EL MOSTRADOR
Opinión
por Eduardo Labarca 2 diciembre 2015
La palabra “salvajismo” se ha repetido machaconamente para calificar la matanza de París. Jorge Edwards se pregunta: “¿Por qué el terrorismo salvaje de estos días?”.
Pero ¿es el “salvajismo” exclusivo de los islamistas? ¿Occidente y Europa son inocentes? En tiempos de la Unión Soviética, los Estados Unidos entrenaron y pertrecharon a los talibanes de Afganistán y Pakistán y azuzaron a Bin Laden a que combatiera contra los rusos. Armaron al sunita Sadam Hussein para que luchara contra los chiitas de Irán, y más tarde le dieron muerte y dispersaron su ejército arrojando a sus generales y soldados a brazos del yihadismo. Luego empujaron a los yihadistas a luchar en Siria contra Bashar al-Asad.
Con su intervención militar y los bombardeos “civilizadores”, las potencias occidentales –a las que ahora se suman Francia, Rusia y Turquía, multiplicando el peligro de escalada– han destrozado los estados musulmanes de Afganistán, Irak, Libia, Siria, además de Yemen y Somalia, llevando el caos a esa región petrolera. Hoy en esos países anarquizados imperan las luchas tribales y de clanes religiosos, incluidos los yihadistas sunitas financiados por las monarquías petroleras del Golfo Pérsico… aliadas de EE.UU.
Un diccionario define el “salvajismo” como el “modo de ser o de obrar propio de los salvajes”, a los que califica de “pueblos primitivos”. Por “salvaje” también entiende “cruel… que se deleita en hacer sufrir o se complace en los padecimientos ajenos”.
¿Ha existido un acto más “salvaje” que el lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre Hiroshima, donde murieron 140 mil civiles, muchos de ellos niños, y Nagasaki, donde perecieron 80 mil, ordenado por el muy presbiteriano Harry Truman, presidente del gran país de Walt Whitman, Emily Dickinson, Faulkner? ¿Ha habido un genocidio tan “salvaje” como el holocausto del pueblo judío ejecutado por los alemanes? La Alemania romántica y sapientísima de Goethe y de Schiller siguió a un patán llamado Hitler, niño católico que de adulto será el más grande criminal de todos los tiempos. Stalin egresó de un seminario ortodoxo y en las tres décadas que gobernó la URSS hubo 800 mil “enemigos del pueblo” ejecutados y 600 mil murieron en prisión.
¿Y qué decir de la Iglesia católica, del “salvajismo” de la Inquisición, sus cámaras de tortura y sus hogueras, y de la persecución de los “herejes albigenses” del sur de Francia ordenada por los papas? El conde De Monfort decretó el exterminio de la población de Béziers, pero alguien objetó que no todos eran herejes. El enviado papal Arnaldo Amalrico sentenció: “¡Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!”. Y ¿qué hablar de las nueve cruzadas medievales enviadas a “recuperar Jerusalén y los Santos Lugares” de manos de los “infieles”, con cinco millones de muertos en su mayoría musulmanes y judíos?
Al “descubrimiento” de América por España siguieron las campañas “civilizadoras” de Portugal, Inglaterra, Holanda, Francia, Bélgica, Italia… y el aplastamiento de los “pueblos primitivos” de América del Norte, África, Oriente Medio, Asia, Oceanía y Polinesia, a la que pertenece nuestra colonia, la Isla de Pascua. En la cacería de esclavos en África ‒60 millones eufemísticamente llamados “piezas de ébano”‒ colaboraban cristianos y musulmanes.
A cinco minutos de la sala Bataclan está el “muro de los fusilados” de la Comuna de París, cuyo aplastamiento en 1871 se cobró 30 mil muertos. La cifra es “insignificante” en comparación con los militares y civiles ‒entre 10 y 20 millones‒ que cayeron en las trincheras y escenarios europeos de la Primera Guerra Mundial entre los países “civilizados”. Más tarde esas naciones protagonizarán la Segunda Guerra Mundial con empleo de armas más eficientes, como la nuclear. Resultado: de 60 a 80 millones de muertos.
En Argelia, la Francia de Descartes, Pascal y Racine libró la más cruenta guerra colonial del siglo XX, con un millón de víctimas, incluidos 222 guillotinados. El primer ministro socialista Guy Mollet lanzó una despiadada ofensiva contra los muyahidines, siguiendo los postulados del coronel Trinquier, el gran teórico de la guerra antisubversiva.
Las técnicas “civilizadoras” de los franceses serán perfeccionadas en Vietnam por cuatro presidentes norteamericanos, con el estreno del napalm, que incendiaba aldeas y quemaba vivos a sus habitantes, y el agente naranja que destruía los bosques.
En 2003 George Bush, tras superar el alcoholismo gracias al estudio de la Biblia, invadió Irak secundado por Tony Blair, convertido al catolicismo, quien dijo haber consultado su decisión con Dios. Bush contó además con la venia lacayuna del franquista español José María Aznar. El presidente Jacques Chirac, fiel a la tradición del general De Gaulle, se negó, al igual que el alemán Gerhard Schroeder. Para orgullo nuestro, Ricardo Lagos respondió que “no” cuando Bush le pidió el apoyo de Chile en la ONU.
El “objetivo” era llevar a Irak la democracia y el respeto a los derechos humanos, pero los bombardeos mataron a cien mil personas y dieron comienzo al desbarajuste de ese país y del Oriente Medio. Hoy, mientras beben una Coca-Cola, los operadores –“drone pilots”– teledirigen desde EE.UU. los drones que descargan sus bombas en Afganistán, Pakistán, Irak, Siria.... Cuando las bombas caen sobre un poblado, una escuela, un hospital o en medio de una boda, algún militar explica que se trata de “daños colaterales” y Obama –protestante hijo de padre musulmán y madre bautista– presenta sus condolencias.
Las campañas militares de las grandes potencias expelen hoy un tufo que recuerda el de los meses previos a las guerras mundiales. Como entonces, cientos de miles de fugitivos están en movimiento. A riesgo de sus vidas migran desde Siria, Afganistán, Irak, Eritrea, el Magreb, el África subsahariana hacia Europa. Con ello la composición y los equilibrios demográficos, raciales, culturales y religiosos del continente están cambiando bruscamente.
Desde los atentados a las torres gemelas, la guerra que Occidente libraba a la distancia se ha instalado en casa, ahora en París. Más de cinco mil jóvenes, en su mayoría de familias inmigrantes, que llevaban vidas opacas en los guetos urbanos de las ciudades de Occidente han viajado a sumarse al Estado Islámico; más de 500 muchachas han hecho lo mismo. Los asesinatos y atentados abominables que comete esa organización, en lugar de despertar su rechazo atraen a esos jóvenes, que creen en la posibilidad de dar sentido a sus vidas con su propio martirio de kamikazes exterminadores, en el nombre de Alá.
Sigmund Freud afirmaba que el instinto de muerte, el impulso de matar, es inherente al ser humano. El “salvajismo” de unos y otros que hoy se manifiesta en París, en Siria y diversos lugares parece darle la razón, sin que nadie se atreva a predecir lo que viene.