Escrito: 26 de
marzo de 2011
Por Eduardo
Labarca
Aunque dicen que la Historia
comienza a escribirse 30 años después de acaecida, ¿quién podría convencer a
las hijas, nietos, nietas, sobrinas, sobrinos de Salvador Allende de que el
hombre que ellos o sus padres conocieron en pantuflas se ha convertido en una
estatua? ¿De que los últimos minutos de vida del presidente Allende y la forma
en que se enfrentó a la muerte son un tema histórico y hoy, judicial?
Hay parentescos difíciles de llevar y las muertes
trágicas que han desgarrado a la familia Allende, comenzando por la del ex
presidente, lo demuestran. Por mucho que los tribunales hayan reabierto la
investigación acerca de la muerte de Salvador Allende ese 11 de septiembre de
1973 a las dos de la tarde en el Salón Independencia de La Moneda, sin que se
descarten una exhumación y nuevas sorpresas, no puede pretenderse que los
miembros de la familia congelen sus sentimientos.
Pero el estudio del personaje histórico Salvador
Allende, de su muerte y de la tragedia nacional que entonces se desencadenó no
puede detenerse en atención a la sensibilidad de la epidermis de cada miembro
de la familia o a la espera de que todos hayan dejado de existir. El autor de
este artículo probó el sabor de la injuria gratuita cuando se adentró en las arenas
movedizas de la personalidad política, humana, sentimental del ex presidente y de
su época en una biografía no autorizada que hoy es referencia abierta o encubierta
de quienes preparan un ensayo, una obra de ficción o una película sobre el personaje.
A lo largo de los años se nos han dado
versiones categóricas, aunque cambiantes, de lo que piensa la familia Allende, como
instancia cerrada y oficial, sobre la forma en que murió el presidente. Es
cierto que Salvador Allende tenía un fuerte sentido de hijo, marido, padre,
hermano, tío, abuelo, que adoraba a su nana y dejó la estela de un familia digna
y orgullosa, aunque variopinta. Pero más allá de ese núcleo compartía sus
afectos en una galaxia de intensas relaciones abiertas y mutantes, empapadas también
de sentido familiar. Si la relación de Allende con las mujeres que además de su
esposa hicieron nido en su corazón hubiese consistido en meras aventuras al pasar,
el tema daría, si acaso, para un párrafo picante o una nota de pie de página.
Pero ¿quién puede negar que la compañía de la brillante
abogada Graciela Álvarez, oradora fogosa, le ayudó a digerir la aplastante derrota
en la campaña de 1952? ¿O que Leonor Benavides, de andar altivo y mechón
blanco, le prestó el hombro comprensivo que necesitaba cuando su mujer,
Hortensia Bussi, quizás con razones legítimas, le dejó escrito que “me voy a Algarrobo
con las niñitas” el día de 1958 en que por segunda vez lo proclamaron
candidato? ¿Habría tenido ánimo Salvador Allende para afrontar la avalancha
publicitaria que le atribuía designio siniestros en la campaña de 1964, la
tercera, sin la compañía por las rutas de Chile de la actriz Inés Moreno, su
guitarra, su voz y su amor? Sin la sonrisa y el corazón enorme de la Payita,
“secretaria, confidente y amiga”, según Allende, ¿cómo habría afrontado sus
responsabilidades abrumadoras el candidato triunfante de 1970 y luego el
Presidente? Sin la radiante “Negrita”, con la que protagonizaba escapadas de
adolescente, ¿habría resistido Salvador Allende las ingratitudes de la
política? ¿Sin Eugenia Valencia, la colombiana más hermosa de Popayán, a quién
habría escrito Salvador las cartas en que confesaba su aspiración secreta de
escapar de la “prisión” de su vida de hombre público? ¿Y a no ser por otra
colombiana, Gloria Gaitán, que en las noches que precedieron la catástrofe
prestó oído a los augurios fúnebres del presidente y estuvo dispuesta a darle el
hijo póstumo que luego perdió en un aborto espontáneo, a quién habría confiado
Allende sus últimos temores? ¿Qué habría sido de Salvador Allende sin las
actrices Sarita Walsh, la rutilante, que lo recogía en el Senado; sin Eliana
Vidal a la que, acongojado, llamó de madrugada desde Moscú cuando los
soviéticos rechazaron la petición de ayuda económica con la que soñaba salvar
su gobierno; sin Marés González, la actriz insuperable, que recibía con chispeante
ironía sus requiebros? ¿Las visitas de Allende a Cuba habrían sido las mismas
si al pie del avión no lo hubiera esperado Laurita San Antonio, habanera rutilante
y bella entre las bellas?
Más que dispersión afectiva, en el carácter
pasional de Allende hubo coexistencia o alternancia de afectos y por qué no
decirlo, de amores. Su amor central, el ancla sólida fue Hortensia Bussi, para
quien Allende exigía respeto. Ella, sus hijas y sus primeros nietos formaban la
almendra familiar a la que Salvador brindaba una devoción irrestricta. A pesar
de la multiplicidad de sus cariños, Allende fue un marido y padre dedicado y muy
presente. Su veneración por Beatriz, la hija del medio, era visible: con ella
compartía la pasión política, por encima de las diferencias que solían tener.
