por
Eduardo Labarca
EL MOSTRADOR
11 de julio de 2016
A Nicolás Eyzaguirre solo lo he
visto de lejos, pero me cuentan que su presencia de ministro estrella se debe a
que tuvo una banda de rock y toca la guitarra, sabe cantar, baila cumbia y es íntimo
de la Presidenta. En vena musical, ella lo nombró director de orquesta de la
reforma educacional, la más “emblemática” de su programa. Eyzaguirre, ex alumno
del Verbo Divino, con oído de hojalata en materias de educación, fue a echarse
un pasodoble en un par de escuelas públicas vestido de Armani, oculto tras sus gafas
Ray-Ban. Hasta que la sonajera desafinada que había armado lo obligó a tirar la
guitarra cuando tenía a todos los actores de la educación tocando el bombo y soplando
las vuvuzelas en las calles, tomándose los establecimientos, lanzando peñascazos.
En vez de mandarlo a repasar el
solfeo a su casa, la Presidenta lo llamó a un nuevo casting, lo premió con una silla en el comité político y le pasó la
batuta de la Segpres, ministerio encargado de poner armonía musical a las relaciones
con el Parlamento y de orquestar otra reforma “emblemática”: la de la
Constitución. Eyzaguirre inició su nueva tocata sacándole la firma a la primera
mujer Presidenta de Chile para un llamado Consejo Ciudadano de Observadores de
la Reforma Constitucional con una composición de género digna de Irán o Arabia
Saudita: 14 hombres y 3 mujeres. En esa flamante banda incluyó a una decena de compadres
suyos del barrio alto de Santiago y a tres intérpretes morenitos para que no dijeran…
No se necesita conocer a la
Presidenta para saber que el tema mapuche no es su ritmo predilecto. Es cierto
que su residencia del lago Caburga está en la Araucanía, pero se trata de un
refugio blindado para escapar de los timbales ensordecedores de Santiago, escuchar
sus canciones preferidas y tomarse un mojito. Si vibrara con la desgarrada música
ancestral de los pueblos originarios que antaño habitaron en ese paraíso, si le
dolieran el aplastamiento y sangriento exterminio de los “indios rebeldes” por
parte de los colonizadores y luego, en concierto de obuses y cañonazos, por los
valientes soldados de la República, en su primer gobierno no habría puesto tan complejo
asunto en manos del ministro Viera-Gallo, cuya labor consistió en algunos
ejercicios de afinación sin poner jamás en escena un concierto coherente. En su
segundo gobierno, la presencia de Bachelet en la Araucanía se ha limitado a su
viaje de ida y vuelta a un encuentro semiclandestino que se realizó en algún camarín
detrás del escenario y a la celebración del We Tripantu mapuche, al son sincopado
de las trutrucas, en un patio de La Moneda hace pocos días.
La anunciada mesa de diálogo sobre
la Araucanía surge entre crecientes clarinadas de radicalización y el estrépito
percutante de los atentados en la zona. El anterior ministro del Interior,
Jorge Burgos, privilegió al respecto la melodía policial, tanto que el último
Año Nuevo lo pasó cantando el Himno de Carabineros en una comisaría de la Araucanía.
Por el contrario, en Canadá, vanguardia en el reconocimiento de la identidad soberana
de los pueblos originarios, los ministros de asuntos indígenas no se alojan en
los cuarteles sino en las comunidades que visitan, y cantan y bailan con sus
habitantes. A instancias de Burgos, la Presidenta expulsó del escenario al
intendente Huenchumilla, que remecía al país con su voz atronadora de barítono proponiendo
una solución integral para un problema histórico que se arrastra desde hace
varios siglos. Deseando complacer a Burgos, la Presidenta puso de intendente a un
señor que bailotea al son de las trompetas que chirrean contra el estigmatizado
pueblo-nación mapuche.
La llegada del ministro Mario
Fernández ha traído un cambio de música. El nuevo ministro del Interior ha cantado
varias arias dialogantes, al plantear por ejemplo la necesidad de comprender la
realidad de los jóvenes encapuchados que, aunque minoritarios, terminan imponiendo
su sonsonete destemplado en las manifestaciones. Al instalar la mesa de diálogo
sobre la Araucanía, Fernández, a diferencia de su antecesor, intenta remplazar
los conciertos de cámara a puertas cerradas por una sinfonía polifónica, en la
que participen a plena orquesta todos los intérpretes e instrumentos. Eso
significa que tarde o temprano han de sumarse con su melopea los duros de la CAM,
la Coordinadora Arauco Malleco, virtuosos de los arpegios molotov y el staccato de los perdigones, e incluso los que bailan la zarabanda
del incendio de iglesias católicas y templos evangélicos.
Demasiadas frustraciones y rasgueos
desafinados hubo en el pasado, por lo que es de esperar que gracias a la batuta
de Fernández y a pesar de las inmensas dificultades, este nuevo concierto,
iluminado por las candilejas de la Iglesia Católica, llegue armónicamente hasta
su acorde final, sin tomatazos ni pataleo del público. Guardando las
proporciones, en Colombia se ha demostrado que no puede existir una paz
abarcadora y duradera si la partitura definitiva no lleva la firma de todos los
involucrados, especialmente los intérpretes de más altos decibeles.
Algún día ojalá ha de tocarse al
ritmo del kultrún el último movimiento de esta sinfonía. Pero cuidado: en la
mesa de la Araucanía se vio junto a Fernández ‒¿cuándo no?‒ al cantante, guitarrista
y bailarín Nicolás Eyzaguirre, aunque con la boca cerrada y sin su instrumento
de cuerdas… por ahora. Peligro. Crucemos los dedos y cantemos nuestros salmos al
Dios de los cristianos y a Nguenechén, el de los mapuches, para rogarles que convenzan
a la Presidenta de que no vaya a pasarle la guitarra una vez más a su músico
regalón, el gran desafinador de las reformas de su gobierno.