EL MOSTRADOR
2 de mayo de 2016
por Eduardo Labarca
En estos días basta con que nos sentemos
ante el televisor para que alguien nos pida perdón. El ricachón más rico de
Chile, el que nos representa en el ranking mundial de los milmillonarios, nos
pidió perdón con cara compungida y labios temblorosos. En tribunales pidieron
perdón los funcionarios acusados de no haber dado la alerta del tsunami que se
llevó la vida de más de 500 personas. Desde la Historia, nos lo pidió Patricio
Aylwin en la escena de hace un cuarto de siglo que los canales de TV repitieron
mientras lo velaban. Ante su féretro, la senadora Carolina Goic nos pidió
perdón por la corrupción de los políticos, y a las cero horas y 23 minutos, una
trasnochada senadora Isabel Allende también pidió perdón. Desde la
gran sala del Ministerio de Relaciones Exteriores de Alemania, en Berlín, pidió
perdón a las víctimas de Colonia Dignidad el ministro Frank-Walter Steinmeier.
Golpearse el pecho pidiendo perdón a
Dios por nuestros pecados es un rito compartido
por cristianos, judíos y musulmanes que forma parte de nuestra cultura y
nuestros genes. Entre los que nunca piden ni pedirán perdón estuvo sin embargo Jesucristo,
que anunció a quienes pecaban que los ángeles “los arrojarán al horno
encendido, donde habrá llanto y rechinar de dientes”. Por proferir tan siniestra
amenaza sin arrepentirse ni pedir perdón, hoy Jesús sería condenado por
incitación al odio y la tortura, delitos de lesa humanidad castigados por la Convención
contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Pero
hay que reconocer que en la cruz, sí pidió perdón, no para él sino para sus flageladores:
“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Los profetas y mesías amenazantes, dueños de verdades
reveladas como Cristo, son capaces de perdonar pero no de pedir perdón. Tampoco
piden perdón los guerreros y tiranos. Ni Alejandro Magno ni Julio César, que
exterminaron a poblaciones enteras, tuvieron la idea de pedir que los
perdonaran. Ni Napoleón, cuyas guerras dejaron cinco millones de muertos, ni
Stalin, ni Hitler, ni el presidente Truman que lanzó dos bombas atómicas sobre sendas
ciudades, ni nuestro Pinochet, ni el Mamo Contreras…
A la petición del perdón divino, se contrapone el perdón
que los humanos pedimos al vecino, a nuestro enemigo, a nuestros padres e hijos,
a las víctimas de nuestros actos, o el que los amantes se imploran de rodillas mirándose
a los ojos. Cuando tropezamos con alguien en el metro, la palabra “perdón” o el
chileno “disculpe” brota de nuestros labios. Y en tiempos de crisis, las
peticiones de perdón invaden, como en estos días, la política.
¿Tienen valor las solicitudes de
perdón que hemos escuchado en estos días? “Hay que distinguir”, diría un
abogado, entre pedir perdón y perdonar. Los filósofos han dicho que el
verdadero perdón es “el perdón de lo imperdonable”, vale decir, el perdón de un
hecho atroz que la víctima, en un gesto de sublime generosidad, otorga libremente
a su victimario. El papa polaco Juan Pablo II recorrió el mundo pidiendo perdón
por los crímenes de su Iglesia, por el exterminio de los
“herejes”, las guerras religiosas, las cruzadas, las torturas de la Inquisición,
los “pecados” cometidos contra otras culturas y contra las mujeres, las etnias,
etc., etc.. Lanzado por el mismo camino, el papa Francisco ya ha pedido perdón
por el exterminio de los pueblos originarios de América, por los escándalos financieros
y las intrigas del Vaticano, por los abusos de los curas pederastas… y recién
está empezando.
