25 de febrero de 2018
Las dos muertes de mi vecino Nicanor
EL MOSTRADOR
22 de febrero de 2018
por Eduardo Labarca
El 4 de septiembre pasado, víspera del día en que cumplía 103 años y faltando cuatro meses y medio para su muerte física, mi vecino Nicanor Parra fue sacado de su casa aquí en Las Cruces y llevado a una notaría de San Antonio a firmar un testamento en el que privilegia a su hija menor, Colombina. Se explicó que ella se encargaría de preservar su patrimonio creativo y convertir dos de sus casas en museos: encomiable. Pero hete que la hija mayor, Catalina, flanqueada por sus abogados, ha puesto en duda el testamento, lo que podría presagiar ¾hago votos por que no suceda¾ una guerra a cuchillo en esa familia de potentes individualidades, como la que arde entre las dos viudas de Roberto Bolaño o la que tiene agarradas de la yugular a las herederas del rockero francés Johnny Hallyday. Mala cosa: mi vecino no merecería esto.
Si una persona ha superado los cien años, su firma al pie de un testamento desestibado a favor de un solo heredero siempre tendrá un tufillo sospechoso. En medio de la polvareda, yo, que ocasionalmente conversaba con Parra de asuntos siempre sorprendentes, trato de descifrar los hechos desde mi atalaya de Las Cruces, un pueblo de cuatro gatos donde todo se ve, todo se escucha y tarde o temprano todo se sabe. Con la muerte de Nicanor, los vecinos hemos quedado huérfanos y tristes, preocupados además por las movidas que han rodeado su partida.
Lo conocí en 1990. Yo venía de Viena y subí con María Elena, mi cónyuge poeta, a su casa de La Reina. Antes, en mis tiempos de estudiante lo veía y escuchaba leer sus poemas; ese día conversamos los tres. Veinte años más tarde, cuando aterricé en Las Cruces di los 50 pasos que separan mi casa de la suya para hacerle la visita de estilo. Nicanor Parra me bautizó como “el vecino de Viena” y en nuestras conversaciones solía aludir a mis parientes de Chillán, “cuicos” según él, aunque yo le recordaba que todos terminaron en la ruina. A María Elena la llamaba “la rubia despampanante”.
Cuando todavía salía a caminar pasó algunas veces por mi casa y me contó que había querido comprarla antes que yo, en este pueblo donde “los pobres les compramos las casas a los ricos que se fueron a Zapallar”. En una ocasión me aceptó un whisky a la inglesa, sin hielo, y quedó “medio caramboleado, compadre”, tuve que escoltarlo de vuelta. El arribo del contenedor con mis libros desde Austria coincidió con su súbita pasión por los rosacruces, de cuyas teorías esotéricas se documentaba en un escuálido artículo de la Enciclopedia Británica. “Voy y vuelvo”, le dije y le traje de mi casa el diccionario oficial de la Antigua y Mística Orden de la Rosa-Cruz, denso mamotreto centenario plagado de signos cabalísticos, probablemente el único ejemplar llegado a Chile. A él, titular del Premio Cervantes, le regalé mi tomo facsimilar de un ejemplar de la primera edición del Quijote descubierto en la ciudad alpina de Innsbruck por Enrique Rodrigues-Moura, académico nacido en Chile. Cuando le llevé por segunda vez mi libro El enigma de los módulos ¾un ejemplar anterior se atascó en las manos del mensajero¾ al ver la foto de la portada comentó a terceros: “El vecino Labarca se fue al chancho”.
