por Eduardo
Labarca
La
palabra “salvajismo” se ha repetido hasta el cansancio para calificar la
matanza de París. Jorge Edwards se pregunta: “¿Por qué el terrorismo salvaje de
estos días?”.
En
el discurso que nos rodea, el “salvajismo” de los yihadistas se contrasta con el
espíritu democrático y tolerante de Occidente… “su vieja cultura, su
ilustración, su humanismo” mencionados por Edwards. Algunos ven un símbolo en
que la sala Bataclan, donde tuvo lugar la peor matanza, se encuentre en el bulevar
Voltaire, que lleva el nombre del escritor y filósofo francés, adalid de la
razón y el respeto al ser humano.
Pero,
¿es inocente el mundo occidental, cristiano y demócratico? ¿Son inocentes la vieja
Europa, los Estados Unidos, y nosotros latinoamericanos somos inocentes? ¿Es el
“salvajismo” atributo exclusivo de quienes hoy profesan la religión islámica? El
Diccionario de la Academia Española, que pese a sus enchulamientos sigue siendo
racista, sexista, pechoño y retrógrado, define el “salvajismo” como el “modo de
ser o de obrar propio de los salvajes”, a los que califica de “pueblos
primitivos”. Por “salvaje” también entiende “cruel”: alguien “que se deleita en
hacer sufrir o se complace en los padecimientos ajenos”.
¿Ha
existido en la historia de la humanidad un acto más “salvaje” que el
lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima, donde
murieron 140 mil civiles ‒niños, mujeres, hombres‒ y Nagasaki, donde perecieron
80 mil, ordenado por el muy cristiano, presbiteriano y demócrata presidente
Truman a mediados del siglo pasado? ¿Ha habido un genocidio tan “salvaje” y horrendo
como el holocausto del pueblo judío ejecutado científicamente en cámaras de
gases por los alemanes? La Alemania romántica y sapientísima de Goethe y de
Schiller se deslumbró con un patán llamado Hitler, que de niño iba a misa a la
iglesia católica y de adulto será el más grande criminal de la historia. Stalin
estudió en una escuela parroquial y a los 14 años ingresó a un seminario
cristiano ortodoxo y, según cálculos moderados, en las tres décadas que gobernó
la URSS fueron condenados cuatro millones de enemigos del socialismo, de los
cuales a 800 mil se les ejecutó y 600 mil murieron en presidios o campos de
concentración de Siberia, cifras que no incluyen a los millones que perecieron
de hambre a raíz de la colectivización forzosa de las tierras.
Si
nos remontamos a los orígenes, tenemos que en las guerras entre las polis de la
antigua Grecia de Esquilo, Sófocles y Eurípides, madre de nuestra civilización
occidental, los triunfadores solían pasar a degüello a todos los niños de sexo
masculino de los vencidos para impedir que más tarde pudieran constituir un
ejército que se cobrase la revancha. Y fue Poncio Pilatos, prefecto del Imperio
Romano, cuna de las naciones europeas, quien mandó crucificar a Cristo, y Roma
construyó los circos donde los cristianos eran devorados por los leones para
deleite de sus ciudadanos y donde hoy se toman selfies los turistas.
¿Y
qué decir de la Iglesia Católica, del “salvajismo” de la Inquisición, sus cámaras
de tortura y sus hogueras, y de la persecución de los “herejes”, como la
llamada “Cruzada contra los Albigenses”, los “cátaros” que en el siglo XIII practicaban
un cristianismo primitivo en torno a la ciudad de Albi en el sur de Francia?
Los papas Inocencio III y Honorio III ordenaron la guerra contra esa “sede de
Satanás”. En la toma de la ciudad de Béziers, el conde Simón de Monfort, jefe
de las tropas de la cruz, ordenó la matanza indiscriminada de la población.
