Escrito: 26 de abril de 2012
Por Eduardo Labarca
El
comunismo fue siempre una sociedad detrás de un cerco. En Rusia, tras el
derrocamiento de los zares en 1917, catorce potencias atacaron al naciente
Estado soviético, cuyos obreros y campesinos aguantaron el asedio a costa de
mares de sangre. Cuando Hitler invadió la URSS las potencias occidentales
miraron hacia otro lado, pero Churchill, Roosvelt y De Gaulle tuvieron que sentarse
con Stalin el día en que el Ejército Rojo llegó a Berlín. La URSS exportó el
socialismo a Alemania Oriental –la RDA– y a los países europeos
liberados/ocupados por las tropas soviéticas. Churchill dictaminó que una
“Cortina de Hierro” separara a los países “comunistas” del “mundo libre”, mundo
que abarcaba a las potencias occidentales y sus colonias y zonas de influencia,
como América Latina, “patio trasero” de Estados Unidos. El cerco –¿quién
cercaba a quién?– se amplió y para protegerse según ellos del “enemigo externo
e interno”, los regímenes comunistas vigilaban a sus ciudadanos y controlaban
con mano de hierro las salidas y entradas por las fronteras.
Con
la caída del Muro y de la URSS colapsó la más audaz aventura de ingeniería
política de la historia de la humanidad: el intento voluntarista de construir
una sociedad sin clases, justa e igualitaria, inspirada en la doctrina de Marx
y lejanamente en La República de
Platón, donde el hombre lobo del hombre diese paso al hombre hermano del hombre
(hoy no olvidaríamos de mencionar a la mujer). Refiriéndose a esa utopía, el
protagonista de Cadáver tuerto, novela publicada por el autor de esta
nota en 2005, y con perdón de la autocita, reflexionaba:
“Más que utópicos –de la esencia de la utopía es ser
inalcanzable– éramos milenaristas: pretendíamos hacer parir la Historia
saltando sobre su vientre de chancha preñada para instaurar mil años de
felicidad en la Tierra que sería ‘el paraíso de toda la humanidad’, según
rezaba nuestro himno de combate. ¿Era viable nuestra fórmula para acabar con
las terribles injusticias del planeta? El devenir de nuestro país y del mundo
parecería decirnos que no.”
¿Qué había pasado? Que el denominado “socialismo real”, un sistema idílico
llamado a ser dirigido por hijos del pueblo justos y buenos, quedó muy pronto
en manos de autócratas todopoderosos. El poeta Osip Mandelstam fue enviado a
Siberia por retratar al principal de todos en su Epigrama contra Stalin: “Sus
bigotes de cucaracha parecen reír / y relumbran las cañas de sus botas. / Toda
ejecución es para él un festejo”.
Durante la dictadura chilena, llegué a la URSS a trabajar en las inolvidables
transmisiones de Radio Moscú contra Pinochet. Cientos de exiliados eran
recibidos en la URSS, la RDA, los países socialistas de Europa y Cuba, donde
beneficiaban de una solidaridad superlativa. El protagonista de Cadáver tuerto recuerda su arribo a
Acullá, a trabajar en una radio de onda corta: “Por
mucho que mi cuerpo hubiese llegado a Acullá, mi alma se hallaba anclada en el
país martirizado que había dejado atrás. De ahí que mis ojos buscaran
ávidamente un paraíso y que Acullá, al brindarme una acogida fraterna y
ofrecerme los micrófonos de la Radio para fustigar al tirano, se me figurara
una comunidad perfecta, poblada por ángeles de flamante cuño en cuyos corazones
los últimos vestigios de la impureza humana estuviesen en vías de desaparición.
Esa visión de fantasía anestesiaba mi capacidad de percibir las huellas de
dolores antiguos que tatuaban el rostro ajado y la piel marchita de los
habitantes de Acullá y que, bajo la máscara de un supuesto hombre nuevo,
delataban al hombre de siempre.”
En el mundo socialista los exiliados vivíamos en una burbuja centrados en el
tema chileno, rodeados de afectos y de apoyos. Aunque algunos no se
aclimataron, la inmensa mayoría nos adaptábamos y tendíamos a ver la realidad
con un solo ojo. El derrumbe del socialismo nos abrió el otro. Habla el
protagonista de la novela:
“Los revolucionarios de entonces hubimos de asumir nuestra impotencia y hoy
oscilamos entre quienes sostienen con la bandera al tope que teníamos razón y
que fue el mundo el que se equivocó, y los que, habiendo arriado el estandarte
revolucionario, creen que la humanidad globalizada avanza por el mejor de los
caminos y que los equivocados éramos nosotros.”
Caído el Muro y derrumbado el anquilosado socialismo real por su propio peso,
muchos chilenos quedaron huérfanos y, como el personaje del libro, “oscilan”
entre la nostalgia y la adhesión al deshumanizado sistema financiero que hoy
nos rige. Pero las últimas movilizaciones y debates en Chile y el mundo
muestran que la oscilación no está hecha solamente de dos posturas extremas y
simétricas, sino que abarca una gama amplia de posiciones, incluida la
posibilidad de buscar una sociedad realmente justa por vías nuevas.