Y así... distintas conversas en la puerta de su casa de la calle Lincoln cuando yo pasaba con mis perros Tronko y Trompeta; o adentro en la sala donde él recibía a los amigos, hojeaba los diarios y escuchaba cuecas apianadas amagando algunos pasos; o por la ventanilla de su vetusto escarabajo Volkswagen en cuyo interior leía y escribía abrigado por la “calefacción gratis” del sol invernal... Solía sorprenderme con versiones enchuladas de episodios conocidos: su condena a morir sin el Nobel por no haberse acostado con la mujer de un académico sueco que se la ponía en bandeja; su famoso té en la Casa Blanca con Pat Nixon, esposa del presidente, a la que no le regaló un libro como se cree, sino que fue ella la que entró por una puerta a saludarlo y le regaló un libro a él, que es la escena recogida en la foto “cuando ella me lo está pasando”. Y así... Hamlet, como personaje vivito y coleando, alternado con la Señorita Z, de la que Portales se quejó por no haber estado virgen; o la singular relación entre Salvador Allende y su hermana Laura que lo hacía levantar una ceja; o la fórmula de su amigo Francisco Javier Cuadra, rector de la Universidad Diego Portales, para resolver los conflictos peliagudos: “Urge hacer nada”...
Cuando en 2014 cumplió cien años, mi vecino vivía aquí en Las Cruces su rutina de anciano siempre inquieto en la casa a la que se había retirado años atrás, atendido por su eterna nana Rosita Avendaño, visitado por parientes y vecinos, por escritores, académicos y por sus amigos de la Universidad Diego Portales y del Clinic. “Hace un mes que el ingrato Patricio Fernández no me viene a ver”, se quejó un día acerca del director de la revista. Pero casi dos años más tarde, en julio de 2016 fui testigo de la acentuada declinación de mi vecino Parra. Luis Merino, director de la biblioteca local y yo llegamos a darle la triste noticia del fallecimiento del escritor Gustavo Frías, vecino entrañable. Nos costó que nos entendiera debido a su sordera avanzada, pero no solo por eso. A Merino, con el que tenía una relación de muchos años, no lo reconoció. A mí finalmente sí, cuando fiel a su nueva idea fija me preguntó en un chispazo: “¿En Viena hay matrimonio igualitario?”
En el triángulo que va de la Punta del Lacho a la Municipalidad y a la tenencia de Carabineros de Las Cruces, todos sabíamos que nuestro antipoeta había entrado al ocaso de su vida al igual que el escarabajo que en la puerta de la casa se iba apachurrando con algún neumático reventado, un espejo partido y los mensajes que los turistas escribían con el dedo en el polvo de la carrocería antes de tomarse la selfie. A un vecino no lo reconocía, a un escritor sesentón lo creía adolescente, no recordaba que una amiga le había organizado una exposición, confusiones de las que Raúl Zurita ha dado crudo testimonio. Los vecinos, así como las enfermeras ¾ colombiana, una; venezolana, otra; cubana la tercera¾ que se turnaban para cuidarlo, observábamos con respeto la lenta involución del poeta, hasta que... Hasta que a mediados del año pasado, el decrépito escarabajo VW y su dueño centenario fueron llevados por la hija Colombina y el nieto Cristóbal Tololo Ugarte a la casa de La Reina y se inició una estridente campaña de salvaguarda y recuperación del patrimonio de nuestro ilustre vecino con miras a su conservación más allá de su muerte.
Frente al quiosco de la Playa Chica, en la fila de la verdulería Yupanqui, a la hora de la compra en los supermercados Malloco o Patito, en el restaurante Puesta de Sol, los vecinos nos preguntábamos unos a otros: ¿Hubo desidia del propio Nicanor y sus parientes al despreocuparse hasta este momento de sus bienes? ¿O existió una inacción deliberada de los activistas de la flamante campaña en espera de la hora final del poeta?
En Santiago sus acompañantes mostraron a Nicanor los estropicios infligidos a lo largo de muchos años a su casa de La Reina y acicatearon su angustia ante la supuesta sustracción y venta de sus cuadernos personales y otros objetos, mientras la escena pública era ocupada en primer plano por un personaje ávido de protagonismo, al que lamentablemente tendré que volver a referirme: el Tololo. Desde ese instante, el nieto fue el vocero oficial y omnipresente dedicado a disparar con ventilador en “nombre de la familia” —en realidad solo una parte de ella— sin que ninguno de sus mandantes lo desmintiera o lo hiciera callar. Al músico Mauricio Yáñez, integrante junto a su tío Juan de Dios Barraco Parra del dúo musical Los Piures, lo acusó de ser un “drogadicto” y de haberse tomado la casa de La Reina, e ilustró su afirmación con la fotografía de una taza de WC saturada de periódicos y de mierda. Yáñez respondió que él cuidaba la casa por encargo de Colombina y Barraco y acusó al Tololo de haberle destrozado sus instrumentos...