Cuando algunos objetaron que no todos eran herejes, el enviado papal Arnaldo
Amalrico sentenció: “¡Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!”. Y ¿qué
hablar de las nueve cruzadas enviadas por los papas a “recuperar Jerusalén y
los Santos Lugares” que se hallaban en manos de los turcos, con un saldo que se
calcula en cinco millones de muertos en su mayoría musulmanes? El papa premiaba
a los cruzados, los milites Christi,
con indulgencias que les aseguraban el ascenso directo al cielo, pero a los
muertos nadie les devolvía la vida.
En
la conquista de Chile, bien conocemos los saqueos, la destrucción y quema de
poblados indígenas, la imposición del trabajo forzado, la decapitación o
ahorcamiento de los insumisos y otros “salvajismos” cometidos por los soldados
españoles con la bendición de los misioneros católicos –con algunas excepciones
como el padre Juan Barba– para “evangelizar”
a los “bárbaros” y “herejes” aborígenes. Mientras en el norte Francisco de
Aguirre exterminaba a los “indios” que habían destruido La Serena, en el sur
Pedro de Valdivia ordenaba cortar la nariz y la mano derecha a los sublevados,
o “desgobernar” cercenándoles la mitad de un pie a los cautivos que se
escapaban o se negaban a trabajar. Más tarde, Hurtado de Mendoza ejercerá el
“salvajismo civilizador” cortando las manos a Galvarino y empalando a
Caupolicán. Bajo nuestra república, el “salvajismo” contra el pueblo mapuche
proseguirá con la llamada “pacificación de la Araucanía” efectuada a cañonazos
por los soldados de la patria que despejaron el terreno para la traída de los
muy cristianos inmigrantes europeos, los mismos soldados que realizarán las
masacres obreras y los asesinatos, las desapariciones y la tortura durante la última
dictadura. Hasta hoy, en el país de Gabriela Mistral, Neruda, Violeta, Nicanor
y Zurita ningún gobernante –cristiano o masón, civil o militar, liberal o marxista, hombre o mujer– ha hecho justicia al
pueblo mapuche, ni al pueblo rapa-nui ni a los demás pueblos originarios.
El
“descubrimiento” de América y la colonización de la parte sur por los españoles
fueron seguidos por la ofensiva “civilizadora” de las demás potencias
occidentales –Portugal, Inglaterra, Holanda, Francia, Bélgica, Italia…– y el
sometimiento por las armas de los “pueblos primitivos” de América del Norte,
África, Oriente Medio, Asia, Oceanía y cuantas islas y rincones quedaban por
allí sin repartir. La empresa colonial de los imperios de occidente fue
acompañada por la cacería de negros “primitivos” en África para esclavizarlos, una
actividad en que colaboraban y a veces competían árabes y cristianos. Unos 60
millones de seres humanos fueron extraídos de ese continente a lo largo de tres
siglos, de los cuales más de 10 millones habrían muerto durante la travesía. En
medio del desenfreno colonial, las potencias “civilizadas” se hacían la guerra unas
a otras en mar y tierra. Las guerras napoleónicas segarán alrededor de cinco
millones de vidas.
En
1871, tras la huida del gobierno ante el avance prusiano, los trabajadores de
la capital francesa asumieron el poder. La Comuna de París será aplastada al
cabo de tres meses con un balance de 30 mil muertos. La cifra parece
insignificante en comparación con los militares y civiles, entre 10 y 20
millones, las cifras son inciertas, que cayeron baleados, cañoneados, gaseados
o ensartados a bayonetazos en las trincheras, los campos de batalla, los pueblos
y ciudades durante la primera guerra mundial que se libraron entre sí los
países más civilizados y cristianos del planeta. Transcurridos apenas 20 años,
esos y otros países se enzarzarán en la segunda guerra mundial con empleo de
ingenios bélicos de última generación: tanques, aviones, submarinos, torpedos, portaviones,
los cohetes alemanes V2, antecesores de los drones de hoy, y… la bomba nuclear.
El número de muertos de la segunda guerra duplicará o triplicará al de la primera,
fluctuando entre 60 y 80 millones según quién saque las cuentas. A ello se
suman la víctimas de la guerra civil española, calificada por el franquismo como
“cruzada” y “guerra santa”, cifradas en cerca de un millón.
