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20 de agosto de 2013

El general Cheyre, un niño huérfano y un cafecito



por Eduardo Labarca

Los niños, frágiles, indefensos e incapaces de valerse por sí mismos, han sido víctimas de todas nuestras guerras y conflictos infernales. En las batallas entre las polis griegas, madres de nuestra democracia, los vencedoras pasaban a los niños a cuchillo o les daban el destino que relata Tucídides sobre la caída de la isla de Melos: “Se sitió la plaza con más refuerzos, hubo una traición y los habitantes se rindieron a la voluntad de los atenienses. Estos mataron a todos los hombres en edad de llevar armas y vendieron como esclavos a las mujeres y los niños”.
La historia se ha repetido de mal en peor en los cuatro puntos cardinales. El faraón tuvo la brillante idea de disponer que arrojaran al Nilo a todos los judíos recién nacidos, pero no imaginó que su propia hija salvaría al pequeño Moisés, que un día conducirá a su pueblo a la tierra prometida. Herodes el Grande ordenó la Matanza de los Inocentes, todos los niños menores de dos años nacidos en Belén, con el fin de eliminar a uno solo de ellos que no habían podido identificar: el futuro rey de los judíos, nuestro bienamado Jesús. En la edad media partió la Cruzada de los Niños, un tropel de decenas de miles de pequeños de Francia y Alemania que entonaban rezos y elevaban crucifijos con destino a Jerusalén, para liberarla de los maléficos musulmanes. La cruzada infantil terminó en la muerte de hambre o enfermedad o en la esclavitud en Túnez, Egipto o Alejandría de la mayoría de los participantes. Cien años más tarde el sultán otomano Murad I, que desconfiaba de sus generales, creó la guardia de los jenízaros para la defensa de su palacio, guardia que sus sucesores mantendrán y desarrollarán a lo largo de los siglos. Estaba formada por niños robados a los cristianos y entrenados para luchar fanáticamente hasta la muerte contra… los cristianos. Y en la conquista de América, incluida la guerra de la Araucanía, los niños eran apresados para bautizarlos y enviarlos de esclavos a las minas o como servidores en las casas de los expedicionarios venidos a traer la buena nueva del cristianismo a un mundo de salvajes.
            En la época contemporánea, el exterminio de los judíos ordenado por Hitler, el más grande criminal de todos los tiempos, no hacía distingos sutiles entre adultos y niños. Pero en la guerra civil española, el franquismo puso en práctica una política ingeniosa: apoderarse de los niños de los republicanos vencidos o fusilados y de los hijos de las mujeres encarceladas, para entregarlos al cuidado bondadoso de la Iglesia Católica. Con ello salvaban a los niños por partida doble: salvaban sus cuerpos de la muerte por hambre o abandono en la tierra y salvaban sus almas de las garras del comunismo ateo de sus padres, abriéndoles el camino hacia el cielo. Un padre republicano padeció la peor de las torturas cuando fue liberado al cabo de 20 años de cautiverio: a la salida de la cárcel lo esperara un cura de sotana, su hijo robado, que lo escupió en la cara. En el juicio contra los crímenes del franquismo que costó su puesto al juez Baltasar Garzón, se dio la cifra de 30 mil niños arrebatados y dados en adopción a matrimonios franquistas en esa época. La práctica de la Iglesia Católica española de “salvar” a los niños se mantuvo hasta fines de los años 80, cuando sor María Gómez Valbuena, una bruja en hábito de monja, “daba niños” en la clínica El Pilar después de engatusar a las madres de escasos recursos haciéndolas creer que su hijo había muerto en el parto, para entregarlo contra pago al contado a un matrimonio que lo criaría en la fe cristiana… También podría hablarse del destino trágico de los niños soldados de las guerras y narcoguerrillas de África, Asia y América Laina, y de los niños esbirros de nuestro continente dolorido…
             El caso de las mujeres detenidas y desaparecidas en la Argentina cuyos hijos fueron entregados por la dictadura a matrimonios de militares es conocido gracias a la formidable tenacidad de las madres y abuelas de la Plaza de Mayo. El nieto rescatado número 109, Pablo Germán, recientemente identificado, era hijo de los estudiantes chilenos asesinados Ángel Athanasiu Jara y Frida Laschan Mellado, secuestrados en Argentina con su niño de cinco meses, el 15 de abril de 1976. Aunque en Chile no tuvimos secuestros sistemáticos de niños, se sabe por lo menos de nueve mujeres embarazadas desaparecidas sin que se conozca el destino que los militares dieron a los hijos que estaban esperando. Más de 30 menores fueron ultimados y miles de hijos de los asesinados, desparecidos y presos políticos quedaron traumatizados de por vida.