Con pesar observábamos el conventilleo y la farándula que se apoderaban del nombre y la vida de nuestro vecino. Quizás por ello el día en que lo trajeron de vuelta al litoral Nicanor venía taciturno, triste, huraño, ensimismado, a lo que se sumó el incidente del escarabajo, que había sido reparado y vuelto a poner en circulación. Sucedió el sábado 24 de junio del año pasado, cuando desde la ventana de mi casa veo que abajo frente a la playa los carabineros detienen el VW de Nicanor Parra y se llevan preso en un furgón al chofer cuya identidad no alcanzo a distinguir. Desciendo los 54 peldaños de piedra para noticiarme y me entero de que los pacos han apresado al nieto Tololo que tenía orden de detención por manejar en estado de ebriedad en San Felipe. El abuelo centenario venía en el asiento del copiloto y quedó varado dentro de la cápsula metálica hasta que Emilio Solovera, un vecino de familia de músicos que iba pasando por la Playa Chica, condujo el escarabajo de vuelta con su ilustre ocupante a su casa del llamado barrio Vaticano. Yo dediqué al incidente uno de mis “sinlogismos”, especie de anticrónica.
Piedra angular de la cruzada por el patrimonio del antipoeta será el mentado testamento escrito con mano firme por el experto abogado Luis Valentín Ferrada —redactor jefe de los códigos y leyes de Pinochet, abogado de Miguel Krassnoff, ex diputado de RN— y firmado con mano temblorosas por Nicanor. Mientras ciertos galeristas devolvían algunos cuadernos del antipoeta, el abogado y la fracción de la familia representada por él se querellaban contra el coleccionista César Soto Gómez, quien dijo haber comprado los cuadernos a Juan de Dios Barraco Parra y poderlo probar con documentos.
A través de las redes, la prensa, las radios y los canales de TV, el inefable vocero-nieto daba patadas de mula a personas del entorno de su abuelo, como el mencionado coleccionista César Soto, poeta, amigo de cuatro décadas y editor de un opúsculo de Parra, o contra Cecilia García Huidobro Mac Auliffe, decana de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales, universidad en la que Parra estaba arranchado de larga data, que ha publicado sus libros, cuya biblioteca lleva el nombre del antipoeta y que le pagaba un sueldo como profesor honorario hasta su muerte.
Entretanto aquí en Las Cruces, Nicanor Parra llamaba a gritos durante el sueño a su hermana Violeta y con un saldo de energía lanzaba garabatos y arrojaba lejos el lápiz cuando le traían un nuevo documento para que lo firmara. Nuestro vecino se iba apagando en soledad. Se hallaba acompañado, es cierto, por la hija y el nieto que más cerca de él habían estado en los últimos años, pero la preocupación principal de esas personas, del abogado, del decano de arquitectura de la Universidad Católica —ya no de la UDP, la universidad de Parra— que ahora se ocupaba del inventario se centraba en el “patrimonio Parra” más que en la forma de ayudarlo a recorrer en paz el tramo final de su paso por este mundo. “Cuando manyés que a tu lado / se prueban la ropa / que vas a dejar...” reza la letra feroz del tango Yira, Yira. Nicanor se identificaba cada vez más con el monarca despojado de Lear, rey & mendigo, su versión antipoética de la pieza de Shakespeare.