Ya
que comenzamos hablando de París, recordemos a Argelia, donde se libró una de las más cruentas
guerras coloniales, no solo por el millón de muertos que dejó, sino por el
“salvajismo” con que la civilizada Francia de Descartes, Pascal y Racine pretendió
impedir la independencia de esa colonia árabe. El primer ministro socialista
“de izquierda” Guy Mollet lanzó en Argelia la más cruel y despiadada ofensiva militar
contra los muyaidines basada en los
postulados del coronel Roger Trinquier, considerado hasta hoy, incluso en EE.UU.,
el gran teórico de la guerra antisubversiva basada en el exterminio y el terror
y en la aplicación sistemática de la tortura. Tuvo que llegar al gobierno el
general Charles de Gaulle, derechista digno, para que Francia aceptara la
inevitable independencia de Argelia.
Las
técnicas “civilizadoras” de tortura y asesinatos masivos desarrolladas por los
franceses en Argelia serán aplicadas y perfeccionadas en Vietnam por cuatro
presidentes norteamericanos sucesivos –unos señores que jamás faltaban a los
oficios dominicales de sus iglesias cristianas– lanzando contra un pueblo
mayoritariamente campesino los aviones y las armas más sofisticadas de su
arsenal, incluidas armas químicas como el napalm incendiario y el agente
naranja que destruía los bosques, mientras los estados mayores sopesaban las
ventajas e inconvenientes que podría tener el empleo de la bomba atómica como
“último recurso”. Vietnam fue devastado, pero EE.UU. sufrió una derrota militar,
política y moral vergonzosa, y su “salvajismo” fue condenado en todo el mundo, incluso
por gran parte de la sociedad norteamericana. Según cómo se cuente, se habla de
dos a seis millones de muertos, entre ellos unos 60 mil soldados de EE.UU..
En
2003 George Bush, que había superado el alcoholismo gracias al estudio de la
Biblia y a sus oraciones en una iglesia metodista de Texas, decidió invadir
Irak con el falso pretexto de la existencia de “armas de destrucción masiva”.
Fue secundado por Tony Blair, quien abandonó la iglesia anglicana para convertirse
al catolicismo y dijo haber consultado su decisión con Dios. Además, Bush contó
con la venia lacayuna de un católico franquista: el español José María Aznar. En
cambio el presidente francés Jacques Chirac, conservador pero fiel a la
doctrina anti “atlantista” de De Gaulle, que rechazaba el sometimiento de
Francia a la voluntad de EE.UU., la potencia situada del otro lado del
Atlántico, se negó a apoyar la aventura bélica de Bush, negativa que también
expresó el canciller alemán Gerhard Schroeder, del mismo modo que, para orgullo
de nosotros los chilenos, el presidente Ricardo Lagos, que respondió “no” cuando
Bush le pidió por teléfono el apoyo de Chile en la ONU, donde nuestro país integraba
el Consejo de Seguridad.
Según
la publicidad oficial, la guerra de Irak tenía por objeto llevar la democracia y
el respeto a los derechos humanos a ese país, aunque sus reales fines
geopolíticos han sido el control de las grandes reservas petroleras de la zona.
Esa guerra y el derrocamiento y posterior ahorcamiento de Sadam Hussein, con
bombardeos que han costado la vida a más de cien mil personas, fue el punto de
partida del desbarajuste generalizado de ese país y del Oriente Medio que tiene
al mundo al borde del precipicio. Aprovechando el impulso genuino de la
“primavera árabe”, EE.UU. y sus “aliados”, todos muy cristianos por cierto,
intervinieron en Libia para derrocar a Gadafi –linchado en circunstancias
sospechosas– y más tarde iniciaron los bombardeos en Siria para sacar de escena
a Bashar al-Asad.
