Por Eduardo Labarca
El acto más trascendente del papado de Benedicto XVI ha sido ‒¡oh ironía!‒ su renuncia intempestiva. A las pocas horas de que la anunciara en latín con voz meliflua, comenzó la cascada de alabanzas hacia él como si ya estuviera muerto. “Era tan elegante”, se lamentó una amiga poeta.
Personaje digno de una novela filosófica o un drama shakesperiano, Benedicto XVI ha hecho lo que nadie: renunciar a la más alta posición a que podía aspirar en la vida. Su mirada y su voz suave denotan la ebullición espiritual interior, la duda mencionada por Cristián Warnken en un artículo. Sin embargo, Ratzinger es para mí no sólo el ser angélico que describe, sino a la vez un hombre diabólico, esencialmente alemán en su tortura interior, y por lo mismo me apasiona.
Desde su puesto de guardián de la doctrina le aseguró la retaguardia al papa polaco. Quizás Benedicto dudara en el insomnio de sus noches, pero de día no vacilaba en ir desmontando con eficiencia germana todos los intentos de reflexión de quienes han deseado que la Iglesia Católica avance ideológicamente con los tiempos. A esos grupos y comunidades los amenazó, los silenció y los empujó casi a la extinción: ¡buen trabajo! Encerrado en su gabinete del Vaticano, sin contacto con la palpitación de las multitudes, sumergido en sus libros y evangelios, arrodillado ante su dios, el cardenal Ratzinger salvaguardó el más oligárquico concepto de la Iglesia Católica, esa iglesia simbolizada por el Opus Dei y otros feudos conservadores entrelazados hoy con los bancos y las multinacionales.
Anclado en la doctrina valórica tradicional del Vaticano en materias de familia, aborto, homosexualidad, eutanasia, sacerdocio femenino, etcétera, el papa saliente navegó con dificultad en un mundo en plena mutación y cometió el despropósito de predicar contra el condón en África, donde más de 20 millones de personas están contagiadas con el virus del sida. Se le recordará sin embargo por haber mandado a retiro a Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo, y al párroco chileno Fernando Karadima, aunque no por razones teológicas sino sexuales, y también por haber comenzado a descorrer el espeso velo que ha protegido la pedofilia sacerdotal a lo largo de los siglos. Sin embargo, dadas la magnitud, la intensidad y la extensión planetaria de las denuncias contra los sacerdotes pedófilos, los pasos cautelosos que ha dado en torno al tema no han acrecentado su credibilidad.
Después de aniquilar los esforzados movimientos católicos que desde mediados del siglo XX se empeñaban, especialmente en América Latina, en una práctica del evangelio en el seno de la gente simple, el papa Ratzinger intentó una movida política: emitió hace tres años la encíclica Caritas in Veritate en la que recogió con audacia muchas de las aspiraciones que esas asociaciones y sacerdotes inmersos entre los pobres venían expresando frente a la inhumanidad de la globalización. Era tarde: los gobernantes no lo escucharon, los pobres no se entusiasmaron, casi nadie le creyó. Las encíclicas sociales Rerum Novarum (1891) y Quadragesimo Anno (1931) alcanzaron una repercusión enorme que dura hasta hoy; la encíclica de Benedicto tuvo menos cobertura mediática que la presentación del iPhone 4 por Steve Jobs.
Como obispo, Juan Pablo II se enfrentó al comité regional del Partido Comunista de Cracovia y, convertido en papa, plantó cara a los jerarcas de la Unión Soviética. La leyenda le atribuye a él y a su amigo Ronald Reagan el mérito por la caída de la URSS y el comunismo europeo. No hay aldea polaca que no tenga una estatua de Juan Pablo II en agradecimiento por haber devuelto lustre a la orgullosa Polonia, pisoteada por los grandes imperios y víctima de la repatija entre Hitler y Stalin. Aquí en Viena, donde escribo, a cinco minutos de mi casa existe una estatua de Juan Pablo II en la avenida Rennweg, donde se asientan dos iglesias polacas. Gracias a algún dios los chilenos nos libramos de la escultura dinosáurica que una universidad quería erigirle en Pio Nono.
¿Tendrá algún día estatuas Benedicto XVI?
Juan Pablo II dirigió el Vaticano con mano de hierro y para dejar todo bien atado nombró centenares de obispos y decenas de cardenales conservadores, apoyándose en el Opus Dei y los Legionarios de Cristo. Benedicto XVI, el intelectual, no supo dominar a la fiera vaticana y fue traicionado hasta por el secretario que le servía el desayuno y le arrimaba la silla.
En medio de las intrigas del micro universo vaticano, en los últimos días se ha especulado con los supuestos preparativos de un atentado contra Benedicto XVI. Su antecesor, Juan Pablo II, fue víctima de un atentado real cuyas ramificaciones, vía Bulgaria, parecían extenderse hasta el corazón de la gran potencia a la que había desafiado. Recientemente han surgido antecedentes de que al llegar a la cabeza de la URSS, Gorbachov se encontró con que estaba en preparación un segundo intento contra el papa polaco, encomendado ‒¡cuando no!‒al intelectual y súper agente soviético José Griguliévich, que varias décadas antes estuvo implicado en el asesinato de Trotsky en México, ordenado por Stalin. Reciclado como historiador de temas latinoamericanos y amigo de los chilenos, Griguliévich publicó, bajo el seudónimo José Lavreski, sendas biografías del Che Guevara y de Salvador Allende. Tras ello volvió a reciclarse, esta vez como experto en asuntos de la Iglesia Católica, y alcanzó a viajar a la Polonia comunista y al Vaticano para sus investigaciones “académicas” sobre el papa Wojtyla.
Después de la agitación populista y los éxitos del polaco, el Vaticano y la Iglesia Católica de Ratzinger chapotean en una crisis profunda. El refinado teólogo convertido en papa Benedicto XVI acabó arrinconado por las cofradías italianas, españolas, polacas que manejan las palancas y las finanzas vaticanas. En medio de las intrigas, el desastre y la traición, la renuncia de Benedicto es presentada como una manifestación de modestia, pero en ella diviso también un acto de soberbia, una escapada a través de la autovictimización.
Papa tristón y escaso de carisma a la cabeza de la iglesia más fastuosa del mundo, pretendida heredera de la modesta secta creada por Jesús, Benedicto XVI parece llamado a alejarse y extinguirse calladamente. Eso sí, pasará a la historia como el papa que una mañana cualquiera se despidió del puesto sin que en la Plaza de San Pedro la muchedumbre, como el día de la muerte de Juan Pablo II, reclamase a voz en cuello:
Santo subito!