Ante nuestros ojos un cerco de hierro se cerraba en torno al gran vecino. Rosita fue despedida y Ruth Nicul Lincoleo, la nana mapuche con estirpe de machi que la remplazó y que rezaba a Nicanor en mapudungún y con la que él tenía una profunda empatía, también fue despedida. La desconfianza estaba instalada y los grandes amigos del antipoeta, sabiendo que no serían bienvenidos, dejaron de llegar a Las Cruces. Los vecinos que habían recibido de sus manos una botella de vino con una palabra escrita por él en la etiqueta o una bandeja de cartón intervenida no se atrevían a aparecerse en su casa por temor a que los acusaran de habérselas robado.
En el último año Nicanor ya no leía libros, pero seguía hojeando El Líder de San Antonio —el mejor diario de Chile según él— y La Tercera, además de El Mercurio dominical, que le subían desde el quiosco de la playa al minimarket Juan Carlitos, donde otrora él, más tarde la Rosita y luego Milena, la enfermera colombiana, iban a recogerlos. El antipoeta leía sin anteojos y desparramaba los diarios sobre los muebles e incluso en el suelo, y le gustaba releer los titulares. Sin embargo, varios meses antes de su muerte, cuando la trifulca sobre su patrimonio ocupaba las primeras páginas, la hija Colombina pidió que no le trajeran más los diarios pues “ya no puede leer”. De ese modo, nuestro vecino ya disminuido quedó definitivamente encapsulado aquí en Las Cruces fuera del mundo, rodeado solo por el núcleo dedicado a rescatar sus bienes y sin manera de informarse sobre lo que se decía y estaba pasando respecto a su persona. En contraste con la realidad, el Tololo y el abogado proclamaban que Nicanor Parra seguía plenamente lúcido y activo, feliz por el rescate de documentos, indignado contra los traidores que no se habían sumado a la campaña. Ante el mundo, el Nicanor Parra de sangre y hueso había dejado de existir, el personaje que se exhibía en su lugar pertenecía al ámbito de la posverdad.
Con el paquete del “patrimonio Parra” bien atado, un Nicanor débil y ausente fue llevado de nuevo a La Reina una tarde de calor sofocante, traslado al que se habría resistido hasta el final con las pocas fuerzas que le quedaban. Los alemanes dicen: “Alte Bäume verpflanzt man nicht, weil das für sie den Tod bedeutet” (No hay que trasplantar un árbol viejo, porque muere). De La Reina, Nicanor Parra no saldrá con vida. El nieto afirmará que “quería ir a morirse en La Reina”, aunque a los vecinos nos repetía que moriría y sería enterrado en Las Cruces. No parece verosímil que de un día para otro Nicanor haya querido morir en Santiago y que su cadáver fuese zarandeado de vuelta al litoral.
El día del funeral en Las Cruces, después de las canciones vibrantes de Violeta interpretadas por Colombina y el sermón del cura del barrio, el ataúd fue sacado de la iglesia por los parientes, seguidos por una discreta Michelle Bachelet, amigos, vecinos. Entonces corrió la noticia: el Tololo y su padre, convertidos en aduaneros de la muerte de uno de los grandes de Chile, daban a conocer “a nombre de la familia” (?) la nómina de quienes serían expulsados si se aparecían en el entierro que tendría lugar mirando al mar. El anuncio insólito desentonaba con el espíritu que siempre animara a Nicanor Parra, un varón parado en la hilacha pero ajeno a guerrillas y odiosidades, que ante los ataques envenenados se limitaba a dar una respuesta irónica, punzante.
Estuve por última vez con Nicanor Parra en agosto del año pasado, cuando en el antejardín de su casa despedía a un cardumen de escolares. Entré a despedirme yo también, pues me disponía a partir de viaje y no sabía si lo volvería a ver. “Adiós vecino, me voy a Europa”, le dije casi gritando y él agitó la mano como acababa de hacer en dirección a los niños. Creo que no me reconoció. Sabiendo que le gustaban, al regresar hace un mes le traía una caja de chocolates austríacos, esos que llevan el retrato de Mozart en el envoltorio. Pensábamos visitarlo el último fin de semana de enero y entregárselos. No alcanzamos. Nicanor Parra, el chileno que bajó la poesía del Olimpo y la dotó de nuevas alas, murió el martes 23. Los chocolates se los comieron mis nietos.
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