches eran flexibles. Después de una derrota, los sobrevivientes se replegaban al fondo de los bosques y las madres preparaban a una nueva generación de conas para que fueran más certeros en el próximo alzamiento. Los estudiantes de hoy han sacado enseñanzas del movimiento de los pingüinos y saben que la solución no puede provenir de un mero plan del gobierno o de leyes aprobadas a sus espaldas.
Sin reyes ni tiranos, ante el peligro los loncos mapuches ventilaban sus opiniones en un parlamento que duraba varios días. Ercilla, el español que los admiraba, escribe en su poema La Araucana: “En el valle de Ongolmo congregados / los dieciséis caciques araucanos / y algunos capitanes señalados / de los interesados comarcanos, / todos en general deliberados / de venir con nosotros a las manos; / sobre el lugar, el tiempo y aparejo, / entraron los caciques en consejo.”
Los impacientes como Tucapel querían cruzar el océano para aniquilar a España misma, mientras el anciano Colocolo moderaba los ánimos. Definida la estrategia, los loncos elegían al líder física y mentalmente fuerte que los dirigiría en la guerra. Rubén Darío exaltó la singular democracia mapuche al describir la prueba del tronco en su poema Caupolicán: “Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día, / le vio la tarde pálida, le vio la noche fría, / y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán. // ‘¡El Toqui, el Toqui!’, clama la conmovida casta. / Anduvo, anduvo, anduvo. La Aurora dijo: ‘Basta’, / e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.”
Acabado el debate, las tropas de todos los mapus quedaban bajo el mando del generalísimo. Así Lautaro derrotó y dio muerte al conquistador Pedro de Valdivia y, medio siglo más tarde, Pelantaro arrinconó al gobernador Martín García Óñez de Loyola, lo venció y le dio muerte en la batalla de Curalaba, en 1598. El butamalón victorioso dirigido por Pelantaro destruyó las “siete ciudades de arriba” fundadas por los españoles en la Araucanía y liberó una amplia zona que permaneció independiente hasta la invasión republicana de los años 60 del siglo XIX. El autor de estas líneas ha descrito así la junta de la victoria convocada por Pelantaro: “Los veo por fin: los tres mil caciques están aquí sentados en el suelo del enorme anfiteatro. En la luminosidad reseca de esta mañana, su butacoyag es la abigarrada dieta general del reino. De pie entre las dos puntas de la asamblea en forma de herradura, los cuatro toquis de la tetrarquía lucen su altivez.”
Al estilo mapuche, el butamalón de los estudiantes universitarios y secundarios se ha gestado en elecciones y asambleas realizadas en los distintos establecimientos. Como nuestros ancestros indígenas, los dirigentes estudiantiles dan pruebas de decisión y flexibilidad, apoyados por la mayoría de los chilenos.
Durante la guerra de la Araucanía, los sacerdotes y poetas españoles criticaban la crueldad del ejército conquistador. Sobre el suplicio de Caupolicán, Ercilla escribió: “… que si yo a la sazón allí estuviera / la cruda ejecución se suspendiera”. El jesuita Luis de Valdivia propiciaba la guerra defensiva, mientras los frailes dominicos negaban la extremaunción a los soldados españoles que caían en esa guerra injusta. El padre Juan Barba, magnífico personaje de nuestra historia, dio el paso más osado y se sumó con la cruz y la espada al butamalón de Pelantaro.
Los mapuches eran pragmáticos y entre dos combates negociaban con las autoridades españolas, torpes y debilitadas como el actual gobierno de Chile, a las que arrancaron 28 tratados que reconocían sus derechos. Hoy, las huestes estudiantiles desplegadas están resueltas a conquistar una victoria que no consista en parches y paños tibios, sino en una real transformación de la educación chilena. Guiada por el interés público y no por el lucro, esa educación ha de ser la que el país necesita: moderna, de alta calidad, no discriminatoria, abierta a todos.
Como los toquis del pasado, los líderes estudiantiles gozan de autoridad y prestigio. Entre ellos sobresale una mujer, heredera de Yanequeo, la que se puso a la cabeza de las falanges mapuches con estas palabras citadas por el jesuita Diego de Rosales: “Yo seré la primera en los peligros y la última que de ellos me retire”.
3 de octubre de 2011
Radio Moscú salvaba vidas: Respuestas a un cuestionario de prensa sobre José Miguel Varas
Por Eduardo Labarca
- ¿Cómo era el trabajo diario con José Miguel Varas en la radio?
El trabajo se realizaba en una oficina en el 9.o piso del llamado Radiokomitet de la URSS, comité de la radio y televisión, que era una especie de ministerio como en Chile el consejo de la cultura. El número de periodistas chilenos fluctuó a lo largo de los años con diversas rotaciones, pero éramos por lo menos cuatro. Varas fue el que estuvo de comienzo a fin, 14 años; yo estuve 8. Había dos o tres locutores chilenos que también se rotaron y sucedieron, en mi tiempo: Arturo Vergara, estudiante, el actor Pepe Secall, René Largo Farías, gran hombre de radio asesinado en Chile, quienes leían junto con Katia Olevskaya, la inolvidable locutora rusa en español muerta hace dos o tres años.
