¿Cuál es la
frontera que el chistoso debe respetar para no ser castigado incluso con
la muerte? ¿Quién fija ese límite? Pero… ¿existe ese límite? ¿Tiene
razón la ministra Javiera Blanco cuando afirma que “los límites tienen
que ser el respeto a las instituciones, a las personas”?
Al revés, ministra. Desde siempre la sátira ha consistido precisamente en faltar el respeto a las instituciones y a las personas, especialmente a los poderosos, en olvidar el temor reverencial que mana de la autoridad, en desencadenar la risa carnavalesca y liberadora que permite a las sociedades mirarse a sí mismas. Por eso el humor ha estado en la mira de todos los tiranos, de todas las inquisiciones, de todas las gestapos, de todas las censuras. El Dios tonante de los católicos, el de los evangélicos, el de los ortodoxos, el de los judíos no tiene sentido del humor y tampoco lo tienen sus enviados sobre la tierra, como nuestro cardenal Ezzati, el pastor Soto o los popes rusos que pidieron el infierno y la cárcel para las Pussy Riot.
Hace un año, el mundo se horrorizó ante el ataque de un comando de fundamentalistas islámicos que asesinaron en París a 12 caricaturistas y redactores de la revista satírica Charlie hebdo, que se mofaban constantemente de su profeta. Este caso alimenta hasta hoy los debates sobre la coexistencia de humor y blasfemia, de respeto y transgresión. Por haber descrito con ironía y colorido el harén de Mahoma en su novela Los versos satánicos, Salman Rushdie se encuentra amenazado de muerte desde hace 17 años por una fatwa que acaba de ser renovada.
En 1933, el insigne poeta ruso de origen polaco Osip Mandelstam escribió un epigrama sobre Stalin en el que decía: “Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos… y sus palabras como pesados martillos, certeras… Sus bigotes de cucaracha parecen reír… y relumbran las cañas de sus botas…”. El texto circuló entre los amigos del poeta hasta que un soplón lo llevó a la policía. Mandelstam fue relegado y murió en un campo de prisioneros en 1938.
Pero no siempre el humor y el poder han estado en pugna. Desde la antiquísima China, Grecia y la Roma antiguas, durante la Edad Media y en la época de las grandes monarquías, hubo bufones tan célebres como los actuales cómicos de la TV. Su tarea era reírse del monarca en su propia cara “para que si los cuerdos no les dijesen las verdades, se las dijeran los locos”, según Francisco de Quevedo. En su Elogio de la locura, Erasmo de Rotterdam observa que “los reyes no sOlo acogen con placer las verdades, sino también hasta las injurias directas, y se da el caso de que aquello que dicho por un sabio se habría castigado con la muerte, produzca en labios de un tonto un increíble contento”.
El bufón del Rey Lear es el único que dice la verdad al monarca caído en el drama de Shakespeare, mientras que en un rincón de Las Meninas, su cuadro más famoso, Velázquez pintó a un bufón y a una bufona de Felipe IV: los enanos Nicolás Pertusato y Mari Bárbola. Pero el bufón más célebre de todos los tiempos seguirá siendo el jorobado Rigoletto, de la ópera de Verdi, que no es un simple payaso sino el protagonista del drama, con su oculto amor apasionado, sus odios, sus celos, su dolor. Antes del estreno de la ópera, los censores del Imperio Austro-Húngaro no aceptaron que Francisco I de Francia apareciera como el acosador de mujeres que había sido, y Giuseppe Verdi y el autor del libreto, Francesco Maria Piave, tuvieron que suprimir ciertas escenas y remplazar al monarca francés por un duque de Mantua imaginario que canta el aria La donna è mobile.
Fuera de la corte de los monarcas y de cara a la plebe, desde los tiempos del griego Aristófanes y el romano Marcial, las sátiras y los panfletos que dicen en broma verdades muy serias han oxigenado la vida de las naciones. Para los romanos el animus jocandi –ánimo jocoso, intención de broma– eximía de culpa al autor y, conforme a esa doctrina, si mañana Sebastián Dávalos, Ricardo Lagos o Piñera se querellaran contra Edo Caroe, Rodrigo González o Natalia Valdebenito por sus rutinas de la Quinta Vergara, quedarían doblemente en ridículo. Para que haya delito se requiere que exista algo muy serio, dolo, o sea, intención de dañar.
