por Eduardo Labarca
El 2 de octubre de 1968 varios batallones del ejército irrumpieron en la zona de Tlatelolco de Ciudad de México disparando contra miles de estudiantes que acababan de celebrar en la Plaza de las Tres Culturas una multitudinaria manifestación pacífica similar a las que efectúan los estudiantes chilenos. El pretexto fueron los supuestos “disparos contra los militares hechos por los estudiantes”, que en realidad provenían de los efectivos paramilitares del Batallón Olimpia que se habían infiltrado entre la muchedumbre.
Los cadáveres fueron retirados y hechos desaparecer, de modo que el número de muertos nunca se ha conocido con exactitud: las cifras fluctúan entre los veinte reconocidos por el gobierno y varios centenares. La masacre de Tlatelolco ahogó en sangre una huelga que contaba, como el actual movimiento de los estudiantes chilenos, con amplio respaldo de la población. Diez días más tarde, cuando el mundo todavía no tomaba conciencia de lo sucedido, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, quien habría ordenado la matanza, inauguró en la capital mexicana los XIX Juegos Olímpicos.
Dos décadas antes, en Colombia, a comienzos de 1948, en el segundo año de gobierno del presidente conservador Mariano Ospina Pérez, miles de campesinos eran desalojados violentamente de sus tierras y se vivía un clima de gran efervescencia social. El abogado liberal Jorge Eliécer Gaitán, que propiciaba reformas moderadas, gozaba de enorme popularidad y se perfilaba como triunfador en las elecciones presidenciales que se acercaban. El 9 de abril Gaitán fue asesinado, lo que desencadenó el Bogotazo, un estallido popular aplastado por los militares que se saldó con cerca de cinco mil muertos. Desde entonces, la violencia sistemática ha costado a Colombia un millón de muertos.
En los días previos al golpe militar de 1973, en las paredes de Chile se leía “Yakarta viene”, en alusión a la matanza de seguidores del depuesto presidente Sukarno de Indonesia que, de 1965 a 1967, dejó entre 500 mil y un millón de asesinados.
El Bogotazo, el genocidio de Yakarta, la masacre de Tlatelolco estuvieron precedidos por llamamientos a la represión contra los descontentos que no difieren mucho, por su tono y lenguaje, de los que han formulado en Chile algunos herederos de la dictadura militar, como el alcalde y coronel (R) Cristián Labbé y el furibundo sacerdote Raúl Hasbún.
Evelyn Matthei ha afirmado que “si siguiéramos los dictados de Libertad y Desarrollo probablemente tendríamos una guerra civil en lo social, porque una cosa son las posturas ortodoxas de libro de texto, y otra cosa es gobernar”. Las palabras “guerra civil” no son baladíes en boca de una ministra del actual gobierno de derecha, ex senadora e hija del integrante de la Junta Militar que echó por tierra la tentación de Pinochet y algunos seguidores de desconocer el triunfo del NO en el plebiscito y prolongar la dictadura a costa de un baño de sangre.
La renuencia del actual gobierno a dialogar sinceramente, su desinterés frente a las demandas estudiantiles que la mayoría de la población apoya, el proyecto que penaliza las tomas, las acciones violentas de Carabineros ordenadas por el ministro Hinzpeter crean un ambiente inquietante. La prolongación de la crisis estimula los cálculos descabellados de quienes sueñan con atajar el malestar social mediante la provocación y la violencia.
14 de octubre de 2011
El movimiento de los estudiantes chilenos y los fantasmas del Bogotazo, Yakarta y Tlatelolco
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