El programa lo dirigía oficialmente Guennadi Sperski, periodista ruso fallecido este año, pero no era una jefatura estricta, pues teníamos mucha autonomía. Escucha Chile era un programa excepcional, pues a diferencia de los demás programas de Radio Moscú en lenguas extranjeras, que se centraban en los temas de la URSS, el nuestro era "chileno", basado en los hechos y realidad de nuestro país y dirigido a Chile.
La hora oficial de llegada a la pega era las 9 de la mañana, pero flexible. Además, teniendo en cuenta la diferencia de hora, hacíamos turnos de noche para incluir las últimas noticias, además de turnos de fin de semana como en cualquier medio. Varas, que siempre fue madrugador, solía llegar mucho más temprano a leerse los cables y escribir alguna nota. Con excepción de las entrevistas, todo era por escrito: noticias, crónicas, comentarios, programas especiales. A diferencia de otras transmisiones internacionales que se traducían del ruso a los idiomas correspondientes, escribíamos directamente en español. Teníamos que llenar dos horas frescas de programa, que se transmitían dos veces, en total 4 horas en antena. El trabajo era enorme, a veces yo escribía 20 cuartillas en un día.
JM Varas era el hombre clave del equipo: había sido locutor y periodista de radio desde muy joven y tenía mucha experiencia en la materia. Escribía a altísima velocidad y con gran concentración y creo que era el que más cuartillas sacaba. Además, encabezaba el equipo chileno con el título eufemístico de “encargado” o “responsable”, por lo que tenía que relacionarse con los dueños de casa para diversos asuntos periodísticos, administrativos, reemplazos, vacaciones, programación de viajes etc. Era un hombre de pocas palabras, de un humor muy agudo y trato afable. Nunca lo vi pelear con nadie, en el trabajo era un compañero más. Varas no daba órdenes, a lo más sugería o proponía, pero su palabra pesaba mucho. Creo recordar que los martes hacíamos la reunión de pauta semanal, ya que los lunes descansaba el que había tenido turno el fin de semana. Acercábamos las sillas al escritorio de Varas y las cosas se resolvían rápidamente y se distribuían las tareas. Además, existían unas reuniones ultrarrápidas que los rusos llamaban "letushka", que se hacían en cualquier momento, no más de cinco minutos. Pero además, en la oficina, en el café y en las reuniones sociales y familiares hablábamos obsesivamente de Chile y de nuestro trabajo.
Además de Escucha Chile existía un programa llamado Radio Magallanes, pero en el fondo formaban una misma cosa. Pasábamos el día prácticamente en la radio. Había varios kioscos de café en diversos pisos donde preparaban café de máquina bastante suave, por lo que pedíamos un "dvainoi" (doble). Almorzábamos en la excelente cafetería de la planta baja, que había sido premiada como la mejor de Moscú. Muchas veces coincidía con José Miguel, pero por una especie de acuerdo tácito que nunca mencionamos, nos sentábamos en mesas diferentes, cada uno solo. La intención era desengancharnos un rato del tema de Chile, porque si nos sentábamos juntos íbamos a hablar inevitablemente del trabajo. Necesitábamos un poco de soledad para descansar la mente. José Miguel a veces se llevaba un libro de literatura y almorzaba solitario leyendo. Por el tipo de comida contundente, especial para los inviernos de 20 grados bajo cero, con bastante materia grasa y crema de leche ("smetana", creama ácida, que le ponían a la sopa y a muchos platos), mantequilla (corrientemente derretida para rociar algunos guisos), cecinas, paté etc., todos al comienzo engordamos. José Miguel le hacía honor al sobrenombre de "guatón Varas" que había tenido en Chile. Una vez él y yo hicimos un pacto para adelgazar: yo reduje sustancialmente el consumo de calorías y grasa y bajé unos cinco kilos, él era muy tentado y a lo más bajó dos.
- ¿Cuál era la red de contactos que tenían con Chile? ¿Cómo estaban tan informados de lo que pasaba en la dictadura chilena?
La red se fue armando con el tiempo y tenía diversos componentes. En la sala de teletipos del Radiokomitet se recibían los servicios de todas las grandes agencias de noticias del mundo, incluidas las de EEUU y países occidentales, y nos entregaban todos los cables de Chile y sobre Chile, que eran un montón. Además recibíamos con bastante rapidez los diarios chilenos a través de un puente entre SAS y Aeroflot en Finlandia. Sobre nuestros escritorios teníamos El Mercurio, La 3a, La 2a y las revistas chilenas con olor a tinta.