En medio de la trenza negocios-política, los últimos chistes del Festival de Viña han provocado nerviosismo y casi pánico a algunos personajes de la llamada “clase política”. Desde antes del Festival, ciertos miembros de ese estamento culpaban a los medios de información por el estallido de los escándalos de boletas y corrupción. Muy pero muy ofendido, Carlos Ominami, investigado por emitir boletas fantasmas a Soquimich, se quejaba de la existencia de un ambiente “tóxico” y José Miguel Insulza comparaba la situación con la vivida antes del golpe militar.
Frente a la reacción a que han dado lugar las rutinas sin censura, sin anestesia y sin lobby de la Quinta Vergara, vuelve a surgir la pregunta: ¿Dónde está el límite de la sátira? El punzante humorista francés Pierre Desproges –fallecido a los 33 años… de muerte natural– formuló lo que algunos consideran la regla de oro: “Es posible reírse de todo, pero no con todo el mundo”. Y puso el ejemplo del holocausto del pueblo judío: un judío puede hacer un chiste con respecto al campo de exterminio de Auschwitz, pero siempre que sea entre judíos. En Chile, cuando hace tres años Elías Escobedo dijo, por boca del Lagarto Murdock, ante el público de todo Chile que “los judíos arden mejor que la leña”, Chilevisión recibió una sanción, que la opinión pública estimó merecida, de parte del Consejo Nacional de la Televisión, y Escobedo perdió la pega. El mismo canal había sido sancionado por la transmisión de las rutinas homofóbicas de Óscar Gangas y Mauricio Flores en una edición anterior del Festival de Viña, escenario del actual huracán.
Pero algo faltaba a la fórmula de Desproges, y él mismo se encargó de agregarle un acápite que hoy nos viene al callo a los chilenos: “No podemos reírnos de cualquiera. Podemos reírnos de los fuertes, pero no de los débiles”. Entre los débiles están los grupos vulnerables, los discriminados, las minorías sexuales, los negros en países de blancos, las mujeres eternamente ninguneadas, los minusválidos, los enfermos. Pero ojo, aquí la línea es muy tenue y existe el peligro de que algunos pretendan imponer un pacto de silencio en resguardo de lo políticamente correcto, y que al final solo podamos reírnos de casi nada.
Desproges dijo que él no se habría atrevido a orinar en la tumba de Lenin, no por principio sino por miedo a lo que le pudiera pasar. El autor de esta columna sí lo hizo una vez en Ginebra en la tumba de Jorge Luis Borges, recordando que el mismo día en que Orlando Letelier fue dinamitado en Washington por los sicarios de Pinochet, el gran escritor argentino visitaba al dictador y lo calificaba a la salida de hombre “bondadoso”.
Chile tiene una larga tradición de sátiras políticas y caricaturas sangrientas, irrespetuosas, como las que ofrecían a mediados del siglo pasado la portada y las páginas de la célebre revista Topaze, fundada por Jorge Délano “Coke”, y como las caricaturas más recientes de Guillo contra Pinochet y la dictadura. Algunos titulares de Las noticias gráficas y de Clarín, especialmente los del Gato Gamboa, emulados hoy con ingenio menguante por La Cuarta, hicieron época. Además, con los chistes de Don Otto y su amigo Federico acostumbramos a reírnos de nuestros inmigrantes alemanes, tal como los españoles se han mofado desde antiguo de los leperos andaluces, hasta que estos últimos tomaron el toro por las astas y lanzaron el Concurso de Chistes de Lepe. Los mismos chistes se repiten, cambiando las nacionalidades, en Argentina acerca de los gallegos, en EE.UU. sobre los polacos, en Francia respecto de los belgas, y entre tales y cuales países.
En las rutinas de pie de la Quinta Vergara ha vuelto a estallar el humor negro y autoflagelante de nosotros los chilenos, contaminado hoy por la farándula y vigilado por las redes sociales. Ante el avance de los tiempos y los cambios culturales, los chistes de “locas” que hacían estallar el aplauso de las multitudes han desaparecido casi por completo, aunque sobreviven con tufo anacrónico en el programa del Kike Morandé. Es previsible que en el circo romano de la Quinta Vergara, en los años venideros, un escupitajo como el lanzado por Caroe a Camila Vallejo ya no tenga piso.
En cambio, la sátira con respecto a los políticos parece llamada a quedarse mientras no pocos de ellos sigan trabajando como un lanza cualquiera al margen de la ley. La política chilena está enferma, nuestro humor goza de buena salud.
