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22 de abril de 2015

El misterio del lanza chileno



El Mercurio
Revista Sábado
18 de abril de 2015

por Eduardo Labarca
autor de la novela Lanza internacional

            According to police, the Chileans are the best… “Según la policía, los chilenos son los mejores”, afirma Darren Bond, jefe de la policía de Londres, refiriéndose a los ladrones que actúan en la zona de los hoteles y las grandes tiendas de la capital británica. El reportaje publicado la semana pasada por The Times dio la vuelta al mundo.

            En los años en que recorrí Europa por razones de exilio y trabajo, comprobé cuán ignorantes éramos los chilenos con respecto a esos compatriotas que gozaban en el extranjero de una aureola de leyenda. Hasta que comencé a topármelos y conocerlos. Un mañana, en el metro de Viena, a mi lado venía un pasajero moreno y de pelo ensortijado, cuya chaqueta clara con granos de pimienta exhibía el logo de Pal Zileri. Perfecto turista italiano, me arrinconaba con el Corriere della Sera que traía desplegado, mientras una pareja me rozó por el otro lado… “Pórtense bien, chiquillos”, les dije, y el “italiano” me preguntó: “¿Vos soi sapo?”. Le contesté que no: “Vivo aquí y no quiero que me vacunen”.

            Los tres se escabulleron en la estación siguiente, la misma en la que yo me bajaba, y los invité a una cerveza. La pareja desapareció y sólo el “italiano” se dio por aludido. En la cervecería me contó que su mujer –“mi compañera”, dijo– estaba presa en Austria. Los hijos habían quedado bajo el cuidado de una abuela que se había enfermado, y era urgente que a su mujer la deportaran a Chile para que pudiera atenderlos. El lanza no quería asomarse por el consulado chileno y me pidió un favor: que hablara con la cónsul a fin de agilizar las gestiones frente a las autoridades austríacas para la expulsión de su mujer. La cónsul, hija de un general, se esmeraba en atender a los exiliados como yo y tomó cartas en el asunto.

            Una semana más tarde, el lanza me llamó por teléfono –¿cómo se consiguió el número?– para contarme que su mujer había sido devuelta a Chile esa mañana y que él viajaría dos días más tarde. Volvimos a la cervecería y cuando estiré la mano para despedirme sentí un objeto frío, denso: era un Rolex de alta gama, cuyo precio podía bordear los 20 mil euros. “Legítimo”, dijo. Le contesté que no podía aceptarlo y que seguiría “fiel a mi Cassio de plástico”. “Puede venderlo”, insistió. “No le hago a ese negocio”, le respondí, devolviéndoselo. Su últimas palabras fueron: “Cuando vuelva a Chile, compadre, si algún c… de su madre lo anda molestando, avíseme: yo me encargo. Pregunte por el (…) en la población (…)”. Nunca he requerido sus servicios. Espero que el deseo de que sus hijos estudiaran en la universidad haya podido cumplirse. “Para que no sean linyeras como yo”, dijo usando la expresión argentina.

            Se cuenta que a mediados del siglo pasado en el metro de Nueva York la Yuyito, la más grande lanza chilena de todos los tiempos, despojó de su billetera al mismísimo director del FBI. Mientras tomábamos un pastis en una terraza de los Campos Elíseos, un cantautor amigo me mostró a un elegante sexagenario que caminaba con  talante aristocrático: el Ángel, famoso lanza chileno que circulaba por los hoteles cinco estrellas. Instalado por la mañana en el comedor frente a un magnífico desayuno como un pasajero más, elegía a su víctima, un turista al que seguiría los pasos por la ciudad hasta desvalijarlo. En una ocasión “timbró” a un matrimonio de japoneses y mientras ella elegía un vestido en una tienda de rebajas, extrajo con dedos finos del bolsillo del marido el objeto diminuto que le interesaba: la llave de  la caja fuerte de la habitación. El Ángel volvió al hotel, pidió a la camarera que le abriera “su” pieza y se llevó más de cien mil euros en billetes. Cuando volvió a Europa varios años más tarde, la suerte lo abandonó y fue a dar a la cárcel de Champ Dollon, en Ginebra. Desde ahí el Ángel enviaba cartas de amor a Verónica, la cancillera del consulado de Chile que lo había atendido amablemente, hasta que un albanés lo mató de siete puñaladas en su celda calefaccionada.

            ¿A qué se debe que chilenos y chilenas provenientes de las poblaciones periféricas de Santiago u otras ciudades de Chile sobresalgan entre los carteristas del ancho mundo? ¿Cómo logran esos compatriotas de origen modesto, que generalmente no han llegado al 4º medio, circular por países donde se hablan diferentes idiomas, mimetizarse, burlar a las policías más afamadas del planeta? En The Times, ante la pregunta de “por qué los chilenos son los mejores”, el policía británico responde: “Se basan en actividades de inteligencia. Eligen a turistas adinerados. Actúan en equipo de tres o seis personas, a menudo de edad mediana. Parecen una familia simpática o un grupo de empresarios. Es muy difícil seguirles la pista”. Los rumanos y búlgaros representan el 70 por ciento de los carteristas y ladrones de tiendas y hoteles apresados en Londres; los chilenos, tan activos como ellos, sólo son el 5 por ciento.