Una de las fuentes permanentes y principales eran los exiliados. Había chilenos en más de 40 países y todos, por alguna vía (parientes, cartas, teléfono, viajes) mantenían contactos con Chile y recibían noticias. En muchos de esos países teníamos corresponsales, periodistas profesionales o aficionados, con los que manteníamos contacto telefónico, pues estábamos facultados para hacer llamadas internacionales. Los exiliados oían Escucha Chile y estaban muy sensibilizados, de modo que cuando recibían una noticia se apresuraban a comunicarla a los corresponsales o por alguna vía.
Cada vez que a un país llegaban nuevos refugiados, a menudo salidos de las cárceles y campos de prisioneros, los dirigentes del exilio en ese lugar les hacían una especie de "debriefing", una reunión para que contaran sus experiencias y las novedades que traían. Nuestros corresponsales nos transmitían esa información y testimonios por escrito o grabados, y cuando el tema era de alta importancia a veces el exiliado recién llegado viajaba a Moscú o nosotros viajábamos a entrevistarlo, como me tocó a mí ir a Inglaterra y Escocia a entrevistar durante dos semanas a 22 oficiales y suboficiales que habían sido torturados y expulsados de las FFAA. Esas entrevistas grabadas nos dieron material para más de tres meses. Para los viajes la radio nos daba los pasajes, generalmente en Aeroflot, y habitualmente nos alojábamos en casa de chilenos.
Fuente muy importante era la Comisión Internacional Investigadora de los Crímenes del Régimen Militar de Chile que reunía testimonios y declaraciones que luego nos llegaban por teléfono o teletipo. Varias veces al año se realizaban conferencias de solidaridad en diversos países y allá viajaba un periodista de Escucha Chile a reportear y hacer entrevistas. La Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Ginebra daba también mucho material, pues cuando se trataba el tema de Chile llegaban allí a prestar testimonio las víctimas de las violaciones a los derechos humanos. Los abogados de derechos humanos hacían llegar a Ginebra los testimonios recogidos por la Vicaría de la Solidaridad y los textos de las denuncias y recursos de amparo presentados ante la justicia, materiales que nosotros dábamos a conocer.
Con el tiempo, los partidos --PC, PS, MAPU-- desarrollaron canales entre sus aparatos de Chile y del exilio, por los que circulaban informaciones sobre detenciones, desapariciones, protestas, etc. e incluso entrevistas grabadas en casete, que nosotros transmitíamos.
Ocasionalmente llamábamos directamente a Chile en forma abierta, identificándonos como programa Escucha Chile, a algún medio de prensa u organismo público. Se llevaban tremenda sorpresa, no sabían si era en serio o en broma, pero por las dudas siempre contestaban correctamente. Yo llamé una vez directamente al campo de prisioneros de Ritoque y pedí hablar con el jefe comunista Luis Corvalán, que estaba preso allí, para comunicarle que había recibido el Premio Lenin de la Paz: por supuesto no lo llamaron al teléfono, pero la grabación la transmitimos al aire. Cuando hubo un conflicto entre Pinochet y el comandante de la FACH Gustavo Leigh, llamamos varias veces a los diarios chilenos, Mercurio, 3a etc, para preguntar las últimas noticias y nuestros colegas nos contaron las novedades.
La repercusión e importancia de Escucha Chile se debió a la propia dictadura: la censura total creaba avidez de noticias y la manera de informarse era Radio Moscú. La transmisión era potentísima y se oía claramente.
- ¿Hasta qué punto controlaba el Partido Comunista los contenidos de Escucha Chile?
Los periodistas éramos comunistas y eso determinaba la orientación del programa. Pero el Partido Comunista sabía que actuando solo no iba a derrotar a la dictadura, por lo que desde el comienzo se pronunció por un abanico opositor muy amplio, que abarcara desde la izquierda hasta la DC e incluso más allá, a sectores de derecha y empresariales que se distanciaban de la dictadura. Por eso dedicábamos muchos esfuerzos a tomar contacto con todos esos partidos, grupos, movimientos y personas y a darles tribuna. Entre los dirigentes políticos que hablaban semanalmente por Escucha Chile estaban Volodia Teitelboim, comunista; Jaime Suárez, socialista; durante un tiempo Jaime Estévez, del MAPU, que vivían en Moscú. Transmitíamos constantemente entrevistas o declaraciones de radicales como Hugo Miranda y Edgardo Enríquez; democratacristianos como Andrés Zaldívar, Jaime Castillo Velasco y Gabriel Valdés, y a veces de miristas. La voz de Hortensia Bussi, la viuda de Allende, se oyó infinitas veces en nuestro programa.
Creo que Escucha Chile no habría tenido el impacto que todos reconocen si hubiese sido un boletín del Partido Comunista. El mérito es que conseguimos hacer un programa en el que se sentían interpretados todos los chilenos que querían un retorno a la democracia.