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Al revés, ministra. Desde siempre la sátira ha consistido precisamente en faltar el respeto a las instituciones y a las personas, especialmente a los poderosos, en olvidar el temor reverencial que mana de la autoridad, en desencadenar la risa carnavalesca y liberadora que permite a las sociedades mirarse a sí mismas. Por eso el humor ha estado en la mira de todos los tiranos, de todas las inquisiciones, de todas las gestapos, de todas las censuras. El Dios tonante de los católicos, el de los evangélicos, el de los ortodoxos, el de los judíos no tiene sentido del humor y tampoco lo tienen sus enviados sobre la tierra, como nuestro cardenal Ezzati, el pastor Soto o los popes rusos que pidieron el infierno y la cárcel para las Pussy Riot.
Hace un año, el mundo se horrorizó ante el ataque de un comando de fundamentalistas islámicos que asesinaron en París a 12 caricaturistas y redactores de la revista satírica Charlie hebdo, que se mofaban constantemente de su profeta. Este caso alimenta hasta hoy los debates sobre la coexistencia de humor y blasfemia, de respeto y transgresión. Por haber descrito con ironía y colorido el harén de Mahoma en su novela Los versos satánicos, Salman Rushdie se encuentra amenazado de muerte desde hace 17 años por una fatwa que acaba de ser renovada.
En 1933, el insigne poeta ruso de origen polaco Osip Mandelstam escribió un epigrama sobre Stalin en el que decía: “Sus dedos gruesos como gusanos, grasientos… y sus palabras como pesados martillos, certeras… Sus bigotes de cucaracha parecen reír… y relumbran las cañas de sus botas…”. El texto circuló entre los amigos del poeta hasta que un soplón lo llevó a la policía. Mandelstam fue relegado y murió en un campo de prisioneros en 1938.
Pero no siempre el humor y el poder han estado en pugna. Desde la antiquísima China, Grecia y la Roma antiguas, durante la Edad Media y en la época de las grandes monarquías, hubo bufones tan célebres como los actuales cómicos de la TV. Su tarea era reírse del monarca en su propia cara “para que si los cuerdos no les dijesen las verdades, se las dijeran los locos”, según Francisco de Quevedo. En su Elogio de la locura, Erasmo de Rotterdam observa que “los reyes no sOlo acogen con placer las verdades, sino también hasta las injurias directas, y se da el caso de que aquello que dicho por un sabio se habría castigado con la muerte, produzca en labios de un tonto un increíble contento”.
El bufón del Rey Lear es el único que dice la verdad al monarca caído en el drama de Shakespeare, mientras que en un rincón de Las Meninas, su cuadro más famoso, Velázquez pintó a un bufón y a una bufona de Felipe IV: los enanos Nicolás Pertusato y Mari Bárbola. Pero el bufón más célebre de todos los tiempos seguirá siendo el jorobado Rigoletto, de la ópera de Verdi, que no es un simple payaso sino el protagonista del drama, con su oculto amor apasionado, sus odios, sus celos, su dolor. Antes del estreno de la ópera, los censores del Imperio Austro-Húngaro no aceptaron que Francisco I de Francia apareciera como el acosador de mujeres que había sido, y Giuseppe Verdi y el autor del libreto, Francesco Maria Piave, tuvieron que suprimir ciertas escenas y remplazar al monarca francés por un duque de Mantua imaginario que canta el aria La donna è mobile.
Fuera de la corte de los monarcas y de cara a la plebe, desde los tiempos del griego Aristófanes y el romano Marcial, las sátiras y los panfletos que dicen en broma verdades muy serias han oxigenado la vida de las naciones. Para los romanos el animus jocandi –ánimo jocoso, intención de broma– eximía de culpa al autor y, conforme a esa doctrina, si mañana Sebastián Dávalos, Ricardo Lagos o Piñera se querellaran contra Edo Caroe, Rodrigo González o Natalia Valdebenito por sus rutinas de la Quinta Vergara, quedarían doblemente en ridículo. Para que haya delito se requiere que exista algo muy serio, dolo, o sea, intención de dañar.
En medio de la trenza negocios-política, los últimos chistes del Festival de Viña han provocado nerviosismo y casi pánico a algunos personajes de la llamada “clase política”. Desde antes del Festival, ciertos miembros de ese estamento culpaban a los medios de información por el estallido de los escándalos de boletas y corrupción. Muy pero muy ofendido, Carlos Ominami, investigado por emitir boletas fantasmas a Soquimich, se quejaba de la existencia de un ambiente “tóxico” y José Miguel Insulza comparaba la situación con la vivida antes del golpe militar.
