El Mercurio
Revista Sábado
18 de abril de 2015
por
Eduardo Labarca
autor
de la novela Lanza internacional
According to police, the Chileans are the
best… “Según
la policía, los chilenos son los mejores”, afirma Darren Bond, jefe de la policía
de Londres, refiriéndose a los ladrones que actúan en la zona de los hoteles y
las grandes tiendas de la capital británica. El reportaje publicado la semana pasada
por The Times dio la vuelta al mundo.
En los años en que recorrí
Europa por razones de exilio y trabajo, comprobé cuán ignorantes éramos los
chilenos con respecto a esos compatriotas que gozaban en el extranjero de una
aureola de leyenda. Hasta que comencé a topármelos y conocerlos. Un mañana, en
el metro de Viena, a mi lado venía un pasajero moreno y de pelo
ensortijado, cuya chaqueta clara con granos de pimienta exhibía el logo de Pal
Zileri. Perfecto turista italiano, me arrinconaba con el Corriere della Sera que traía desplegado, mientras una pareja me rozó
por el otro lado… “Pórtense bien, chiquillos”, les dije, y el “italiano” me preguntó:
“¿Vos soi sapo?”. Le contesté que no: “Vivo aquí y no quiero que me vacunen”.
Los tres se escabulleron
en la estación siguiente, la misma en la que yo me bajaba, y los invité a una
cerveza. La pareja desapareció y sólo el “italiano” se dio por aludido. En la
cervecería me contó que su mujer –“mi compañera”, dijo– estaba presa en
Austria. Los hijos habían quedado bajo el cuidado de una abuela que se había
enfermado, y era urgente que a su mujer la deportaran a Chile para que pudiera atenderlos.
El lanza no quería asomarse por el consulado chileno y me pidió un favor: que
hablara con la cónsul a fin de agilizar las gestiones frente a las autoridades
austríacas para la expulsión de su mujer. La cónsul, hija de un general, se
esmeraba en atender a los exiliados como yo y tomó cartas en el asunto.
Una semana más tarde,
el lanza me llamó por teléfono –¿cómo se consiguió el número?– para contarme que
su mujer había sido devuelta a Chile esa mañana y que él viajaría dos días más
tarde. Volvimos a la cervecería y cuando estiré la mano para despedirme sentí
un objeto frío, denso: era un Rolex de alta gama, cuyo precio podía bordear los
20 mil euros. “Legítimo”, dijo. Le contesté que no podía aceptarlo y que seguiría
“fiel a mi Cassio de plástico”. “Puede venderlo”, insistió. “No le hago a ese
negocio”, le respondí, devolviéndoselo. Su últimas palabras fueron: “Cuando
vuelva a Chile, compadre, si algún c… de su madre lo anda molestando, avíseme:
yo me encargo. Pregunte por el (…) en la población (…)”. Nunca he requerido sus
servicios. Espero que el deseo de que sus hijos estudiaran en la universidad
haya podido cumplirse. “Para que no sean linyeras como yo”, dijo usando la
expresión argentina.
Se cuenta que a mediados
del siglo pasado en el metro de Nueva York la Yuyito, la más grande lanza
chilena de todos los tiempos, despojó de su billetera al mismísimo director del
FBI. Mientras tomábamos un pastis en una terraza de los Campos Elíseos, un cantautor
amigo me mostró a un elegante sexagenario que caminaba con talante aristocrático: el Ángel, famoso lanza
chileno que circulaba por los hoteles cinco estrellas. Instalado por la mañana en
el comedor frente a un magnífico desayuno como un pasajero más, elegía a su víctima,
un turista al que seguiría los pasos por la ciudad hasta desvalijarlo. En una
ocasión “timbró” a un matrimonio de japoneses y mientras ella elegía un vestido
en una tienda de rebajas, extrajo con dedos finos del bolsillo del marido el
objeto diminuto que le interesaba: la llave de
la caja fuerte de la habitación. El Ángel volvió al hotel, pidió a la
camarera que le abriera “su” pieza y se llevó más de cien mil euros en
billetes. Cuando volvió a Europa varios años más tarde, la suerte lo abandonó y
fue a dar a la cárcel de Champ Dollon, en Ginebra. Desde ahí el Ángel enviaba
cartas de amor a Verónica, la cancillera del consulado de Chile que lo había
atendido amablemente, hasta que un albanés lo mató de siete puñaladas en su celda
calefaccionada.
¿A qué se debe que chilenos
y chilenas provenientes de las poblaciones periféricas de Santiago u otras
ciudades de Chile sobresalgan entre los carteristas del ancho mundo? ¿Cómo
logran esos compatriotas de origen modesto, que generalmente no han llegado al
4º medio, circular por países donde se hablan diferentes idiomas, mimetizarse, burlar
a las policías más afamadas del planeta? En The
Times, ante la pregunta de “por qué los chilenos son los mejores”, el
policía británico responde: “Se basan en actividades de inteligencia. Eligen a
turistas adinerados. Actúan en equipo de tres o seis personas, a menudo de edad
mediana. Parecen una familia simpática o un grupo de empresarios. Es muy
difícil seguirles la pista”. Los rumanos y búlgaros representan el 70 por ciento
de los carteristas y ladrones de tiendas y hoteles apresados en Londres; los
chilenos, tan activos como ellos, sólo son el 5 por ciento.