- Fuera de la radio, ¿cómo era la vida diario en Moscú? ¿Se juntaban continuamente con Varas?
Éramos funcionarios de Radio Moscú pagados en rublos y vivíamos en departamentos bastante sencillos que nos proporcionaba la propia radio. Nuestra condición de vida se parecía a la de un periodista soviético corriente. Para comprar hacíamos las mismas colas que todo el mundo y nuestros hijos iban gratuitamente a los mismos jardines infantiles y escuelas que los del país. Por cierto, vivíamos obsesionados por la situación y las noticias de Chile, lo que representaba un considerable desgaste emocional, especialmente cuando pasaban por nuestras manos los testimonios terribles de torturas, asesinatos y desapariciones. Los chilenos éramos en Moscú un grupo pequeño y nos reuníamos mucho entre nosotros, sin perjuicio de las relaciones y amistad que cada cual fue desarrollando con personas del país.
La casa de José Miguel Varas y de Iris, su mujer, era algo así como la casa de los chilenos, en la que se celebraban recibimientos, despedidas, encuentros con compatriotas de paso. En casa de los Varas y en otras casas celebrábamos el Dieciocho y diversas fiestas con vodka, tinto moldavo, rumano o búlgaro, vinos blancos de Georgia (entonces república de la URSS) como los famosos Tsinandali y Mukusani, y de vez en cuando alguien se animaba a hacer empanadas. José Miguel Varas era un portento de los idiomas y fue uno de los que mejor aprendió ruso e hizo muchos amigos entre gente del país. Aunque él no se daba ninguna ínfula, de algún modo José Miguel era visto por los periodistas y locutores rusos y de otras nacionalidades de Radio Moscú como una especie de patriarca de los chilenos, y pienso que era así.
En la URSS el tema de Chile estaba a tope y cada vez que en nuestro país había un acontecimiento importante llamaban a Varas o a mí para que participáramos en el noticiario principal de la noche de la TV. El rostro de José Miguel y el mío llegaron a ser conocidos entre el público. Había infinitos actos de solidaridad con Chile en teatros, fábricas, universidades, escuelas, koljoses etc., impulsados por las autoridades soviéticas. Los chilenos éramos invitados y teníamos que hablar en público, nos tocaba a todos. Varas se tiraba incluso sus parrafadas en ruso, yo lo hacía con intérprete.
Quiero insistir en que Radio Moscú salvaba vidas. El centro de nuestra actividad y el motor del contacto con Chile eran los derechos humanos. Cuando la Dina hacía redadas o secuestraba a una persona, la familia, los compañeros, los vecinos, los abogados, las ONG de derechos humanos etc. que funcionaban en Chile se apresuraban a canalizar la noticia hacia Radio Moscú, con la esperanza de que la divulgación impidiera que las personas secuestradas fueran asesinadas. Era una carrera desesperada, se sabía que a esas personas las estaban torturando. Para que la noticia saliera, desde Chile llamaban por teléfono a parientes o conocidos en Argentina, Canadá, Suecia o cualquier país para pedir que se comunicaran con nosotros y nos dieran la información. En los distintos países la alerta circulaba instantáneamente y llegaba a los dirigentes del exilio, iglesias, comités de solidaridad, parlamentarios locales, etc. y alguien nos llamaba, o avisaba a nuestros corresponsales, o mandaba la noticia a través de los partidos etc. Sonaba el teléfono, pedían que los llamáramos de vuelta y nos comunicaban la información. A veces la noticia la dábamos esa misma noche, en otras ocasiones, debido a la complejidad de los canales de comunicación, la información tardó y, en algunos casos trágicos, no alcanzó a llegar a tiempo. A la vez de algún modo en Chile o el extranjero la noticia llegaba a las agencias de prensa. Nosotros repetíamos una y otra vez los nombres de los presos y desaparecidos y la lista negra de los torturadores cuyas identidades se iban conociendo.
- ¿Cómo era el trabajo diario con José Miguel Varas en la radio?
El trabajo se realizaba en una oficina en el 9.o piso del llamado Radiokomitet de la URSS, comité de la radio y televisión, que era una especie de ministerio como en Chile el consejo de la cultura. El número de periodistas chilenos fluctuó a lo largo de los años con diversas rotaciones, pero éramos por lo menos cuatro. Varas fue el que estuvo de comienzo a fin, 14 años; yo estuve 8. Había dos o tres locutores chilenos que también se rotaron y sucedieron, en mi tiempo: Arturo Vergara, estudiante, el actor Pepe Secall, René Largo Farías, gran hombre de radio asesinado en Chile, quienes leían junto con Katia Olevskaya, la inolvidable locutora rusa en español muerta hace dos o tres años.
