Por Eduardo Labarca
Este
sábado a mediodía la destartalada micro chilenísima rodaba de Cartagena a San
Antonio y por primera vez, en lugar de los corridos mexicanos o la voz del
Rumpy en la Radio Corazón, los 22 pasajeros sentados y los 25 que nos agarrábamos
como podíamos de pie escuchábamos una voz de hombre que nos envolvía desgranando
artículos e incisos de nuestro Código Penal. El juez Juan Manuel Escobar nos describía
los fundamentos del debate sobre las medidas precautorias del Caso Penta. Todos
los pasajeros, asamblea solemne del vehículo en movimiento, lo escuchábamos en
silencio. Cuando el fiscal Gajardo acusó a los imputados de formar una
organización dedicada a eludir impuestos, desde su asiento la abuelita me hizo
un guiño. Mientras se oía el rosario de facturas “ideológicamente falsas”, el
maestro que cargaba una caja de herramientas sonrió con todos sus dientes. La
madre adolescente con su guagua en brazos celebró la acusatoria palabra
“forward” cuyo significado ni ella ni yo lográbamos entender. Los veraneantes
rezagados que ocupaban el asiento de atrás aplaudieron al juez en el momento en
que mandó a callar a un abogado. En San Antonio, cuando entré a recoger mi
aspiradora al local del servicio de reparación, el técnico había desertado el
mesón: al fondo, hipnotizado, se paseaba por el Centro de Justicia en el plasma
de su televisor. En el café Carioca, saboreando mi cortado uní mi gruñido al de
los clientes que devoraban completos cada vez que un letrado proclamaba la
inocencia de su defendido. Y cuando desde la caja la dueña dijo “pobrecito” en
el instante en que la cámara enfocó al Choclo Délano, fui yo quien empezó el
pataleo de un trueno de protesta. A borde del colectivo amarillo del regreso, llevando
en el maletero la aspiradora con la que habría de limpiar mi casa como los
fiscales estaban haciendo con esta casa que llamamos Chile, el chofer, tres pasajeros
y yo, que venía apretujado al medio en el asiento trasero, invadidos por la
radio Bío Bío, disfrutamos, empoderados, el alegato del jefe del Consejo de
Defensa del Estado que exigía prisión preventiva a diestra y siniestra.
Mientras
duró mi viaje de ida y vuelta por el litoral, Chile había cambiado. Las
advertencias premonitorias de Carlos Peña, Tomás Mosciatti, Daniel Matamala y Mónica Rincón, sabios y sabia de la
tribu, y los rumores que se acumulaban, habían cuajado y estallado por fin… Y
allí, en la locación televisiva del Centro de Justicia, alias el “Mall del
Crimen”, estábamos participando todos… y “todas” como se dice ahora, convertidos
en tribunal. Días antes, el caso Caval se había unido al caso Penta que ahora
se desenvolvía entre nosotros, que permanecíamos en silencio mientras un juez
les leía la cartilla con todas las
letras del alfabeto a los “presuntos” culpables, después que el Choclo Délano hubo
leído a la llegada la declaración altisonante que le había redactado su asesor
de imagen, el Enrique Correa de todos los chanchullos.
Chile
–nosotros incluidos– yacía en el diván del psicoanalista. No se trataba ya de
silicona, minifaldas, escándalos, acuestes o rupturas de los personajes ínfimos
de la farándula. Ahora nuestro reality iba en serio y se desarrollaba en plasma
XXL con sonido estéreo. No eran los nombres, apellidos y rostros de los
opinólogos, ni los jeroglíficos abstractos de los expertos de los horarios
“prime”. Eran hombres y mujeres de verdad que atacaban o intentaban defenderse jugándose
hasta el concho y los veíamos transpirar empeñados en mantenerse serenos,
hablando con tics y pestañeos nerviosos y voces atragantadas. Con una mezcla de
rabia y vergüenza ajena, habíamos acompañado unos días ante a un Dávalos al
borde de un ataque de nervios, leyendo a tropezones el anuncio de su renuncia. Percibimos
la mirada huidiza de la Presidenta cuando afirmó con palabras que se resistían
a fluir, que se había enterado por la prensa de la pillería milmillonaria de su
hijo y de su nuera de rompe y rasga, y en nuestro fuero interno quisimos
comprenderla, compadecerla, considerarla víctima de su amor de madre, guiada quizás
por el afán de hacerse perdonar alguna de las tantas culpas que los padres
sentimos hacia nuestros hijos, y no tuvimos motivo para dudar de la rectitud y
sentido ético de la madre, absolutamente contrapuestos a la “ética” antiestética
de su huaina.
Y así, con el caso Caval y el caso
Penta entremezclados seguíamos en medio de la audiencia. El más sereno era el
juez Escobar, ejerciendo con bisturí de cirujano y toques de ingenio su oficio
de cada día, con la diferencia de que los imputados que se hallaban frente a él
no eran los habituales ladrones de poca monta sino “antisociales” de la alta
sociedad. Acompañamos a cada uno de los fiscales en su función de “malos”,
encargados de defender los bienes comunes de todos nosotros, y apreciamos las
gesticulaciones de sus músculos faciales. Conocimos los rasgos tensos y la voz implacable
de Gajardo, la serenidad firme de Chahuán traicionada al final de las
audiencias con la pataleta con que dio salida a la presión que estaba padeciendo.
Junto a nosotros, en el escenario compartido, Julián López, imperturbable tras
su barba de cuatro días, defendía a sus clientes indefendibles; la abogada
Lathrop trataba desesperadamente de salvar a Hugo Bravo, el “topo” que
destapó la olla; la abogada Horvitz, saltándose
el trato versallesco de la “gente bien”, comparaba a los “caballeros” de Penta con
narcotraficantes.
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allí estábamos en el momento inolvidable de la “gran finale”: la salida de los
seis inculpados enviados a prisión, flanqueado cada cual por un gendarme que le
tomaba el brazo o lo llevaba cortito con una mano a la altura de los riñones.
El Choclo Délano tratando de mantener la frente en alto con la vista perdida;
Carlos Eugenio Lavín forzando una sonrisa chueca; Pablo Wagner resistiendo la
humillación con la mandíbula apretada; Hugo Bravo, arrastrando las miserias
físicas y espirituales de un personaje de Shakespeare.
Entonces, al escenario saltó el bufón
encargado de ponernos sin escapatoria frente a las verdades de la psicoterapia colectiva en
que estábamos participando, verdades que han da cambiar nuestras vidas y hacer
de Chile, ojalá, un país con menos trancas y más verdad. El que dijo la última
palabra fue Yerko Puchento.
Domingo 8 de marzo de 2015