Hoy, mientras toman una Coca-Cola y saborean una hamburguesa
como si se hallaran ante la consola de un videojuego, los operadores de la
fuerza aérea estadounidense –“drone
pilots”– teledirigen desde los centros de comando situados en EE.UU. los
drones que descargan “limpiamente” sus bombas sobre objetivos militares y
civiles situados a más de diez mil kilómetros de distancia en tierras islámicas
de Afganistán, Pakistán, Irak, Siria.... Cuando las bombas caen sobre un
poblado, una escuela, un hospital o en medio de una boda, algún militar
norteamericano sostiene que se trata de “daños colaterales” y a veces Obama –hijo
de padre musulmán y madre bautista y que ha transitado por varias iglesias protestantes
– presenta sus sentidas excusas.
Con
sus bombardeos y la irrupción “civilizadora” de sus tropas, EE.UU. y las
potencias occidentales han sembrado la muerte y destrozado los estados musulmanes
de Afganistán, Irak, Libia y Siria. En medio del caos y la guerra civil, las
potencias occidentales apoyan con sus bombas a uno u otro grupo, según las
circunstancias. Armaron a los talibanes, colaboraron con el sunita Sadam
Hussein en la guerra contra el régimen chiita de Irán y tras la invasión
aplastaron a los sunitas e instalaron en Irak un gobierno mayoritariamente
chiita. Pactaron con Gadafi y apoyaron la insurrección contra el gobierno
alauita de Bashar al-Asad en Siria, entregando armas a los sublevados, los
actuales yihadistas del Estado Islámico.
El resultado es que hoy en esos países
–a los que se suman el Yemen, Somalia y otros‒ imperan las luchas tribales y
sectarias de diversos grupos étnicos y religiosos que, en muchos casos, cuentan
con el apoyo de las monarquías feudales y petroleras del Golfo Pérsico, fueles
aliadas de EE.UU. Con la reciente incorporación de Rusia y de Francia a los
bombardeos en Siria, las actuales guerras que desangran el Medio Oriente han
adquirido un tufo acre que recuerda la locura militar de los meses previos a
las guerras mundiales del siglo pasado. Como entonces, cientos de miles,
millones de refugiados vagan por las carreteras, intentan subirse a un tren
abarrotado o a un barco destartalado para llegar a Europa, especialmente a
Alemania y Gran Bretaña, muchas veces a costa de su vida.
Que
una guerra ya no puede existir a la distancia lo demuestran los atentados de
París y la actual “crisis de los refugiados”, el éxodo de poblaciones de Siria,
Afganistán, Irak, Eritrea, así como del África, que huyen de las bombas. En
tiempos de globalización, la pobreza ya no puede convivir pacíficamente con la
opulencia; no puede haber países ricos y países pobres, sin que los habitantes
de los países pobres se rebelen ante las imágenes del lujo que ven en sus
teléfonos celulares. La guerra tampoco puede circunscribirse ya a una zona del
planeta adonde una potencia envía sus drones cargados de explosivos en una
operación sin respuesta. Las bombas en Irak, la destrucción de las torres
gemelas, los atentados en el metro de Madrid y en los buses de Londres; los
misiles que explotan en Siria, en Afganistán, en Yemen; los atentados de París…
son una misma cosa, parte de las mismas guerras, de una sola guerra.
La
semana pasada antes de viajar a París, en la flamante Estación Central de
Viena, la capital austríaca, a cinco minutos a pie de donde me encontraba, vi a
hombres de todas las edades, mujeres, niños deambular con la vista perdida a la
espera de una ración de comida, una botella de agua, un pasaje de tren para
seguir hacia Alemania, el paraíso. En un mismo día, más de diez mil refugiados
atravesaron Austria.