El programa lo dirigía oficialmente Guennadi Sperski, periodista ruso fallecido este año, pero no era una jefatura estricta, pues teníamos mucha autonomía. Escucha Chile era un programa excepcional, pues a diferencia de los demás programas de Radio Moscú en lenguas extranjeras, que se centraban en los temas de la URSS, el nuestro era "chileno", basado en los hechos y realidad de nuestro país y dirigido a Chile.
La hora oficial de llegada a la pega era las 9 de la mañana, pero flexible. Además, teniendo en cuenta la diferencia de hora, hacíamos turnos de noche para incluir las últimas noticias, además de turnos de fin de semana como en cualquier medio. Varas, que siempre fue madrugador, solía llegar mucho más temprano a leerse los cables y escribir alguna nota. Con excepción de las entrevistas, todo era por escrito: noticias, crónicas, comentarios, programas especiales. A diferencia de otras transmisiones internacionales que se traducían del ruso a los idiomas correspondientes, escribíamos directamente en español. Teníamos que llenar dos horas frescas de programa, que se transmitían dos veces, en total 4 horas en antena. El trabajo era enorme, a veces yo escribía 20 cuartillas en un día.
JM Varas era el hombre clave del equipo: había sido locutor y periodista de radio desde muy joven y tenía mucha experiencia en la materia. Escribía a altísima velocidad y con gran concentración y creo que era el que más cuartillas sacaba. Además, encabezaba el equipo chileno con el título eufemístico de “encargado” o “responsable”, por lo que tenía que relacionarse con los dueños de casa para diversos asuntos periodísticos, administrativos, reemplazos, vacaciones, programación de viajes etc. Era un hombre de pocas palabras, de un humor muy agudo y trato afable. Nunca lo vi pelear con nadie, en el trabajo era un compañero más. Varas no daba órdenes, a lo más sugería o proponía, pero su palabra pesaba mucho. Creo recordar que los martes hacíamos la reunión de pauta semanal, ya que los lunes descansaba el que había tenido turno el fin de semana. Acercábamos las sillas al escritorio de Varas y las cosas se resolvían rápidamente y se distribuían las tareas. Además, existían unas reuniones ultrarrápidas que los rusos llamaban "letushka", que se hacían en cualquier momento, no más de cinco minutos. Pero además, en la oficina, en el café y en las reuniones sociales y familiares hablábamos obsesivamente de Chile y de nuestro trabajo.
Además de Escucha Chile existía un programa llamado Radio Magallanes, pero en el fondo formaban una misma cosa. Pasábamos el día prácticamente en la radio. Había varios kioscos de café en diversos pisos donde preparaban café de máquina bastante suave, por lo que pedíamos un "dvainoi" (doble). Almorzábamos en la excelente cafetería de la planta baja, que había sido premiada como la mejor de Moscú. Muchas veces coincidía con José Miguel, pero por una especie de acuerdo tácito que nunca mencionamos, nos sentábamos en mesas diferentes, cada uno solo. La intención era desengancharnos un rato del tema de Chile, porque si nos sentábamos juntos íbamos a hablar inevitablemente del trabajo. Necesitábamos un poco de soledad para descansar la mente. José Miguel a veces se llevaba un libro de literatura y almorzaba solitario leyendo. Por el tipo de comida contundente, especial para los inviernos de 20 grados bajo cero, con bastante materia grasa y crema de leche ("smetana", creama ácida, que le ponían a la sopa y a muchos platos), mantequilla (corrientemente derretida para rociar algunos guisos), cecinas, paté etc., todos al comienzo engordamos. José Miguel le hacía honor al sobrenombre de "guatón Varas" que había tenido en Chile. Una vez él y yo hicimos un pacto para adelgazar: yo reduje sustancialmente el consumo de calorías y grasa y bajé unos cinco kilos, él era muy tentado y a lo más bajó dos.
- ¿Cuál era la red de contactos que tenían con Chile? ¿Cómo estaban tan informados de lo que pasaba en la dictadura chilena?
La red se fue armando con el tiempo y tenía diversos componentes. En la sala de teletipos del Radiokomitet se recibían los servicios de todas las grandes agencias de noticias del mundo, incluidas las de EEUU y países occidentales, y nos entregaban todos los cables de Chile y sobre Chile, que eran un montón. Además recibíamos con bastante rapidez los diarios chilenos a través de un puente entre SAS y Aeroflot en Finlandia. Sobre nuestros escritorios teníamos El Mercurio, La 3a, La 2a y las revistas chilenas con olor a tinta.
Una de las fuentes permanentes y principales eran los exiliados. Había chilenos en más de 40 países y todos, por alguna vía (parientes, cartas, teléfono, viajes) mantenían contactos con Chile y recibían noticias. En muchos de esos países teníamos corresponsales, periodistas profesionales o aficionados, con los que manteníamos contacto telefónico, pues estábamos facultados para hacer llamadas internacionales. Los exiliados oían Escucha Chile y estaban muy sensibilizados, de modo que cuando recibían una noticia se apresuraban a comunicarla a los corresponsales o por alguna vía.
