Por Eduardo Labarca
Los seres humanos somos irremediablemente tribales y fundamentalistas. Cada tribu
se inventa un dios que pretendidamente la envió a la tierra a cumplir una misión proclamada en un libro sagrado. Para demostrarlo
levantamos pirámides, templos, catedrales, campanarios, minaretes, sinagogas...
Somos dueños de la única verdad y si no
pregúntenle a un Hitler, un Stalin, un papa, un pastor, un rabino, una monja, un ayatola, un gurú, una machi... Necesitamos hostias, circuncisiones, viajes al Vaticano y a la Meca, y así nos creemos nuestro propio cuento. En estos días, los políticos más respetables son Mandela, cuyos herederos ametrallan mineros, y el Pepe
Mujica, que ojalá logre legalizar la marihuana en Uruguay, aunque ambos no bastan para detener la marcha del planeta hacia el despeñadero. Lo único que me alegra es que ya nadie rinde gloria a los guerreros, como sucedía desde los tiempos
de Troya. Hoy sólo condecoran los ataúdes de los soldados muertos, los
militares sobrevivientes esconden al regreso el uniforme y si no van a dar al manicomio
se ganan la vida manejando un taxi. Pero si los guerreros, el Che entre
ellos, han perdido prestigio,
las armas nucleares están allí, aceitadas y a punto para cuando la crisis se vuelva incontrolable. Entonces: ¡BUM!