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29 de enero de 2016

Enrique Correa sálvanos de Enrique Correa











Enrique Correa sálvanos de Enrique Correa 

¿Es Enrique Correa tan poderoso como creemos? ¿Tiene razón Carlos Huneeus cuando lo tilda de “Karadima de la política chilena”? ¿Es Correa perverso como el cura maldito?

El “padre Karadima” –así lo sigue llamando nuestro cardenal italiano– fue un abusador de niños y adolescentes indefensos, manipulador de sacerdotes, capo mafioso y gurú de una secta ligada a la cúpula empresarial pinochetista y a la jerarquía de la Iglesia Católica postdictadura. ¿Y Correa? ¿Es acaso un corruptor de políticos y empresarios ingenuos, inocentes, virginales?

La vida de Enrique Correa Ríos, nacido en Ovalle en el seno de una familia de la antigua clase media, daría para una de esas películas que encantan a Hollywood, del joven ambicioso que viaja a la gran ciudad y asciende hasta la cumbre gracias a su inteligencia, su astucia y su carácter despiadado. Llegado a la capital, como un día Martín Rivas –el empeñoso protagonista de la novela de Blest Gana– o como Julien Sorel –el joven trepador de la novela Rojo y negro de Stendhal–, Correa supo abrirse paso y se jugó la vida como ellos en riesgosos combates políticos. Sorel acabará en la guillotina, Martín Rivas será condenado a muerte pero eludirá el pelotón de fusilamiento, Enrique Correa desafiará a la dictadura desde la clandestinidad a riesgo de ser secuestrado, torturado y hecho desaparecer. A la vuelta de la democracia se destacará en la campaña del NO, será ungido ministro y finalmente conquistará el podio de lobbista mayor.

La vida de Correa exhibe pinceladas de novela de Alejandro Dumas, con exilios, entradas y salidas bajo disfraz en tiempos de tiranía, y asimismo de la Comedia Humana de Balzac, con pujas y traiciones en las entrañas del poder. Más allá de su tránsito por una escuela pública y un liceo fiscal, su desempeño como monaguillo de una parroquia de provincia y su aterrizaje en el seminario diocesano de Santiago le impusieron la crisma de la Iglesia Católica. Ese sello lo llevan todos los antiguos Mapu como él, salidos, salvo excepciones, de colegios y pensionados de curas y de las aulas de la Pontificia, con una pasada por las obras sociales de la Acción Católica. Se manifiesta en la soberbia intelectual y una vocación de dominación desde dentro al estilo jesuita, y en la capacidad para hacer virajes y cambiar de posición sin arrugarse.
Desgajado de la DC hacia la izquierda, el Mapu fue obra de una élite de jóvenes de clase media y alta que se sentían predestinados. En mi casa –sí, la del autor de esta columna– tuvo lugar el primer contacto secreto entre las Juventudes Comunistas y los líderes de la JDC que planeaban la división del Partido Demócrata Cristiano.

Rodrigo Ambrosio volvía de la universidad jesuita de Lovaina y no conocía a los comunistas chilenos ni en pintura. Nos unía una infancia chillaneja, yo era un joven periodista comunista, Rodrigo apeló a mí y la reunión tuvo lugar a fines de los 60 en mi casa de calle Luis Beltrán, en Ñuñoa. El encuentro fue monitoreado desde las sombras por Ambrosio y Gladys Marín, quienes enviaron a sus colaboradores más cercanos. Yo hice las presentaciones y creo recordar que por la JDC venían Enrique Correa, que llegó a ser su presidente, y Juan Enrique Vega, y por las JJCC, mis amigos Omar Córdova y José Weibel, más tarde detenido desaparecido. Mi cónyuge de entonces y yo los dejamos solos con tecito, café y pan con palta y nos retiramos al Rhenania, la sanguchería del barrio. Cuando volvimos una hora y media más tarde, los reunidos ya eran grandes amigos, iban y venían las bromas, el encuentro Ambrosio-Gladys tenía fecha.