Frente a la reacción a que han dado lugar las rutinas sin censura, sin anestesia y sin lobby de la Quinta Vergara, vuelve a surgir la pregunta: ¿Dónde está el límite de la sátira? El punzante humorista francés Pierre Desproges –fallecido a los 33 años… de muerte natural– formuló lo que algunos consideran la regla de oro: “Es posible reírse de todo, pero no con todo el mundo”. Y puso el ejemplo del holocausto del pueblo judío: un judío puede hacer un chiste con respecto al campo de exterminio de Auschwitz, pero siempre que sea entre judíos. En Chile, cuando hace tres años Elías Escobedo dijo, por boca del Lagarto Murdock, ante el público de todo Chile que “los judíos arden mejor que la leña”, Chilevisión recibió una sanción, que la opinión pública estimó merecida, de parte del Consejo Nacional de la Televisión, y Escobedo perdió la pega. El mismo canal había sido sancionado por la transmisión de las rutinas homofóbicas de Óscar Gangas y Mauricio Flores en una edición anterior del Festival de Viña, escenario del actual huracán.
Pero algo faltaba a la fórmula de Desproges, y él mismo se encargó de agregarle un acápite que hoy nos viene al callo a los chilenos: “No podemos reírnos de cualquiera. Podemos reírnos de los fuertes, pero no de los débiles”. Entre los débiles están los grupos vulnerables, los discriminados, las minorías sexuales, los negros en países de blancos, las mujeres eternamente ninguneadas, los minusválidos, los enfermos. Pero ojo, aquí la línea es muy tenue y existe el peligro de que algunos pretendan imponer un pacto de silencio en resguardo de lo políticamente correcto, y que al final solo podamos reírnos de casi nada.
Desproges dijo que él no se habría atrevido a orinar en la tumba de Lenin, no por principio sino por miedo a lo que le pudiera pasar. El autor de esta columna sí lo hizo una vez en Ginebra en la tumba de Jorge Luis Borges, recordando que el mismo día en que Orlando Letelier fue dinamitado en Washington por los sicarios de Pinochet, el gran escritor argentino visitaba al dictador y lo calificaba a la salida de hombre “bondadoso”.
Chile tiene una larga tradición de sátiras políticas y caricaturas sangrientas, irrespetuosas, como las que ofrecían a mediados del siglo pasado la portada y las páginas de la célebre revista Topaze, fundada por Jorge Délano “Coke”, y como las caricaturas más recientes de Guillo contra Pinochet y la dictadura. Algunos titulares de Las noticias gráficas y de Clarín, especialmente los del Gato Gamboa, emulados hoy con ingenio menguante por La Cuarta, hicieron época. Además, con los chistes de Don Otto y su amigo Federico acostumbramos a reírnos de nuestros inmigrantes alemanes, tal como los españoles se han mofado desde antiguo de los leperos andaluces, hasta que estos últimos tomaron el toro por las astas y lanzaron el Concurso de Chistes de Lepe. Los mismos chistes se repiten, cambiando las nacionalidades, en Argentina acerca de los gallegos, en EE.UU. sobre los polacos, en Francia respecto de los belgas, y entre tales y cuales países.
En las rutinas de pie de la Quinta Vergara ha vuelto a estallar el humor negro y autoflagelante de nosotros los chilenos, contaminado hoy por la farándula y vigilado por las redes sociales. Ante el avance de los tiempos y los cambios culturales, los chistes de “locas” que hacían estallar el aplauso de las multitudes han desaparecido casi por completo, aunque sobreviven con tufo anacrónico en el programa del Kike Morandé. Es previsible que en el circo romano de la Quinta Vergara, en los años venideros, un escupitajo como el lanzado por Caroe a Camila Vallejo ya no tenga piso.
En cambio, la sátira con respecto a los políticos parece llamada a quedarse mientras no pocos de ellos sigan trabajando como un lanza cualquiera al margen de la ley. La política chilena está enferma, nuestro humor goza de buena salud.
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* Al publicarlo, El Mostrador remplazó el título original por el siguiente: "Humr político: la alegría llegó". Este título se aparta de la
reflexión sobre el Festival de Viña, la sátira a lo largo de la historia y la tendencia a reprimirla que se contienen en el título original. La alusión irónica a la canción de la campaña del NO es ajena a mi artículo y a mi intención. Eduardo Labarca