El
Mostrador
29 de
abril de 2015
La
minería chilena no metálica –salitre, yodo, litio– tiene una historia de
corrupción y sangre. Corrupción, porque los empresarios salitreros sucesivos
‒británicos, estadounidenses, chilenos‒ siempre han tenido una caja negra para
sobornar a políticos, cosa que el caso SQM ha vuelto a demostrar. Sangre,
porque la Guerra del Pacífico (alrededor de 10.000 soldados chilenos muertos)
fue una guerra salitrera; porque la Guerra Civil de 1891 (más de 5.000 muertos)
fue salitrera; porque las masacres de comienzos del siglo XX (Escuela Santa
María, alrededor de 3.000 muertos; Marusia, 500; San Gregorio, 100; La Coruña,
2.000 muertos) se realizaron en la pampa salitrera, donde se hallaba la mayor
concentración obrera de Sudamérica; porque los militares golpistas de 1973
asesinaron a trabajadores salitreros y convirtieron varios pueblos salitreros
(Pisagua, Chacabuco) en campos de concentración y muerte; porque la
privatización del salitre y su “adquisición” por Ponce Lerou se realizaron al
amparo de la represión militar dirigida por su suegro Pinochet.
En la
Guerra del Pacífico, Chile conquistó 180 mil kilómetros cuadrados con las
únicas reservas mundiales de salitre, el fertilizante que se usaba
universalmente. Al término de la guerra, hace 130 años, el inglés John Thomas
North, antiguo calderero en la Oficina Santa Rita, adquirió por el 10% o 15% de
su valor, los certificados con que el Perú había pagado las salitreras a sus
dueños al nacionalizarlas. Inclinándose ante los especuladores, el gobierno
chileno entregó las salitreras a los tenedores de los bonos peruanos, y North,
que había realizado la compra con dinero prestado por los bancos chilenos,
emergió como el Rey del Salitre. Instalado a todo lujo en Inglaterra, se
convirtió en uno de los magnates más poderosos y extravagantes de la City de
Londres y el más rico de Chile.
Cuando
el presidente José Manuel Balmaceda quiso que las salitreras pasaran a
empresarios chilenos, North viajó a Chile con gran pompa y se abocó a derramar
dinero entre abogados, parlamentarios y ministros para asegurarse la
intangibilidad de sus negocios consistentes en una decena de explotaciones
salitreras, ferrocarriles, la redes de agua, transporte marítimo, un banco…
Entre los beneficiados con los fondos que North, tal como hará Ponce Lerou,
derramaba en forma transversal, se contaban “respetables caballeros” chilenos:
el parlamentario y ministro liberal Julio Zegers y el jefe de ese partido
Eulogio Altamirano; el dirigente radical y varias veces ministro Enrique Mac
Iver; Carlos Walker Martínez, líder conservador, y una docena de otros
personajes.
Al
estallar la guerra civil contra Balmaceda, el llamado “dinero inglés” y los
préstamos del Banco Edwards fluyeron a raudales hacia los insurrectos del
Congreso y la Junta de Iquique. Tras la muerte de Balmaceda, el nuevo gobierno
anuló las medidas que afectaban a los negocios de North y devolvió a los
bancos, íntegramente y con sus intereses, los aportes que habían hecho a los
“revolucionarios”. Una investigación iniciada en Londres por accionistas
británicos destapó el escándalo de un fondo de soborno y corrupción creado por
North, que incluía el pago a los miembros de un “sindicato secreto de
diputados” en Santiago, para asegurarse el monopolio del transporte a favor de
la Compañía del Ferrocarril Salitrero, de su propiedad.
Al
término de la Primera Guerra Mundial, el nitrato sintético, más barato que el
salitre natural, invadió los mercados y la industria entró en crisis. Por
entonces Estados Unidos había desplazado a Gran Bretaña como potencia
capitalista y, tal como North y los ingleses habían comprado a precio vil los
certificados peruanos, esta vez fueron especuladores norteamericanos quienes
compraron a precio de liquidación las oficinas salitreras en quiebra. El
dictador Carlos Ibáñez del Campo, proclive a EE.UU., creó la Compañía de
Salitres de Chile, Cosach, formada por el Estado y los productores privados,
encabezados por el grupo norteamericano de los hermanos Guggenheim.