            Subsiste la pregunta: ¿Por qué esos compatriotas exhiben tales habilidades? Durante mi vida en Europa observé que los chilenos somos más adaptables que otros latinoamericanos. En Madrid, en dos semanas el chileno está pronunciando las zetas a la española y usando palabras como “chaval” o “gamberro”. Un argentino puede vivir allí 50 años y seguirá hablando de “che”. Hay españoles que pasan toda la vida en Chile y hablan con acento tan intenso como Amaro Gómez Pablos. Tal vez  el chileno es más inseguro y su identidad, más difusa, camaleónica… Nuestros lanzas saben aprovechar esas características y metamorfosearse, como las dos ladronas chilenas que circulaban en Londres vistiendo la burka afgana, con el cuerpo y el rostro completamente tapados. En las tiendas de lujo despojaban a los magnates árabes: al ser detenidas portaban 130.000 euros y 20.000 libras esterlinas.

            Los rumanos, búlgaros, turcos, argelinos y otros carteristas que recorren Europa usan navaja y hojas de afeitar para intimidar o defenderse. Los chilenos no cargan armas: saben que la sola posesión de un puñal puede costarles cinco años de cárcel. Son disciplinados, y si alguno llega a “trabajar” drogado o borracho es excluido del grupo. En las poblaciones hay clanes familiares de lanzas, constituidos por abuelos, tíos y tías, sobrinos, hermanas y hermanos, primos y primas unidos por fuertes lazos solidarios. Suelen vivir en las mejores casas de la población. Pero no cualquiera es lanza internacional. Antes de ser admitido en esa categoría, un ladrón tiene que demostrar sus capacidades en Chile. La selección es estricta y la promoción se concreta en una primera salida al extranjero con la banda. El lanza o la lanza debutantes se encomiendan a la Virgen de Montserrat en la Iglesia de la Viñita de Recoleta y según cómo se comporten en el viaje serán llevados o no en excursiones posteriores.

            Al igual que en Chile, en el extranjero el lanza tarde o temprano va a dar a la cárcel y allí­­ su capacidad de sobrevivir define su carrera. En las prisiones europeas, los chilenos tienen fama de saber defenderse cuando son atacados. El alcaide del presidio de Topas, cerca de Salamanca, me dijo: “Yo separo a los chilenos, porque si pongo a dos juntos, me toman el control del módulo”. Una organización protestante de Inglaterra, una masónica de Francia y asociaciones católicas de España, Italia y Austria ofrecen apoyo y asesoría de abogados a los presos chilenos. Mi amigo Gonzalo Boye, un penalista estrella de origen chileno que ejerce en España, conoció a los lanzas cuando pasó varios años preso debido a la relación que mantenía el MIR, al que perteneció de muchacho, con los terroristas vascos de la ETA. En Murcia, haciendo valer mi calidad de abogado chileno, tuve que vestir la toga negra de los letrados españoles, aunque sin las puñetas blancas que distinguen a los jueces, para asistir a la audiencia de un tribunal en que, tras interrogar hábilmente a los testigos y hacer un alegato brillante, Boye derrotó a la fiscal y consiguió la libertad de varios chilenos acusados de robo con intimidación a un empresario que salía de un banco con un fajo de billetes.

            Cuando un chileno es detenido en otro país, las autoridades locales informan al consulado de Chile y éste vela por que se le mantenga en buenas condiciones y sus derechos sean garantizados. Los consulados canalizan las comunicaciones y los trámites que necesitan los chilenos presos, y las asistentes sociales del Ministerio de Relaciones Exteriores mantienen en Chile contacto con las familias. Entre los pedidos de los chilenos encarcelados en Europa están las tarjetas telefónicas de prepago para hablar con sus familias en Chile y novelas en español. Momento inolvidable para varios de ellos fue la visita que en Navidad les hizo Iván Zamorano en una cárcel de Madrid.

            En bares y clubes latinos de Europa he visto a lanzas celebrando después de una  jornada con una botella de whisky en el centro de la mesa. En Milán, mi amigo Fredy, poeta peruano, me invitó a Campo Lauro donde tenía que arbitrar un partido de fútbol entre chilenos. Mi sorpresa fue mayúscula: se trataba del Clásico de los Choros contra los Giles. Gracias a un gol de último minuto del Caraecorcho, los lanzas se llevaron la copa donada por una asociación local. Se las entregó la bella y elegante abogada Marina L., famosa por haberse enamorado de un lanza y haber viajado a casarse con él en una población de Santiago. Después del partido Fredy me contó que un jugador lo había amenazado –“te voy a pifiarte el paño”– por haber cobrado un penal. Calmados los ánimos, comimos empanadas y vi flamear la bandera chilena.

            Desde que leíamos de niños las aventuras del pirata Sandokán, los bandidos de las novelas y las películas forman parte de nuestro imaginario. En Chile nos han acompañado el hijo de ladrón de la novela de Manuel Rojas, el salteador campesino Eloy, de Carlos Droguett, y las novelas de los bajos fondos de Méndez Carrasco, el Paco Rivano y Luis Cornejo. Un antiguo ladrón redimido, Alfredo Gómez Morel, convertido en escritor en la cárcel, nos entregó El río, intensa novela basada en su vida. Pero Gómez Morel tuvo un padre pudiente, fue a buenos colegios y al ser abandonado por la madre bajó a vivir con los niños vagos del Mapocho. No nació en una población como los lanzas internacionales.

            Es curioso que en un país en que, según me dice la académica Macarena Areco, de 2000 a 2012 se publicaron 3.166 libros de narrativa, no encontremos entre sus protagonistas a los ladrones chilenos que recorren el planeta. Parecería que algún factor subconsciente nos llevase a taparnos un ojo, o los dos, a mirar para otro lado cuando nos hallamos frente a estos aventureros chilenos que sorprenden al mundo.