Cada vez que a un país llegaban nuevos refugiados, a menudo salidos de las cárceles y campos de prisioneros, los dirigentes del exilio en ese lugar les hacían una especie de "debriefing", una reunión para que contaran sus experiencias y las novedades que traían. Nuestros corresponsales nos transmitían esa información y testimonios por escrito o grabados, y cuando el tema era de alta importancia a veces el exiliado recién llegado viajaba a Moscú o nosotros viajábamos a entrevistarlo, como me tocó a mí ir a Inglaterra y Escocia a entrevistar durante dos semanas a 22 oficiales y suboficiales que habían sido torturados y expulsados de las FFAA. Esas entrevistas grabadas nos dieron material para más de tres meses. Para los viajes la radio nos daba los pasajes, generalmente en Aeroflot, y habitualmente nos alojábamos en casa de chilenos.
Fuente muy importante era la Comisión Internacional Investigadora de los Crímenes del Régimen Militar de Chile que reunía testimonios y declaraciones que luego nos llegaban por teléfono o teletipo. Varias veces al año se realizaban conferencias de solidaridad en diversos países y allá viajaba un periodista de Escucha Chile a reportear y hacer entrevistas. La Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en Ginebra daba también mucho material, pues cuando se trataba el tema de Chile llegaban allí a prestar testimonio las víctimas de las violaciones a los derechos humanos. Los abogados de derechos humanos hacían llegar a Ginebra los testimonios recogidos por la Vicaría de la Solidaridad y los textos de las denuncias y recursos de amparo presentados ante la justicia, materiales que nosotros dábamos a conocer.
Con el tiempo, los partidos --PC, PS, MAPU-- desarrollaron canales entre sus aparatos de Chile y del exilio, por los que circulaban informaciones sobre detenciones, desapariciones, protestas, etc. e incluso entrevistas grabadas en casete, que nosotros transmitíamos.
Ocasionalmente llamábamos directamente a Chile en forma abierta, identificándonos como programa Escucha Chile, a algún medio de prensa u organismo público. Se llevaban tremenda sorpresa, no sabían si era en serio o en broma, pero por las dudas siempre contestaban correctamente. Yo llamé una vez directamente al campo de prisioneros de Ritoque y pedí hablar con el jefe comunista Luis Corvalán, que estaba preso allí, para comunicarle que había recibido el Premio Lenin de la Paz: por supuesto no lo llamaron al teléfono, pero la grabación la transmitimos al aire. Cuando hubo un conflicto entre Pinochet y el comandante de la FACH Gustavo Leigh, llamamos varias veces a los diarios chilenos, Mercurio, 3a etc, para preguntar las últimas noticias y nuestros colegas nos contaron las novedades.
La repercusión e importancia de Escucha Chile se debió a la propia dictadura: la censura total creaba avidez de noticias y la manera de informarse era Radio Moscú. La transmisión era potentísima y se oía claramente.
- ¿Hasta qué punto controlaba el Partido Comunista los contenidos de Escucha Chile?
Los periodistas éramos comunistas y eso determinaba la orientación del programa. Pero el Partido Comunista sabía que actuando solo no iba a derrotar a la dictadura, por lo que desde el comienzo se pronunció por un abanico opositor muy amplio, que abarcara desde la izquierda hasta la DC e incluso más allá, a sectores de derecha y empresariales que se distanciaban de la dictadura. Por eso dedicábamos muchos esfuerzos a tomar contacto con todos esos partidos, grupos, movimientos y personas y a darles tribuna. Entre los dirigentes políticos que hablaban semanalmente por Escucha Chile estaban Volodia Teitelboim, comunista; Jaime Suárez, socialista; durante un tiempo Jaime Estévez, del MAPU, que vivían en Moscú. Transmitíamos constantemente entrevistas o declaraciones de radicales como Hugo Miranda y Edgardo Enríquez; democratacristianos como Andrés Zaldívar, Jaime Castillo Velasco y Gabriel Valdés, y a veces de miristas. La voz de Hortensia Bussi, la viuda de Allende, se oyó infinitas veces en nuestro programa.
Creo que Escucha Chile no habría tenido el impacto que todos reconocen si hubiese sido un boletín del Partido Comunista. El mérito es que conseguimos hacer un programa en el que se sentían interpretados todos los chilenos que querían un retorno a la democracia.
- Fuera de la radio, ¿cómo era la vida diario en Moscú? ¿Se juntaban continuamente con Varas?