Miguel
Labarca (padre del autor de esta nota), presidente del consejo y gerente
general de Soquimich durante el gobierno de Salvador Allende, en un libro póstumo
escrito en el exilio (Allende en persona, CESOC, Santiago, 2008),
describe la forma en que los Guggenheim, como antes había hecho el "coronel"
North, aceitaron a uno de los “caballeros” más prestigiosos del país: “En la
constitución de la primera empresa mixta entre el Estado chileno y los
Guggenheim, intervino en forma decisiva don Agustín Edwards Mac Clure, que
había sido embajador de Chile en Londres y que incluso había presidido la
Sociedad de Naciones. Don Agustín puso toda su influencia al servicio de los
Guggenheim, quienes le pagaron bajo la mesa una comisión del 2,5 por ciento,
que sumaba 960.000 dólares al valor de 1924. Esa cantidad, enorme
para la época, pasó a constituir uno de los fundamentos de la
fortuna moderna de la familia Edwards”.
Un escándalo
parecido al de los certificados peruanos fue el negociado de los “debentures”.
Escribe Miguel Labarca: “Para financiarse, la Cosach emitió bonos o debentures que
colocó en el mercado internacional. La operación fue esencialmente fraudulenta,
pues los bonos se referían a una empresa que se encontraba en falencia desde la
partida. Los Guggenheim conocían perfectamente la realidad y gracias a las
gestiones de Agustín Edwards consiguieron que el Estado chileno garantizara
los debentures, asumiendo todo el peso de la crisis. La asfixia de
la empresa no tardó en llegar y el Estado hubo de buscar una nueva estructura
para el negocio. Así se creó la Corporación de Ventas de Salitre y Yodo
(Covensa), que siguió bajo la influencia decisiva de los Guggenheim, dueños de
la Anglo Lautaro, principal empresa del sector. Durante 35 años la Covensa
ejerció el estanco del salitre y sus subproductos –yodo, sulfato– y se esforzó
en rescatar los debentures de la fenecida Cosach. Esos bonos
habían sido adquiridos a bajo precio por terceros, a quienes Chile se los
compró a la par. Todas estas operaciones financieras fueron controladas por el
grupo Guggenheim, al que reportaron suculentas utilidades”.
Los
detalles de las cajas secretas y los sobornos que pagaban a “distinguidos”
políticos chilenos las empresas británicas y estadounidenses que sucesivamente
se adueñaron del salitre se mantenían ocultos de la vista de los chilenos. Fue
preciso que los accionistas minoritarios y los tribunales investigaran en
Londres las actuaciones fraudulentas que North realizaba en nuestro país, para
que se destapara el escándalo y se revelaran los nombres de los chilenos que
estaban a su servicio. Asimismo, los pormenores del flujo del dinero
salitrero y del apoyo del gobierno y la Marina de Su Majestad hacia los
sublevados contra Balmaceda, vinieron a conocerse en Chile solo a mediados del
siglo pasado, gracias a las investigaciones que realizó en Londres en los
archivos del Reino Unido el historiador chileno Hernán Ramírez Necochea.
En el caso
del estipendio millonario que los Guggenheim pagaban a Agustín Edwards Mac
Clure, “estadista” y fundador de El Mercurio de Santiago, fue
también en la metrópoli capitalista donde un chileno, Miguel Labarca, veinte
años después de la muerte del venal abuelo del actual magnate Agustín Edwards
Eastman, descubrió la verdad. Labarca escribe: “Los detalles más oscuros de la
operación, gravemente lesiva para Chile, se desconocían en nuestro país hasta
que yo descubrí en Estados Unidos y traje a Chile en los años 60 un documentado
libro de Harvey O’Connor: The Guggenheims: the making of an American
dynasty (Editorial Covici, Friede, Nueva York, 1937)”.
