por Eduardo Labarca
Los niños, frágiles, indefensos e incapaces de valerse por sí
mismos, han sido víctimas de todas nuestras guerras y conflictos infernales. En
las batallas entre las polis griegas, madres de nuestra democracia, los
vencedoras pasaban a los niños a cuchillo o les daban el destino que relata
Tucídides sobre la caída de la isla de Melos: “Se sitió la plaza con más refuerzos, hubo una traición y los habitantes
se rindieron a la voluntad de los atenienses. Estos mataron a todos los hombres
en edad de llevar armas y vendieron como esclavos a las mujeres y los niños”.
La historia se ha repetido de mal en peor en los
cuatro puntos cardinales. El faraón tuvo la
brillante idea de disponer que arrojaran al Nilo a todos los judíos recién
nacidos, pero no imaginó que su propia hija salvaría al pequeño Moisés, que un
día conducirá a su pueblo a la tierra prometida. Herodes el Grande ordenó la
Matanza de los Inocentes, todos los niños menores de dos años nacidos en Belén,
con el fin de eliminar a uno solo de ellos que no habían podido identificar: el
futuro rey de los judíos, nuestro bienamado Jesús. En la edad media partió la
Cruzada de los Niños, un tropel de decenas de miles de pequeños de Francia y
Alemania que entonaban rezos y elevaban crucifijos con destino a Jerusalén, para
liberarla de los maléficos musulmanes. La cruzada infantil terminó en la muerte
de hambre o enfermedad o en la esclavitud en Túnez, Egipto o Alejandría de la
mayoría de los participantes. Cien años más tarde el sultán otomano Murad I, que desconfiaba de sus generales, creó la guardia de los jenízaros para la defensa de su
palacio, guardia que sus sucesores mantendrán y desarrollarán a lo largo de los
siglos. Estaba formada por niños robados a los cristianos y entrenados para
luchar fanáticamente hasta la muerte contra… los cristianos. Y en la conquista
de América, incluida la guerra de la Araucanía, los niños eran apresados para
bautizarlos y enviarlos de esclavos a las minas o como servidores en las casas
de los expedicionarios venidos a traer la buena nueva del cristianismo a un
mundo de salvajes.
En
la época contemporánea, el exterminio de los judíos ordenado por Hitler, el más
grande criminal de todos los tiempos, no hacía distingos sutiles entre adultos
y niños. Pero en la guerra civil española, el franquismo puso en práctica una
política ingeniosa: apoderarse de los niños de los republicanos vencidos o
fusilados y de los hijos de las mujeres encarceladas, para entregarlos al
cuidado bondadoso de la Iglesia Católica. Con ello salvaban a los niños
por partida doble: salvaban sus cuerpos de la muerte por hambre o abandono en
la tierra y salvaban sus almas de las garras del comunismo ateo de sus padres,
abriéndoles el camino hacia el cielo. Un padre
republicano padeció la peor de las torturas cuando fue liberado al cabo de 20
años de cautiverio: a la salida de la cárcel lo esperara un cura de sotana, su
hijo robado, que lo escupió en la cara. En el juicio contra los crímenes del
franquismo que costó su puesto al juez Baltasar Garzón, se dio la cifra de 30
mil niños arrebatados y dados en adopción a matrimonios franquistas en esa
época. La práctica de la Iglesia Católica española de “salvar” a los niños se
mantuvo hasta fines de los años 80, cuando sor María Gómez Valbuena, una bruja
en hábito de monja, “daba niños” en la clínica El Pilar después de engatusar a
las madres de escasos recursos haciéndolas creer que su hijo había muerto en el
parto, para entregarlo contra pago al contado a un matrimonio que lo criaría en
la fe cristiana… También podría hablarse del destino trágico de los niños
soldados de las guerras y narcoguerrillas de África, Asia y América Laina, y de
los niños esbirros de nuestro continente dolorido…
El caso de las mujeres detenidas y desaparecidas
en la Argentina cuyos hijos fueron entregados por la dictadura a matrimonios de
militares es conocido gracias a la formidable tenacidad de las madres y abuelas
de la Plaza de Mayo. El nieto rescatado número 109, Pablo Germán, recientemente
identificado, era hijo de los estudiantes chilenos asesinados Ángel Athanasiu Jara y Frida Laschan Mellado, secuestrados en Argentina
con su niño de cinco meses, el 15 de abril de 1976. Aunque en Chile no tuvimos secuestros sistemáticos de niños, se sabe por lo menos de nueve mujeres embarazadas desaparecidas sin que se conozca el destino que los militares dieron a los hijos que estaban esperando. Más de 30 menores fueron ultimados y miles de hijos de los asesinados, desparecidos y presos políticos quedaron traumatizados de por vida.