Pero de algún modo Salvador Allende se
comportaba también como padre con las hijas e hijos de las mujeres hermosas,
inteligentes y de fuerte personalidad que compartieron en forma pública o semipública
diversos trechos de su andadura. En esa segunda generación paralela dejó huella
imborrable. Se trata de personas que han pasado los 50 años y que en varios
casos tienen hoy una presencia visible en la sociedad chilena. Algunas
recuerdan a Salvador Allende con cariño y emoción, otras no tanto.
Desde el día en que, cargando cada cual un
pasado complejo, Tencha y Salvador contrajeron matrimonio, y hasta la muerte del
presidente, Hortensia Bussi supo llevar con dignidad los 33 años y 5 meses de sufrido
matrimonio con un hombre escurridizo que la amaba a su manera. Tras la
desaparición del presidente, las mujeres que habían rivalizado con ella en el
corazón de Salvador vivieron su luto en silencio y se eclipsaron discretamente
dejándole por fin libre el terreno. Es cierto que Gloria Gaitán escribió un
apasionado libro de recuerdos titulado El
compañero Presidente, pero lo retiró con pudor a las pocas semanas. Ya
septuagenaria y transcurridos 20 años de la
muerte de Allende, Inés Moreno decidirá evocar su relación con el Presidente en su
novela Más allá de los aromos, pero en el último minuto la retirará de la imprenta y
la publicara sin las páginas en que recordaba la pasión que la había unido a
Salvador. Muerto
Allende, la señora Tencha asumió con talento y tenacidad un protagonismo exclusivo,
doloroso pero sin los nubarrones que jalonaron su vida matrimonial, hasta el
día de su propia muerte. Su viudez durará 35 años y 10 meses, vale decir 2 años
y 5 meses más que el tiempo que vivió casada con el líder de la izquierda. Apoyada
incondicionalmente por Isabel, su hija menor y actual senadora, Hortensia Bussi
fue a lo largo de más de tres décadas la representante indiscutida de Salvador
Allende en los corazones y el imaginario colectivo. Isabel ha querido retomar
esa antorcha.
A las 48 horas de la muerte de Allende, Hortensia
Bussi declaró que
se había suicidado “con una metralleta que le había regalado su amigo Fidel
Castro”, pero cuatro días después modificó sus dichos afirmando que cayó “bajo
las balas enemigas como un soldado de la revolución”. La muerte del presidente
en combate por ametrallamiento pasó a ser la versión oficial de los parientes y
de la izquierda, y quienquiera se apoyase en el
testimonio del doctor Patricio Guijón para sustentar la tesis del suicidio,
considerado menos heroico, era vilipendiado. Hortensia Bussi dio
un tapabocas al escritor Fernando Alegría por haber dejado en su novela El
paso de los gansos “la impresión que Salvador se suicidó, que es lo que
sostiene la junta militar”. Pero el 4 de septiembre de 1990, al realizarse el funeral oficial de
Salvador Allende presidido por Patricio Aylwin, habrá un nuevo acomodo y el
suicidio será finalmente admitido por la viuda y su hija Isabel. Quince años
más tarde, cuando el médico forense Luis Ravanal, basándose en el informe de la
autopsia y los documentos policiales de la época, sostenga que las heridas de
Allende provenían de armas de calibres diferentes y no eran de tipo suicida, y reclame
la exhumación de los restos, recibirá una dura réplica. Isabel Allende
reafirmará la tesis del suicidio diciendo que para la familia “es un capítulo cerrado” y calificará lo afirmado
por el doctor Ravanal de “falta de respeto”.
Nadie de la familia Allende pidió nunca a la
justicia que determinara las circunstancias de la muerte del ex presidente. La
iniciativa la adoptó recientemente la fiscal de la Corte de Apelaciones de
Santiago, Beatriz Pedrals, y en
la actualidad el ministro Mario Carroza investiga los hechos. La senadora Isabel
Allende se reunió con él para expresar su apoyo a una investigación amplia, que
incluya las responsabilidades en la sublevación militar y el ataque al palacio
de La Moneda, donde ella permaneció una parte de la mañana junto a su padre.
Sin embargo, afirmó que no está en cuestión que el suicidio haya sido la causa
de la muerte. En otras palabras, la senadora desearía que la investigación abarcase
las culpabilidades políticas y militares, esperando que la versión del suicidio
ha de confirmarse. ¿Pero qué sucederá con la hipótesis planteada recientemente
de un intento de suicidio con pistola seguido del piadoso tiro de gracia con
metralleta de uno de sus propios colaboradores a un presidente moribundo?
Con el tiempo las pasiones se han ido
aquietando y la investigación judicial de la muerte de Salvador Allende surge
como un acto del Estado chileno, indispensable aunque tardío, para establecer
la verdad. Ante la Historia esa verdad no puede basarse, como hasta ahora, en
opiniones y sentimientos personales tan categóricos como cambiantes. Aunque la
actual democracia chilena exhiba imperfecciones, la institución judicial aparece
como la única facultada y con las capacidades para investigar serena y exhaustivamente
los hechos sin descartar ninguna hipótesis. La muerte de Salvador Allende y sus
circunstancias son hoy mucho más que un asunto de familia.