En la
página 419 de ese libro se revelan los pormenores de la relación clandestina de
Edwards con los Guggenheim. Del mismo modo, años más tarde, la contribución
financiera de EE.UU. a la campaña contra Allende y la subvención norteamericana
al diario El Mercurio, así como el desayuno de su dueño, Agustín
Edwards Eastman, con Henry Kissinger y su reunión con Richard Helms, director
de la CIA, para pedir apoyo a un golpe en Chile diez días después del triunfo
de Allende, solo se conocerán gracias al Informe Church, del Senado de EE.UU.,
y a la desclasificación de documento en ese país.
Miguel
Labarca recuerda la labor que le correspondió a la cabeza de la sociedad
salitrera cuando fue nombrado por Salvador Allende:
“El Directorio de Soquimich
no funcionaba por abandono de la parte norteamericana. De inmediato hice frente
a la tarea número uno: nacionalizar la industria, que desde hacía meses se
mantenía en funcionamiento solo merced al concurso económico de la Corfo, ya
que el socio Guggenheim Brothers se había negado a todo aporte financiero
sabiendo que el gobierno demócrata cristiano no podía permitir que Soquimich cayera
en falencia por la ruina que ello acarrearía para el Norte Grande. La misión
inmediata que me impuse no resultaba fácil. Los norteamericanos, habituados a
explotar a Chile, sabían que su posición era fuerte y captaban que el Gobierno
Popular debía buscar la nacionalización como única fórmula para no cerrar,
aunque desde un punto de vista estrictamente comercial las acciones
norteamericanas, representativas del 75% del capital, no valían nada. Los debentures de
la Soquimich que se hallaban en manos del grupo norteamericano estaban en parte
vencidos, por lo que nuestro país adeudaba a los Guggenheim dos millones de
dólares que el grupo estadounidense podía cobrar legalmente en cualquier
momento. La nacionalización fue resultado de arduas negociaciones, en las que
el gerente general de la Corfo, Darío Pavez, y yo defendimos los intereses de
Chile como fieras a pesar de lo difícil de nuestra posición. Exigí que, a
diferencia de las anteriores, la negociación, que requirió algún tiempo, se
desarrollara en Chile, en Santiago. En mayo de 1972 llegamos finalmente a un
acuerdo con el grupo norteamericano. Se rescataron los debentures,
la Corfo adquirió el total de las acciones de la empresa y se anularon una
serie de gravámenes menores mediante el pago de 7 millones 885.590 dólares en
dos cuotas anuales. La industria del salitre se salvó y pudo seguir
funcionando”.
Lo que
vino después se ha ventilado públicamente en las últimas semanas. Al igual que
el coronel North y los hermanos Guggenheim, Julio Ponce Lerou, ingeniero
forestal que al momento de la muerte de Allende trabajaba en un aserradero en
Panamá, supo aprovechar la coyuntura del golpe militar encabezado por su suegro
Augusto Pinochet y la privatización de las empresas estatales, para apoderarse
mediante oscuras maniobras de la Soquimich que Allende
había nacionalizado. Al igual que en el siglo XIX y el siglo XX, el dinero del
salitre, al que se agregó el litio, volvió a chorrear hacia los políticos de
diversos partidos, esta vez bajo la forma de boletas ficticias, y del mismo
modo que en aquellos tiempos, los accionistas minoritarios y los socios
extranjeros han luchado para descubrir la verdad. El tema está actualmente en
manos de los fiscales chilenos y de un desganado Servicio de Impuestos
Internos. Ponce Lerou, uno de los hombres más ricos de Chile, ha debido ceder
la presidencia de SQM, sin dejar por ello de controlar la empresa, el mayor
consorcio de minería no metálica del mundo.
Exiliado en Francia, Miguel Labarca trabajó modestamente durante largos años en la biblioteca del municipio de Alfortviille, adonde viajaba cada día en metro y autobús desde París. Falleció en la capital francesa en 1989 y sus cenizas fueron dispersadas en un prado del Cementerio del Père Lachaise.