Así
llegamos a nuestro general Emilio Cheyre, que velaba por la seguridad del país
como comandante en jefe del ejército y que hoy, pintorescamente reciclado en el
Servel, es el gran aduanero electoral de nuestra democracia, y cuyo caso ha levantado
polvareda. En estos días nos hemos enterado de que siendo teniente, Cheyre entregó a un
convento de monjas de La Serena al niño de dos años Ernesto Ledjerman,
que el 8 de diciembre de 1973 había presenciado la muerte
de sus padres, el argentino Bernardo Ledjerman Konujowska y la mexicana María
Ávalos Castañeda. Cheyre aseguró a las monjas que los padres se habían hecho
explotar con dinamita, pero en un juicio de hace seis años que acabó en la
Corte Suprema quedó demostrado que marido y mujer no tenían armas y que fueron
abatidos fríamente a balazos por una patrulla militar en el valle de Elqui. Los
criminales, un brigadier y dos suboficiales, fueron condenados en 2007 a diez
años de cárcel, pero Cheyre pasó piola: había actuado “bajo órdenes” y “no
sabía”... El comandante Ariosto Lapostol, jefe del regimiento Arica de La
Serena, quien le dio a Cheyre la orden de entregar al niño, libró jabonado en
el juicio porque “no sabía” tampoco lo que habían hecho sus subordinados, quienes
al parecer se mandaban solos. El niño permaneció en el convento y finalmente fue
entregado a sus abuelos argentinos, y hoy, adulto, reclama con justa razón que
se aclaren los hechos.
El
incisivo rector Carlos Peña, seguido por un coro creciente de voces, ha
censurado el silencio mantenido por nuestro experto castrense en elecciones sobre
su actuación de hace cuatro décadas. Peña afirma que un hombre que ha ejercido
y ejerce altas funciones públicas “no
puede actuar como si el acto del que participó (y cuyos detalles ha guardado
por décadas) fuera un asunto entregado a su pura conciencia, un asunto entre él
y Dios”. Y agrega que “la memoria de hechos como los que vivió Cheyre (la Corte
Suprema declaró que los padres del niño que Cheyre puso en brazos de las monjas
habían sido asesinados) no es privada, sino pública”.
Curiosamente,
en julio de 2005 el autor de esta nota visitó en su oficina de calle Zenteno al
general Cheyre, entonces comandante en jefe, para revelarle un secreto que
había guardado 30 años, por lo que el presente texto continúa en primera
persona:
Cheyre
había reivindicado la figura del general Carlos Prats, dinamitado con su mujer Lucía
Cuthbert por los enviados de Pinochet en Buenos Aires, por lo que me pareció
pertinente explicarle en persona hidalgamente la participación que me había
cabido en la redacción de un diario apócrifo del general Prats en mis tiempos
de periodista exiliado en Moscú, un hecho que andando los años he llegado a
considerar condenable. Nadie sospechaba de mí de modo que podría haber callado hasta
la muerte, pero en mi novela Cadáver
tuerto destapé el asunto en clave de ficción de motu proprio y al crítico
literario mercurial Pedro Pablo Guerrero, que de verdad se lee los libros que
comenta, se le prendió la ampolleta. Me llamó y le confesé sin vueltas lo que
había hecho y me excusé personalmente ante cada una de las hijas del general
asesinado y ante el Fondo de Cultura Económica, la editorial mexicana que había
vendido cien mil ejemplares del diario de Prats surgido de mi fantasía, un bestseller
por el que no recibí un centavo (http://www.eduardolabarca.com/temas/Prats.html).
Aunque sabía que las patadas me lloverían de todos lados, como en realidad me
llovieron, actué de acuerdo con lo que dice Carlos Peña con respecto a Cheyre,
por estimar que el conocimiento de esos antecedentes era “indispensable para
reelaborar la memoria colectiva, la memoria de todos, que es la tarea que sigue
pendiente en el espacio público en Chile”. Al destapar lo que había hecho, me
lancé a la piscina vacía; Cheyre, que en la visita que le hice me trató
caballerosamente y me ofreció un café de grano, no el ordinario Nescafé que
Pinochet daba a sus invitados, prefirió, en el caso del niño Bernardo Ledjerman, permanecer en silencio al borde de la piscina hasta el día en que lo
citaron los tribunales y el tema estalló públicamente.