Junto
con el terrorismo, lo que hoy se abate sobre Europa es una migración masiva de
poblaciones que huyen de las guerras iniciadas en el Oriente Medio por las
grandes potencias o de la miseria y los conflictos de África. Vienen obreros,
comerciantes, profesionales, campesinos, estudiantes, artistas y también
aventureros y pillos, hombres y mujeres que han llegado con lo puesto, a veces
sin documentos de identidad, tras caminar en condiciones inhumanas o navegar en
barcazas destartaladas. Y vienen niños, muchos niños, cuyos padres en algunos
casos solo alcanzaron a meterlos por la ventana en un tren repleto. El ambiente
es de precariedad ambulante, el aseo personal es un lujo, a lo más una llave de
agua por aquí, una letrina química por allá, y por doquier el denso olor de la
miseria. Pero además de los que han llegado, varios millones se aglomeran en
las fronteras y los campos de refugiados de Turquía, El Líbano, Jordania,
Grecia… El gobierno ultraderechista de Hungría levanta un muro de cuatro
metros, los de Croacia, Eslovenia y Macedonia ponen vallas y multiplican los
controles. Hasta Ángela Merkel, que había dado la bienvenida a los recién
llegados consciente de que su país necesita mano de obra porque pierde medio
millón de habitantes al año a causa de la baja tasa de natalidad, ha debido
imponer ciertas limitaciones
Hay escenas emocionantes de acogida que
a los antiguos exiliados chilenos nos recuerdan la forma en que un día nos
recibieron. En el Ring, la avenida circular que rodea el centro imperial de
Viena, no pude contenerme y, recordando mi llegada como refugiado político a
Europa, me sumé a la vibrante marcha de las organizaciones sociales que animan
la solidaridad hacia los que llegan, y grité con los manifestantes “Ein Europa ohne Mauern!”, a favor de una Europa sin muros. Allí en
Austria, los jóvenes activistas de Train
of hope y de Refugees.at viven
conectados con sus celulares, listos para acudir de día o de noche a los puntos
calientes donde los refugiados necesitan ayuda. Chile no está ausente: la
presidenta Bachelet informó que en 2008, 117 palestinos que vivían en Irak
fueron acogidos en nuestro país. Entre 2014 y 2015 se han otorgado 277 visas a
ciudadanos sirios y la Presidenta anunció que nuestro país recibirá a un número
no determinado de refugiados.
Pero los atentados de París y la crisis
de los refugiados tienen una cara muy oscura. Como reacción, se viene un alza de
las fuerzas chovinistas y los partidos racistas que llaman a rechazar a los
extranjeros y cerrar las fronteras. En su primera reacción ante los atentados,
Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional de ultraderecha, ha llamado a que
Francia restablezca “sus medios militares, policiales, de la gendarmería, de
información y de aduanas” y a que garantice “nuevamente” la protección de los
franceses.
Los
políticos occidentales saben que las guerras ayudan a subir en las encuestas y ganar
votos. Cuando el cristiano Clinton, miembro de una iglesia bautista, corría
peligro de ser destituido por el escándalo de Monica Lewinsky, se salvó gracias
a la guerra de Kosovo y los bombardeos que lanzó contra las posiciones serbias.
Bush fue reelegido en 2004 en aras de la “guerra contra el terrorismo” y las
invasiones de Afganistán e Irak. El presidente francés François Hollande, que
rompió hace pocos días con la política “antiatlantista” de De Gaulle y se sumó
a los bombardeos norteamericanos en Siria, saltó del 20% al 40% de aprobación en
la primera semana posterior a los atentados de París. Angela Merkel, cuya popularidad bajó verticalmente tras su anuncio de que Alemania recibiría a 800 mil refugiados, decidió lanzarse también a la guerra y ya la veremos repuntar...
Sin que ello implique una defensa de
Daesh, cuyos hombres exhiben con orgullo sus crímenes abominables, amén de
destruir obras milenarias que pertenecen al patrimonio de la humanidad, en las
propias filas del partido de Hollande y en amplios sectores de la sociedad
francesa, el ingreso de su país a esta guerra ha sido fuertemente criticado.
Como han sido criticados por una débil oposición rusa los bombardeos ordenados
por Putin en Siria, respondidos con la voladura de un avión ruso de pasajeros.