por Eduardo Labarca
La
enfermedad y la muerte. La vida y las miserias de la enfermedad ante las
cámaras.
Fidel
Castro ha vuelto a resucitar, lo vimos en el Hotel Nacional con sombrero
guajiro y sudadera Adidas: por fin, nos tenía preocupados. A Chávez ha vuelto a
crecerle el pelo tras su invocación televisiva: “Dame tu corona Cristo, dámela
que yo sangro, dame tu cruz, cien cruces, pero dame vida porque todavía me
quedan cosas por hacer por este pueblo y por esta patria.” Chávez fue escuchado
en el cielo y los que sospechábamos que la suya fuese una enfermedad política,
con quimio incluida y mejoría garantizada, hubimos de callar. Salud, enfermedad y
votos...
¿Cómo
salir de la historia cuando se ha vivido en su mero centro? ¿Después del
reality qué? ¿Absolverá la historia, no la presente sino la futura, a Fidel Castro,
como él anunciaba en su alegato inaugural de 1953? Ya el bloguero Reinaldo
Escobar (alabados sean él, Yoani, Pardo Lazo y los demás que están salvando el
periodismo en Cuba) se permite preguntar en pasado: “¿Qué fue el fidelismo?”
Al cabo de 72
años como rey, Luis XIV dejó el futuro de Francia bien atado en un show de la
muerte ante la corte en pleno: al tercer día, el regente que nombró en su
testamento fue desbancado. Luis XV, su bisnieto menos iluso, dirá “después de
mí el diluvio” y el diluvio se llamará Revolución Francesa.
Envejecer
y morir es más simple para nosotros, humanos comunes y corrientes, que para
los demonios o santos. Hitler, el mayor criminal de todos los tiempos, quiso
ser quemado para no esperar en una tumba a los profanadores. Stalin, el
criminal número dos, durmió ocho años embalsamado en el mausoleo del Kremlin
hasta que lo sacaron una noche en medio
de la borrasca. Después de muerto, nuestro Pinochet escapó de la Escuela
Militar en un helicóptero Puma para esconderse en su tumba del fundo Los Boldos
y pasar piola.
A
otros quisieron borrarlos del mundo matándolos en un rincón, en un calabozo,
cadalso, horno, desapareciéndolos, crucificándolos en un monte... Pero encumbrados
por la leyenda, hicieron nido en las almas como Cristo, el más grande, como nuestro
Allende, el suicida solitario.
El
médico de Fidel Castro predijo que viviría 140 años, pero los médicos suelen
equivocarse. El doctor de una tía mía llamada Olivia le decía que estaba sana,
pero ella juraba que padecía un cáncer terminal. Con sus dolencias imaginarias nos
ataba junto a su cama, reina en su dormitorio con olor a alcanfor. Murió de un
resbalón en el baño. Mi otra tía, Laura, con cáncer verdadero a los huesos, insistía
en que estaba sana y nos pedía que gozáramos la vida y no hiciéramos el sacrificio de irla a visitar. “Hoy
no me siento demasiado bien”, dijo una mañana y murió sin quejarse de sus
dolores terribles. La muerte de su abuela devastó a Marcel Proust, roído por el
remordimiento de no haberla amado suficientemente. Thomas Bernhard recuerda sus
días de enfermo terminal en Grafenhof, cuando lo dejaron tras un biombo en la
camilla de los que iban a morir.
Los poderosos son actores y
a algunos les gusta morir a toda orquesta. Antes de subir donde los ángeles,
Juan Pablo II se retorcía de dolor frente a los fieles y las cámaras de la CNN.
Gladys Marín aguantó en el escenario cubriéndose con un turbante hasta que la
enfermedad la obligó a retirarse. Fidel y Chávez nos han regalado el slide-show
de sus convalecencias y recaídas.
Pero a veces, los de su
propio círculo de hierro, aterrados ante el vacío en que los dejará su muerte,
mantienen vivo en formol al supermán. Al mariscal Tito lo conservaban en estado
vegetal y le alargaron la vida cortándole una pierna. Franco también se murió a
pausas rodeado por los acólitos que se aferraban a la momia, sin imaginar que
sus estatuas las retirarían con grúas. ¿Alguien recuerda a Ariel Sharon, el
hombre más poderoso de Israel? Después de su colapso en 2006 comenzaron a
hacerlo picadillo: le abrieron la cabeza dos veces, le perforaron la tráquea,
le cercenaron los intestinos... ¿Alguien se acuerda de él? Pues, sigue vivo, inconsciente,
conectado a una máquina. ¿Vivo? Los vivos no lo dejan morir en paz.
El día en que divisa las orejas de la
muerte, el gobernante vitalicio se compadece anticipadamente de sus
súbditos. En el quirófano, el todopoderoso llora por
sus futuros deudos: “¿Qué será del mundo sin mí?”. Bajo la anestesia sueña con
las avenidas y aeropuertos que llevarán su nombre y cree oír la ópera rock que
inmortalizará sus hazañas. Deliberadamente espanta de su mente la pesadilla del
linchamiento de Khadafi y olvida la
frase que un esclavo repetía en Roma al general victorioso: “Recuerda que eres
mortal”.
“Buey
viejo bien se lame”, dicen los campesinos, acostumbrados a ver a los animales
cuando se esconden a morir entre unas matas como nosotros,
los simples mortales, habituados a morirnos discretamente.