            Así llegamos a nuestro general Emilio Cheyre, que velaba por la seguridad del país como comandante en jefe del ejército y que hoy, pintorescamente reciclado en el Servel, es el gran aduanero electoral de nuestra democracia, y cuyo caso ha levantado polvareda. En estos días nos hemos enterado de que siendo teniente, Cheyre entregó a un convento de monjas de La Serena al niño de dos años Ernesto Ledjerman, que el 8 de diciembre de 1973 había presenciado la muerte de sus padres, el argentino Bernardo Ledjerman Konujowska y la mexicana María Ávalos Castañeda. Cheyre aseguró a las monjas que los padres se habían hecho explotar con dinamita, pero en un juicio de hace seis años que acabó en la Corte Suprema quedó demostrado que marido y mujer no tenían armas y que fueron abatidos fríamente a balazos por una patrulla militar en el valle de Elqui. Los criminales, un brigadier y dos suboficiales, fueron condenados en 2007 a diez años de cárcel, pero Cheyre pasó piola: había actuado “bajo órdenes” y “no sabía”... El comandante Ariosto Lapostol, jefe del regimiento Arica de La Serena, quien le dio a Cheyre la orden de entregar al niño, libró jabonado en el juicio porque “no sabía” tampoco lo que habían hecho sus subordinados, quienes al parecer se mandaban solos. El niño permaneció en el convento y finalmente fue entregado a sus abuelos argentinos, y hoy, adulto, reclama con justa razón que se aclaren los hechos.
El incisivo rector Carlos Peña, seguido por un coro creciente de voces, ha censurado el silencio mantenido por nuestro experto castrense en elecciones sobre su actuación de hace cuatro décadas. Peña afirma que un hombre que ha ejercido y ejerce altas funciones públicas “no puede actuar como si el acto del que participó (y cuyos detalles ha guardado por décadas) fuera un asunto entregado a su pura conciencia, un asunto entre él y Dios”. Y agrega que “la memoria de hechos como los que vivió Cheyre (la Corte Suprema declaró que los padres del niño que Cheyre puso en brazos de las monjas habían sido asesinados) no es privada, sino pública”.
            Curiosamente, en julio de 2005 el autor de esta nota visitó en su oficina de calle Zenteno al general Cheyre, entonces comandante en jefe, para revelarle un secreto que había guardado 30 años, por lo que el presente texto continúa en primera persona:
            Cheyre había reivindicado la figura del general Carlos Prats, dinamitado con su mujer Lucía Cuthbert por los enviados de Pinochet en Buenos Aires, por lo que me pareció pertinente explicarle en persona hidalgamente la participación que me había cabido en la redacción de un diario apócrifo del general Prats en mis tiempos de periodista exiliado en Moscú, un hecho que andando los años he llegado a considerar condenable. Nadie sospechaba de mí de modo que podría haber callado hasta la muerte, pero en mi novela Cadáver tuerto destapé el asunto en clave de ficción de motu proprio y al crítico literario mercurial Pedro Pablo Guerrero, que de verdad se lee los libros que comenta, se le prendió la ampolleta. Me llamó y le confesé sin vueltas lo que había hecho y me excusé personalmente ante cada una de las hijas del general asesinado y ante el Fondo de Cultura Económica, la editorial mexicana que había vendido cien mil ejemplares del diario de Prats surgido de mi fantasía, un bestseller por el que no recibí un centavo (http://www.eduardolabarca.com/temas/Prats.html). Aunque sabía que las patadas me lloverían de todos lados, como en realidad me llovieron, actué de acuerdo con lo que dice Carlos Peña con respecto a Cheyre, por estimar que el conocimiento de esos antecedentes era “indispensable para reelaborar la memoria colectiva, la memoria de todos, que es la tarea que sigue pendiente en el espacio público en Chile”. Al destapar lo que había hecho, me lancé a la piscina vacía; Cheyre, que en la visita que le hice me trató caballerosamente y me ofreció un café de grano, no el ordinario Nescafé que Pinochet daba a sus invitados, prefirió, en el caso del niño Bernardo Ledjerman, permanecer en silencio al borde de la piscina hasta el día en que lo citaron los tribunales y el tema estalló públicamente.