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26 de marzo de 2015

Chile en el diván del psicoanalista


Por Eduardo Labarca

            Este sábado a mediodía la destartalada micro chilenísima rodaba de Cartagena a San Antonio y por primera vez, en lugar de los corridos mexicanos o la voz del Rumpy en la Radio Corazón, los 22 pasajeros sentados y los 25 que nos agarrábamos como podíamos de pie escuchábamos una voz de hombre que nos envolvía desgranando artículos e incisos de nuestro Código Penal. El juez Juan Manuel Escobar nos describía los fundamentos del debate sobre las medidas precautorias del Caso Penta. Todos los pasajeros, asamblea solemne del vehículo en movimiento, lo escuchábamos en silencio. Cuando el fiscal Gajardo acusó a los imputados de formar una organización dedicada a eludir impuestos, desde su asiento la abuelita me hizo un guiño. Mientras se oía el rosario de facturas “ideológicamente falsas”, el maestro que cargaba una caja de herramientas sonrió con todos sus dientes. La madre adolescente con su guagua en brazos celebró la acusatoria palabra “forward” cuyo significado ni ella ni yo lográbamos entender. Los veraneantes rezagados que ocupaban el asiento de atrás aplaudieron al juez en el momento en que mandó a callar a un abogado. En San Antonio, cuando entré a recoger mi aspiradora al local del servicio de reparación, el técnico había desertado el mesón: al fondo, hipnotizado, se paseaba por el Centro de Justicia en el plasma de su televisor. En el café Carioca, saboreando mi cortado uní mi gruñido al de los clientes que devoraban completos cada vez que un letrado proclamaba la inocencia de su defendido. Y cuando desde la caja la dueña dijo “pobrecito” en el instante en que la cámara enfocó al Choclo Délano, fui yo quien empezó el pataleo de un trueno de protesta. A borde del colectivo amarillo del regreso, llevando en el maletero la aspiradora con la que habría de limpiar mi casa como los fiscales estaban haciendo con esta casa que llamamos Chile, el chofer, tres pasajeros y yo, que venía apretujado al medio en el asiento trasero, invadidos por la radio Bío Bío, disfrutamos, empoderados, el alegato del jefe del Consejo de Defensa del Estado que exigía prisión preventiva a diestra y siniestra.

            Mientras duró mi viaje de ida y vuelta por el litoral, Chile había cambiado. Las advertencias premonitorias de Carlos Peña, Tomás Mosciatti, Daniel Matamala y Mónica Rincón, sabios y sabia de la tribu, y los rumores que se acumulaban, habían cuajado y estallado por fin… Y allí, en la locación televisiva del Centro de Justicia, alias el “Mall del Crimen”, estábamos participando todos… y “todas” como se dice ahora, convertidos en tribunal. Días antes, el caso Caval se había unido al caso Penta que ahora se desenvolvía entre nosotros, que permanecíamos en silencio mientras un juez les leía la cartilla con  todas las letras del alfabeto a los “presuntos” culpables, después que el Choclo Délano hubo leído a la llegada la declaración altisonante que le había redactado su asesor de imagen, el Enrique Correa de todos los chanchullos.

            Chile –nosotros incluidos– yacía en el diván del psicoanalista. No se trataba ya de silicona, minifaldas, escándalos, acuestes o rupturas de los personajes ínfimos de la farándula. Ahora nuestro reality iba en serio y se desarrollaba en plasma XXL con sonido estéreo. No eran los nombres, apellidos y rostros de los opinólogos, ni los jeroglíficos abstractos de los expertos de los horarios “prime”. Eran hombres y mujeres de verdad que atacaban o intentaban defenderse jugándose hasta el concho y los veíamos transpirar empeñados en mantenerse serenos, hablando con tics y pestañeos nerviosos y voces atragantadas. Con una mezcla de rabia y vergüenza ajena, habíamos acompañado unos días ante a un Dávalos al borde de un ataque de nervios, leyendo a tropezones el anuncio de su renuncia. Percibimos la mirada huidiza de la Presidenta cuando afirmó con palabras que se resistían a fluir, que se había enterado por la prensa de la pillería milmillonaria de su hijo y de su nuera de rompe y rasga, y en nuestro fuero interno quisimos comprenderla, compadecerla, considerarla víctima de su amor de madre, guiada quizás por el afán de hacerse perdonar alguna de las tantas culpas que los padres sentimos hacia nuestros hijos, y no tuvimos motivo para dudar de la rectitud y sentido ético de la madre, absolutamente contrapuestos a la “ética” antiestética de su huaina.

            Y así, con el caso Caval y el caso Penta entremezclados seguíamos en medio de la audiencia. El más sereno era el juez Escobar, ejerciendo con bisturí de cirujano y toques de ingenio su oficio de cada día, con la diferencia de que los imputados que se hallaban frente a él no eran los habituales ladrones de poca monta sino “antisociales” de la alta sociedad. Acompañamos a cada uno de los fiscales en su función de “malos”, encargados de defender los bienes comunes de todos nosotros, y apreciamos las gesticulaciones de sus músculos faciales. Conocimos los rasgos tensos y la voz implacable de Gajardo, la serenidad firme de Chahuán traicionada al final de las audiencias con la pataleta con que dio salida a la presión que estaba padeciendo. Junto a nosotros, en el escenario compartido, Julián López, imperturbable tras su barba de cuatro días, defendía a sus clientes indefendibles; la abogada Lathrop trataba desesperadamente de salvar a Hugo Bravo, el “topo” que destapó  la olla; la abogada Horvitz, saltándose el trato versallesco de la “gente bien”, comparaba a los “caballeros” de Penta con narcotraficantes.

            Ý allí estábamos en el momento inolvidable de la “gran finale”: la salida de los seis inculpados enviados a prisión, flanqueado cada cual por un gendarme que le tomaba el brazo o lo llevaba cortito con una mano a la altura de los riñones. El Choclo Délano tratando de mantener la frente en alto con la vista perdida; Carlos Eugenio Lavín forzando una sonrisa chueca; Pablo Wagner resistiendo la humillación con la mandíbula apretada; Hugo Bravo, arrastrando las miserias físicas y espirituales de un personaje de Shakespeare.

             Entonces, al escenario saltó el bufón encargado de ponernos sin escapatoria frente a  las verdades de la psicoterapia colectiva en que estábamos participando, verdades que han da cambiar nuestras vidas y hacer de Chile, ojalá, un país con menos trancas y más verdad. El que dijo la última palabra fue Yerko Puchento.
Domingo  8 de marzo de 2015