Éramos funcionarios de Radio Moscú pagados en rublos y vivíamos en departamentos bastante sencillos que nos proporcionaba la propia radio. Nuestra condición de vida se parecía a la de un periodista soviético corriente. Para comprar hacíamos las mismas colas que todo el mundo y nuestros hijos iban gratuitamente a los mismos jardines infantiles y escuelas que los del país. Por cierto, vivíamos obsesionados por la situación y las noticias de Chile, lo que representaba un considerable desgaste emocional, especialmente cuando pasaban por nuestras manos los testimonios terribles de torturas, asesinatos y desapariciones. Los chilenos éramos en Moscú un grupo pequeño y nos reuníamos mucho entre nosotros, sin perjuicio de las relaciones y amistad que cada cual fue desarrollando con personas del país.
La casa de José Miguel Varas y de Iris, su mujer, era algo así como la casa de los chilenos, en la que se celebraban recibimientos, despedidas, encuentros con compatriotas de paso. En casa de los Varas y en otras casas celebrábamos el Dieciocho y diversas fiestas con vodka, tinto moldavo, rumano o búlgaro, vinos blancos de Georgia (entonces república de la URSS) como los famosos Tsinandali y Mukusani, y de vez en cuando alguien se animaba a hacer empanadas. José Miguel Varas era un portento de los idiomas y fue uno de los que mejor aprendió ruso e hizo muchos amigos entre gente del país. Aunque él no se daba ninguna ínfula, de algún modo José Miguel era visto por los periodistas y locutores rusos y de otras nacionalidades de Radio Moscú como una especie de patriarca de los chilenos, y pienso que era así.
En la URSS el tema de Chile estaba a tope y cada vez que en nuestro país había un acontecimiento importante llamaban a Varas o a mí para que participáramos en el noticiario principal de la noche de la TV. El rostro de José Miguel y el mío llegaron a ser conocidos entre el público. Había infinitos actos de solidaridad con Chile en teatros, fábricas, universidades, escuelas, koljoses etc., impulsados por las autoridades soviéticas. Los chilenos éramos invitados y teníamos que hablar en público, nos tocaba a todos. Varas se tiraba incluso sus parrafadas en ruso, yo lo hacía con intérprete.
Quiero insistir en que Radio Moscú salvaba vidas. El centro de nuestra actividad y el motor del contacto con Chile eran los derechos humanos. Cuando la Dina hacía redadas o secuestraba a una persona, la familia, los compañeros, los vecinos, los abogados, las ONG de derechos humanos etc. que funcionaban en Chile se apresuraban a canalizar la noticia hacia Radio Moscú, con la esperanza de que la divulgación impidiera que las personas secuestradas fueran asesinadas. Era una carrera desesperada, se sabía que a esas personas las estaban torturando. Para que la noticia saliera, desde Chile llamaban por teléfono a parientes o conocidos en Argentina, Canadá, Suecia o cualquier país para pedir que se comunicaran con nosotros y nos dieran la información. En los distintos países la alerta circulaba instantáneamente y llegaba a los dirigentes del exilio, iglesias, comités de solidaridad, parlamentarios locales, etc. y alguien nos llamaba, o avisaba a nuestros corresponsales, o mandaba la noticia a través de los partidos etc. Sonaba el teléfono, pedían que los llamáramos de vuelta y nos comunicaban la información. A veces la noticia la dábamos esa misma noche, en otras ocasiones, debido a la complejidad de los canales de comunicación, la información tardó y, en algunos casos trágicos, no alcanzó a llegar a tiempo. A la vez de algún modo en Chile o el extranjero la noticia llegaba a las agencias de prensa. Nosotros repetíamos una y otra vez los nombres de los presos y desaparecidos y la lista negra de los torturadores cuyas identidades se iban conociendo.
Varas, humano y asombroso
Por Eduardo labarca, desde Viena
Los muertos a la distancia parece que murieran dos veces: cuando se apagan y cuando es imposible viajar a despedirlos, como me sucede en Europa donde me entero de la partida de José Miguel Varas, personaje entrañable y singular.
La singularidad de Varas consistía en que ocupaba un espacio grande a pesar del laconismo en que se cobijaba. Nunca le oí una tirada de más de dos o tres minutos, pero creaba en derredor un ambiente que estimulaba a los demás a expresarse a sus anchas. A él le bastaba con encajar una reflexión instantánea, un juego de palabras, un recuerdo curioso, una alusión densa o divertida para dar vuelo inesperado a un intercambio imaginativo, enriquecedor. En esas tertulias, Varas hablaba más con la chispa de sus ojos que con la voz, a pesar de que su voz profunda pero suave de locutor, con matices sutiles, levísimos, había hecho época en los programas radiales de trasnoche de mediados del siglo pasado. Esa voz volvió a hacer época en las transmisiones de onda corta de Radio Moscú en tiempos de dictadura.
