por Eduardo Labarca
¿Por
qué la maquinaria judicial se ensaña ferozmente contra un súper hacker y tres
simpáticas cantantes multicolores? En Washington y en Moscú se destinan
ingentes recursos para llevar a cabo la misión:
‒¡Castigar
a Julian Assange!... ¡Castigar a las Pussy Riot!...
¿Qué
sucede? ¿Por qué en Chile y en Rusia, por qué un Ministro Hinzpeter y un
rotante
Presidente-Primer-Ministro-Presidente Putin se empeñan en sacar leyes gemelas
para criminalizar las manifestaciones callejeras y al nuevo demonio universal:
el encapuchado?
El
castigo y el escarmiento están en todas partes y vienen de antiguo. Glosando la
obra de Maquiavelo, al que consideraba fundador de la ciencia política, Antonio
Gramsci citaba a Traiano Boccalini, que
un siglo después de Maquiavelo defendía elocuentemente su herencia: “Los enemigos de Maquiavelo lo consideran un hombre digno de
castigo porque ha expuesto cómo gobiernan los príncipes y al hacerlo ha
instruido al pueblo; ha ‘messo alle
pecore denti di cane’ [ha dado a la oveja, o sea al pueblo, colmillos de
perro], destruyó los mitos del poder, el prestigio de la autoridad, tornó más
difícil gobernar ya que a los gobernados no puede permitírseles que sepan tanto
como los gobernantes”.
¡El secreto como fuente de poder! Así es y así ha sido siempre, hasta que un tal Julian
Assange con un simple teclado penetró en las entrañas más hondas del poder y Wikileaks
aventó ante el mundo estupefacto más de cinco millones de correos secretos. El
rey quedó desnudo y cuando se fueron conociendo los insólitos secretos, a las
ovejas mansas comenzaron a crecerles colmillos.
‒¡Hay que castigar a Assange!... ¡Destruirlo!... ¿Un delito sexual?... ¡Bingo!
A comienzos del siglo pasado, cuando los gobernantes europeos se
preparaban para lanzar sus ejércitos unos contra otros, los pacifistas pedían
el fin de la diplomacia secreta y la revelación de los documentos militares. No
fueron escuchados, Europa fue arrasada por la primera guerra mundial, hubo 16
millones de muertos y 20 millones de heridos. Un Julian Assange capaz de
revelar al mundo los secretos de la monstruosa máquina bélica en marcha habría evitado
quizás la matanza.
Pero
el secreto existe de la mano de la pompa, la majestuosidad, las coronas de
diamantes, los cetros de oro, los palacios, las pirámides, los carruajes, las
limusinas blindadas, los bufones que dan saltitos en torno al gobernante. El
poder para ser tal ha de generar admiración ilimitada, temor reverencial,
obediencia ciega. Maquiavelo advertía que el Príncupe debía dar a veces “ejemplo
de humildad y de munificencia, pero conservando inalterablemente la majestad de
su clase, y cuidando que, en tales casos de popularidad, no se humille su
dignidad regia en manera alguna”.
El
canto y el baile de las Pussy Riot, su falta de respeto, su irreverencia eran
un misil disparado al plexo del poder de Putin y su valet, el Patriarca Kirill
de la Iglesia Ortodoxa.
‒¡Hay que castigar a las Pussy Riot!... ¡Hay que destruirlas ante Rusia entera!... Condenarlas
por blasfemar contra la iglesia que da consuelo a las masas... ¿Una
cárcel de Moscú?.. ¡No!... ¡Un campo de “reeducación” como en los buenos
tiempos!
Pero secreto y dignidad no bastan. Con los jóvenes y adultos irreverentes
que se informan y comunican por SMS e Internet y a quienes les crecen los
colmillos, la autoridad no puede, no quiere dialogar.
‒Hay que hablarles el idioma del bastonazo, el chorro de agua, los gases,
los balines, las balas... ¡El sacrosanto lenguaje de la ley!
Putin y Hinzpeter, Hinzpeter y Putin no han tenido que ponerse de
acuerdo. Transmisión de pensamiento. La Ley Putin crea un laberíntico mecanismo
para obtener autorizaciones y castiga a los manifestantes y organizadores con multas
siderales que van de 300.000 a 600.000 rublos: nadie podrá
pagar y el que no pague irá a la cárcel. La Ley Hinzpeter castiga toda
manifestación no autorizada y responsabiliza de los “desórdenes” que puedan
producirse a los organizadores. En Chile como en Rusia, los actos de los
encapuchados, demonios incontrolables, deben pagarlos los dirigentes.
‒¿Qué
se han creído? La verdadera forma de solucionar los problemas no es con tomas,
ni con violencia, ni con cocteles molotov. La calle no es lugar para el debate:
pertenece a los automóviles y buses del Transantiago. Para el debate están las cuatro paredes de los despachos ministeriales, los pasillos de los órganos del Estado.
El secreto, la dignidad, la paz social, el poder se han salvado.