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23 de octubre de 2012

Castro y Chávez: la enfermedad como espectáculo




por Eduardo Labarca


La enfermedad y la muerte. La vida y las miserias de la enfermedad ante las cámaras.

Fidel Castro ha vuelto a resucitar, lo vimos en el Hotel Nacional con sombrero guajiro y sudadera Adidas: por fin, nos tenía preocupados. A Chávez ha vuelto a crecerle el pelo tras su invocación televisiva: “Dame tu corona Cristo, dámela que yo sangro, dame tu cruz, cien cruces, pero dame vida porque todavía me quedan cosas por hacer por este pueblo y por esta patria.” Chávez fue escuchado en el cielo y los que sospechábamos que la suya fuese una enfermedad política, con quimio incluida y mejoría garantizada, hubimos de callar. Salud, enfermedad y votos...

¿Cómo salir de la historia cuando se ha vivido en su mero centro? ¿Después del reality qué? ¿Absolverá la historia, no la presente sino la futura, a Fidel Castro, como él anunciaba en su alegato inaugural de 1953? Ya el bloguero Reinaldo Escobar (alabados sean él, Yoani, Pardo Lazo y los demás que están salvando el periodismo en Cuba) se permite preguntar en pasado: “¿Qué fue el fidelismo?”

Al cabo de 72 años como rey, Luis XIV dejó el futuro de Francia bien atado en un show de la muerte ante la corte en pleno: al tercer día, el regente que nombró en su testamento fue desbancado. Luis XV, su bisnieto menos iluso, dirá “después de mí el diluvio” y el diluvio se llamará Revolución Francesa.

Envejecer y morir es más simple para nosotros, humanos comunes y corrientes, que para los demonios o santos. Hitler, el mayor criminal de todos los tiempos, quiso ser quemado para no esperar en una tumba a los profanadores. Stalin, el criminal número dos, durmió ocho años embalsamado en el mausoleo del Kremlin hasta que lo sacaron una noche en medio de la borrasca. Después de muerto, nuestro Pinochet escapó de la Escuela Militar en un helicóptero Puma para esconderse en su tumba del fundo Los Boldos y pasar piola.

A otros quisieron borrarlos del mundo matándolos en un rincón, en un calabozo, cadalso, horno, desapareciéndolos, crucificándolos en un monte... Pero encumbrados por la leyenda, hicieron nido en las almas como Cristo, el más grande, como nuestro Allende, el suicida solitario.

El médico de Fidel Castro predijo que viviría 140 años, pero los médicos suelen equivocarse. El doctor de una tía mía llamada Olivia le decía que estaba sana, pero ella juraba que padecía un cáncer terminal. Con sus dolencias imaginarias nos ataba junto a su cama, reina en su dormitorio con olor a alcanfor. Murió de un resbalón en el baño. Mi otra tía, Laura, con cáncer verdadero a los huesos, insistía en que estaba sana y nos pedía que gozáramos la vida y no hiciéramos el sacrificio de irla a visitar. “Hoy no me siento demasiado bien”, dijo una mañana y murió sin quejarse de sus dolores terribles. La muerte de su abuela devastó a Marcel Proust, roído por el remordimiento de no haberla amado suficientemente. Thomas Bernhard recuerda sus días de enfermo terminal en Grafenhof, cuando lo dejaron tras un biombo en la camilla de los que iban a morir.

Los poderosos son actores y a algunos les gusta morir a toda orquesta. Antes de subir donde los ángeles, Juan Pablo II se retorcía de dolor frente a los fieles y las cámaras de la CNN. Gladys Marín aguantó en el escenario cubriéndose con un turbante hasta que la enfermedad la obligó a retirarse. Fidel y Chávez nos han regalado el slide-show de sus convalecencias y recaídas.

Pero a veces, los de su propio círculo de hierro, aterrados ante el vacío en que los dejará su muerte, mantienen vivo en formol al supermán. Al mariscal Tito lo conservaban en estado vegetal y le alargaron la vida cortándole una pierna. Franco también se murió a pausas rodeado por los acólitos que se aferraban a la momia, sin imaginar que sus estatuas las retirarían con grúas. ¿Alguien recuerda a Ariel Sharon, el hombre más poderoso de Israel? Después de su colapso en 2006 comenzaron a hacerlo picadillo: le abrieron la cabeza dos veces, le perforaron la tráquea, le cercenaron los intestinos... ¿Alguien se acuerda de él? Pues, sigue vivo, inconsciente, conectado a una máquina. ¿Vivo? Los vivos no lo dejan morir en paz.

El día en que divisa las orejas de la muerte, el gobernante vitalicio se compadece anticipadamente de sus súbditos. En el quirófano, el todopoderoso llora por sus futuros deudos: “¿Qué será del mundo sin mí?”. Bajo la anestesia sueña con las avenidas y aeropuertos que llevarán su nombre y cree oír la ópera rock que inmortalizará sus hazañas. Deliberadamente espanta de su mente la pesadilla del linchamiento de Khadafi y olvida la frase que un esclavo repetía en Roma al general victorioso: “Recuerda que eres mortal”.

“Buey viejo bien se lame”, dicen los campesinos, acostumbrados a ver a los animales cuando se esconden a morir entre unas matas como nosotros, los simples mortales, habituados a morirnos discretamente.