Las peticiones mediáticas de perdón
de los políticos, entre ellos el mismísimo papa de Roma, constituyen expresiones
simbólicas, sinceras o fingidas, de arrepentimiento por los actos propios y de
sus antecesores y una promesa, muchas veces destinada a quedar incumplida, de cambio
de rumbo. Son peticiones de perdón de ida pero no de vuelta, ya que ninguno de
ellos puede soñar con ser perdonado. Saben que los quemados en la hoguera y los
millones de indígenas muertos, los cientos de miles de niños abusados a lo
largo de los siglos, los desaparecidos y fusilados de Chile ya no están ahí
para perdonar, ni tampoco los sobrevivientes o sus familiares y descendientes estarían
dispuestos a hacerlo. Tampoco los ciudadanos engañados por los políticos y las
empresas vamos a darles el abrazo redentor.
¿A qué se debe la epidemia de tantos
rostros que desfilan pidiéndonos perdón en montajes propios de un spot de
Coca-Cola? Mucho o todo tienen que ver los medios de comunicación y las redes
sociales. ¿Cómo va a mirar hacia el techo el papa Francisco tratándose de la
pederastia de curas, obispos y cardenales cuando la película Spotlight (“En primera plana”) que
revela la complicidad de la Iglesia Católica de Boston con los curas violadores
de niños obtuvo el Oscar y es vista con el corazón apretado por millones de
espectadores en los cinco continentes? Llama la atención que mientras las excelentes
películas chilenas El bosque de Karadima
y El club desnudan el tétrico mundo
de los curas abusadores y el calvario de sus víctimas, nuestros cardenales, el
italiano Ezzati y el chileno Errázuriz, parezcan vivir en otro planeta. En
cambio, el ministro Frank-Walter Steinmeier fue directo: reconoció que había convocado
a la reunión solemne en que pidió perdón por la pasividad de la diplomacia
alemana ante los crímenes de Colonia Dignidad y prometió investigar los hechos después
de haber visto la película Colonia, sobre el tema.
La fuerza de las redes sociales es
tanta, que para llegar al público después de ser basureado en el Congreso y a
través de Facebook y Twitter por el diputado Gaspar Rivas, nuestro híper
magnate Andrónico Luksic, principal propietario de Canal 13, prefirió formular
su plañido en un video de YouTube con cortes encadenados que simulan la
grabación de un celular, subido a la red según pretende que creamos por
sugerencia de su hijo. Mezclado con la muchedumbre cibernética, Luksic dijo ser
“un ser humano igual que todos”, para reconocer a
continuación lo contario: “soy un poderoso”.
Cada petición de perdón tiene su oportunidad,
su puesta en escena, su fondo, su forma, su finalidad, su grado de sinceridad. Las
más solemnes son las que se hacen para los libros de historia leyendo un texto
a nombre del Estado, de un gobierno, una institución. Las de carácter
individual más efectivas son las que se formulan reconociendo un error y
pidiendo perdón sobre caliente, como hizo el senador Iván Moreira cuando
estalló el escándalo del financiamiento de las campañas. Una petición de perdón
apresurada fue la de la senadora Allende, que enfrentada a las cámaras en el
Servel, asumió responsabilidad personal por un error que en realidad fue del conjunto
de los partidos de la NM. En tribunales, las peticiones de perdón se negocian
para obtener rebajas de penas a menudo a cambio de dinero.
Hay peticiones de perdón
condicionadas y con elástico, como la de la alcaldesa de Providencia Josefa
Errázuriz, cuando se supo que había prestado el palacio consistorial para la
boda de un pariente: “Si vieron en esto un abuso de poder (…) reitero mis disculpas”.
El “si vieron” significa que a su juicio no hubo abuso, pero que si alguien por
error lo estimó así, ella generosamente se disculpa. Como petición de perdón,
las que van precedidas por un “si” son todo lo contrario: una reafirmación de
lo dicho y lo hecho. Su valor es solo superior a la del cínico que pide perdón
mientras cruza los dedos y se ríe del auditorio por dentro.
La más perfecta petición de perdón
de los últimos años es la que formuló derechamente y sin ambages el Rey Juan
Carlos II de España, cuando se publicó la foto en que aparecía junto al cuerpo
del elefante de cinco toneladas que acababa de cazar: “Lo siento mucho, me he
equivocado. No volverá a ocurrir”, dijo. En su gran mayoría, los españoles
creyeron en la sinceridad del monarca y lo perdonaron. El único que no pudo perdonarlo
fue el elefante.