Desde el nacimiento e incorporación del Mapu a la Unidad Popular ‒Correa tuvo un puesto de confianza en el Ministerio de Relaciones Exteriores del Gobierno de Allende‒, Enrique Correa y yo nos hemos cruzado en circunstancias diversas y he sido testigo de su capacidad para desempeñarse con eficiencia y discreción en ámbitos muy variados. Convivimos en Moscú, donde representó al Mapu-OC y tuvo tribuna en nuestro programa 'Escucha Chile', pero pronto se esfumó entre rumores de que andaba clandestino en la patria, lo que era cierto. Cuando fue ministro, nos topamos por ahí comiendo erizos en el Venezia o alguna noche en El Insomnio, el antro espléndido de la Carla en Bellavista, donde Correa llegaba con su corte de muchachos.

Con el tiempo el Mapu explosionó y sus líderes –casi cero mujeres– aterrizaron en partidos políticos de todo el arcoíris, como un Andrés Chadwick, dirigente UDI, o un Juan Andrés Lagos, jefe comunista, pero especialmente en el PPD y el PS, donde hizo nido Correa. Hoy es posible ver a los ex Mapu moviendo los palillos en los ministerios, el Parlamento, los municipios, los institutos y centros de estudio, las universidades, las embajadas, los organismos internacionales, los bancos y grandes empresas, los bufetes profesionales, los medios de comunicación, las oficinas de relaciones públicas, el lobby… Mientras los comunistas cantábamos “¡chancho burgués, atrás, atrás!” y los socialistas, “arriba el socialismo obrero, que es nuestra liberación”, la identificación de los mapucistas con las luchas de los trabajadores nunca alcanzó el carácter clasista, proletario y visceral que tenía para los militantes de la vieja izquierda. Quizás por eso los ex Mapu nadan sin cargos de conciencia en todas las aguas.

Correa encontró su vocación definitiva como ministro de Aylwin. Cuando las relaciones entre el Presidente y Pinochet llegaban al borde del precipicio, se convertía en el hombre del momento, que negociaba con el ex dictador o con el general Ballerino una salida con vaselina. Desde entonces esa ha sido sin tapujos su profesión: estratega, negociador, mediador, conseguidor, gestor de crisis, orejero y consejero áulico de empresarios y políticos que van desde Ponce Lerou hasta Isabel Allende. Su trato llano y sin arribismo aristocrático, su talante de conspirador nato, su capacidad para entrar y salir de La Moneda por la puerta chica o por medio de sus peones y de estar como el perejil en todos los guisos son fuentes de su poder.

En el sistema neoliberal en que vivimos, los banqueros y grupos económicos que controlan nuestras vidas necesitan a Correa para que les dore la imagen y los conecte con la Concerta o la Nueva Mayoría. Los políticos de la NM y de otros colores necesitan a Correa para que les consiga aportes empresariales a sus campañas, con o sin boleta. Y cuando en una vereda o en la de enfrente o en ambas a la vez se destapa la olla podrida y estalla la crisis, Correa vuelve a ser el hombre del momento.

¿Puede alguien pensar que sin Enrique Correa no existiría en Chile el actual maridaje de política y negocios? ¿Es Enrique Correa un corruptor de políticos desvalidos, del mismo modo que Karadima fue un abusador de niños inocentes? ¿No será que a él acuden los políticos ansiosos de corromperse? Larga es la fila de quienes llegan a golpear la puerta de Correa para que los ayude a venderse o comprar voluntades. Además, Correa no es el único en esa faena, sino solo el más ducho y exitoso del mercado.

A muchos, como a Carlos Huneeus y Justo Pastor Mellado, Enrique Correa les provoca urticaria. En realidad, soñábamos con un retorno a la democracia sin transar con la dictadura y Correa aparece como el símbolo de esa transacción. A la claudicación de los demócratas ante los poderes fácticos y el libre mercado –“libre” pero poco‒ le damos el nombre de Enrique Correa. La opacidad de nuestra política y el financiamiento espurio de nuestras elecciones presidenciales, parlamentarias y municipales los atribuimos a Enrique Correa. De la tenebrosa cocina de nuestras leyes viciadas culpamos a Enrique Correa. Tendemos a pensar que nuestra sociedad enferma es obra de Enrique Correa. Nuestra mala conciencia por no haber sido capaces de construir un país transparente se llama Enrique Correa. La capitulación de nuestra generación se llama Enrique Correa.

Enrique Correa es el nombre de nuestra propia frustración y de nuestra vergüenza.