Subsiste la pregunta:
¿Por qué esos compatriotas exhiben tales habilidades? Durante mi vida en Europa
observé que los chilenos somos más adaptables que otros latinoamericanos. En Madrid,
en dos semanas el chileno está pronunciando las zetas a la española y usando
palabras como “chaval” o “gamberro”. Un argentino puede vivir allí 50 años y
seguirá hablando de “che”. Hay españoles que pasan toda la vida en Chile y hablan
con acento tan intenso como Amaro Gómez Pablos. Tal vez el chileno es más inseguro y su identidad, más
difusa, camaleónica… Nuestros lanzas saben aprovechar esas características y metamorfosearse,
como las dos ladronas chilenas que circulaban en Londres vistiendo la burka
afgana, con el cuerpo y el rostro completamente tapados. En las tiendas de lujo
despojaban a los magnates árabes: al ser detenidas portaban 130.000 euros y
20.000 libras esterlinas.
Los rumanos,
búlgaros, turcos, argelinos y otros carteristas que recorren Europa usan navaja
y hojas de afeitar para intimidar o defenderse. Los chilenos no cargan armas:
saben que la sola posesión de un puñal puede costarles cinco años de cárcel.
Son disciplinados, y si alguno llega a “trabajar” drogado o borracho es
excluido del grupo. En las poblaciones hay clanes familiares de lanzas, constituidos
por abuelos, tíos y tías, sobrinos, hermanas y hermanos, primos y primas unidos
por fuertes lazos solidarios. Suelen vivir en las mejores casas de la
población. Pero no cualquiera es lanza internacional. Antes de ser admitido en esa
categoría, un ladrón tiene que demostrar sus capacidades en Chile. La selección
es estricta y la promoción se concreta en una primera salida al extranjero con
la banda. El lanza o la lanza debutantes se encomiendan a la Virgen de
Montserrat en la Iglesia de la Viñita de Recoleta y según cómo se comporten en el
viaje serán llevados o no en excursiones posteriores.
Al igual que en Chile,
en el extranjero el lanza tarde o temprano va a dar a la cárcel y allí su
capacidad de sobrevivir define su carrera. En las prisiones europeas, los
chilenos tienen fama de saber defenderse cuando son atacados. El alcaide del
presidio de Topas, cerca de Salamanca, me dijo: “Yo separo a los chilenos,
porque si pongo a dos juntos, me toman el control del módulo”. Una organización
protestante de Inglaterra, una masónica de Francia y asociaciones católicas de España,
Italia y Austria ofrecen apoyo y asesoría de abogados a los presos chilenos. Mi
amigo Gonzalo Boye, un penalista estrella de origen chileno que ejerce en
España, conoció a los lanzas cuando pasó varios años preso debido a la relación
que mantenía el MIR, al que perteneció de muchacho, con los terroristas vascos
de la ETA. En Murcia, haciendo valer mi calidad de abogado chileno, tuve que
vestir la toga negra de los letrados españoles, aunque sin las puñetas blancas
que distinguen a los jueces, para asistir a la audiencia de un tribunal en que,
tras interrogar hábilmente a los testigos y hacer un alegato brillante, Boye derrotó
a la fiscal y consiguió la libertad de varios chilenos acusados de robo con
intimidación a un empresario que salía de un banco con un fajo de billetes.
Cuando un chileno es
detenido en otro país, las autoridades locales informan al consulado de Chile y
éste vela por que se le mantenga en buenas condiciones y sus derechos sean
garantizados. Los consulados canalizan las comunicaciones y los trámites que necesitan
los chilenos presos, y las asistentes sociales del Ministerio de Relaciones
Exteriores mantienen en Chile contacto con las familias. Entre los pedidos de
los chilenos encarcelados en Europa están las tarjetas telefónicas de prepago
para hablar con sus familias en Chile y novelas en español. Momento inolvidable
para varios de ellos fue la visita que en Navidad les hizo Iván Zamorano en una
cárcel de Madrid.
En bares y clubes
latinos de Europa he visto a lanzas celebrando después de una jornada con una botella de whisky en el centro
de la mesa. En Milán, mi amigo Fredy, poeta peruano, me invitó a Campo Lauro
donde tenía que arbitrar un partido de fútbol entre chilenos. Mi sorpresa fue mayúscula:
se trataba del Clásico de los Choros contra los Giles. Gracias a un gol de último
minuto del Caraecorcho, los lanzas se llevaron la copa donada por una
asociación local. Se las entregó la bella y elegante abogada Marina L., famosa
por haberse enamorado de un lanza y haber viajado a casarse con él en una
población de Santiago. Después del partido Fredy me contó que un jugador lo
había amenazado –“te voy a pifiarte el paño”– por haber cobrado un penal.
Calmados los ánimos, comimos empanadas y vi flamear la bandera chilena.
Desde que leíamos de niños
las aventuras del pirata Sandokán, los bandidos de las novelas y las películas forman
parte de nuestro imaginario. En Chile nos han acompañado el hijo de ladrón de
la novela de Manuel Rojas, el salteador campesino Eloy, de Carlos Droguett, y
las novelas de los bajos fondos de Méndez Carrasco, el Paco Rivano y Luis
Cornejo. Un antiguo ladrón redimido, Alfredo Gómez Morel, convertido en
escritor en la cárcel, nos entregó El río,
intensa novela basada en su vida. Pero Gómez Morel tuvo un padre pudiente, fue
a buenos colegios y al ser abandonado por la madre bajó a vivir con los niños
vagos del Mapocho. No nació en una población como los lanzas internacionales.
Es curioso que en un
país en que, según me dice la académica Macarena Areco, de 2000 a 2012 se
publicaron 3.166 libros de narrativa, no encontremos entre sus protagonistas a los
ladrones chilenos que recorren el planeta. Parecería que algún factor subconsciente
nos llevase a taparnos un ojo, o los dos, a mirar para otro lado cuando nos
hallamos frente a estos aventureros chilenos que sorprenden al mundo.