José Miguel Varas no se tomaba demasiado en serio el Premio Nacional de Literatura, quizás porque no se sentía sólo escritor, pues era un escritor y más. Fue periodista cultural de revistas de circulación reducida o masiva, y mientras se zambullía con modestia en diversas formas de actividad periodística, incluidas diversas jefaturas, publicó sistemáticamente desde la adolescencia, como al desgaire, cuentos y novelas que a veces parecían la continuación de una crónica, pero sólo lo parecían. Porque un relato de Varas que arranca a flor de tierra se desvía en giros inesperados con personajes sencillos, ligeros, que terminan siendo insólitos, densamente insólitos. Quizás ahí está la clave de la obra de Varas: mostrarnos lo estrafalario en la vida corriente o convertir literariamente lo corriente en asombroso, todo ello con un trasfondo humano, siempre profundamente humano.
La humanidad de Varas enriquecía a sus amigos, su obra de escritor ha enriquecido ya a varias generaciones y hoy queda en manos de las que han de venir.
Varas es quizás el más cervantino de los escritores chilenos. Cervantes convierte a un hidalgo insignificante en el loco magnífico de la literatura universal y lo rodea de personajes socialmente irrelevantes: Sancho, un barbero, un cura, una sirvienta, pastores, cabreros, labradoras, ladrones, alguaciles, posaderos… Muchos personajes de Varas son igualmente insignificantes: afuerinos, peones, locutoras de radio, obreros gráficos, periodistas anónimos, abuelas, músicos pobres, niños… En eso es heredero de la novela y el cuento de carácter social al que da vuelo en Chile Baldomero Lillo, con la diferencia de que el enfoque de Varas no es trágico, sino sobre todo irónico, incluso pícaro. Don Quijote acaba muchas de sus aventuras molido a palos o a pedradas, Varas prefiere dar a sus criaturas un destino amable, más próximo del que tienen los personajes de Rabelais, aunque con menos estridencia. Varas, gran lector, asimila la herencia de sus antecesores pero posee lo que define a un buen escritor: voz propia. Varas es Varas.
Los muertos a la distancia parece que murieran dos veces: cuando se apagan y cuando es imposible viajar a despedirlos, como me sucede en Europa donde me entero de la partida de José Miguel Varas, personaje entrañable y singular.
La singularidad de Varas consistía en que ocupaba un espacio grande a pesar del laconismo en que se cobijaba. Nunca le oí una tirada de más de dos o tres minutos, pero creaba en derredor un ambiente que estimulaba a los demás a expresarse a sus anchas. A él le bastaba con encajar una reflexión instantánea, un juego de palabras, un recuerdo curioso, una alusión densa o divertida para dar vuelo inesperado a un intercambio imaginativo, enriquecedor. En esas tertulias, Varas hablaba más con la chispa de sus ojos que con la voz, a pesar de que su voz profunda pero suave de locutor, con matices sutiles, levísimos, había hecho época en los programas radiales de trasnoche de mediados del siglo pasado. Esa voz volvió a hacer época en las transmisiones de onda corta de Radio Moscú en tiempos de dictadura.
José Miguel Varas no se tomaba demasiado en serio el Premio Nacional de Literatura, quizás porque no se sentía sólo escritor, pues era un escritor y más. Fue periodista cultural de revistas de circulación reducida o masiva, y mientras se zambullía con modestia en diversas formas de actividad periodística, incluidas diversas jefaturas, publicó sistemáticamente desde la adolescencia, como al desgaire, cuentos y novelas que a veces parecían la continuación de una crónica, pero sólo lo parecían. Porque un relato de Varas que arranca a flor de tierra se desvía en giros inesperados con personajes sencillos, ligeros, que terminan siendo insólitos, densamente insólitos. Quizás ahí está la clave de la obra de Varas: mostrarnos lo estrafalario en la vida corriente o convertir literariamente lo corriente en asombroso, todo ello con un trasfondo humano, siempre profundamente humano.
La humanidad de Varas enriquecía a sus amigos, su obra de escritor ha enriquecido ya a varias generaciones y hoy queda en manos de las que han de venir.
Varas es quizás el más cervantino de los escritores chilenos. Cervantes convierte a un hidalgo insignificante en el loco magnífico de la literatura universal y lo rodea de personajes socialmente irrelevantes: Sancho, un barbero, un cura, una sirvienta, pastores, cabreros, labradoras, ladrones, alguaciles, posaderos… Muchos personajes de Varas son igualmente insignificantes: afuerinos, peones, locutoras de radio, obreros gráficos, periodistas anónimos, abuelas, músicos pobres, niños… En eso es heredero de la novela y el cuento de carácter social al que da vuelo en Chile Baldomero Lillo, con la diferencia de que el enfoque de Varas no es trágico, sino sobre todo irónico, incluso pícaro. Don Quijote acaba muchas de sus aventuras molido a palos o a pedradas, Varas prefiere dar a sus criaturas un destino amable, más próximo del que tienen los personajes de Rabelais, aunque con menos estridencia. Varas, gran lector, asimila la herencia de sus antecesores pero posee lo que define a un buen escritor: voz propia. Varas es Varas.
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