Por Eduardo labarca, desde Viena
Los muertos a la distancia parece que murieran dos veces: cuando se apagan y cuando es imposible viajar a despedirlos, como me sucede en Europa donde me entero de la partida de José Miguel Varas, personaje entrañable y singular.
La singularidad de Varas consistía en que ocupaba un espacio grande a pesar del laconismo en que se cobijaba. Nunca le oí una tirada de más de dos o tres minutos, pero creaba en derredor un ambiente que estimulaba a los demás a expresarse a sus anchas. A él le bastaba con encajar una reflexión instantánea, un juego de palabras, un recuerdo curioso, una alusión densa o divertida para dar vuelo inesperado a un intercambio imaginativo, enriquecedor. En esas tertulias, Varas hablaba más con la chispa de sus ojos que con la voz, a pesar de que su voz profunda pero suave de locutor, con matices sutiles, levísimos, había hecho época en los programas radiales de trasnoche de mediados del siglo pasado. Esa voz volvió a hacer época en las transmisiones de onda corta de Radio Moscú en tiempos de dictadura.
José Miguel Varas no se tomaba demasiado en serio el Premio Nacional de Literatura, quizás porque no se sentía sólo escritor, pues era un escritor y más. Fue periodista cultural de revistas de circulación reducida o masiva, y mientras se zambullía con modestia en diversas formas de actividad periodística, incluidas diversas jefaturas, publicó sistemáticamente desde la adolescencia, como al desgaire, cuentos y novelas que a veces parecían la continuación de una crónica, pero sólo lo parecían. Porque un relato de Varas que arranca a flor de tierra se desvía en giros inesperados con personajes sencillos, ligeros, que terminan siendo insólitos, densamente insólitos. Quizás ahí está la clave de la obra de Varas: mostrarnos lo estrafalario en la vida corriente o convertir literariamente lo corriente en asombroso, todo ello con un trasfondo humano, siempre profundamente humano.
La humanidad de Varas enriquecía a sus amigos, su obra de escritor ha enriquecido ya a varias generaciones y hoy queda en manos de las que han de venir.
Varas es quizás el más cervantino de los escritores chilenos. Cervantes convierte a un hidalgo insignificante en el loco magnífico de la literatura universal y lo rodea de personajes socialmente irrelevantes: Sancho, un barbero, un cura, una sirvienta, pastores, cabreros, labradoras, ladrones, alguaciles, posaderos… Muchos personajes de Varas son igualmente insignificantes: afuerinos, peones, locutoras de radio, obreros gráficos, periodistas anónimos, abuelas, músicos pobres, niños… En eso es heredero de la novela y el cuento de carácter social al que da vuelo en Chile Baldomero Lillo, con la diferencia de que el enfoque de Varas no es trágico, sino sobre todo irónico, incluso pícaro. Don Quijote acaba muchas de sus aventuras molido a palos o a pedradas, Varas prefiere dar a sus criaturas un destino amable, más próximo del que tienen los personajes de Rabelais, aunque con menos estridencia. Varas, gran lector, asimila la herencia de sus antecesores pero posee lo que define a un buen escritor: voz propia. Varas es Varas.