por Eduardo Labarca
THE CLINIC
21 de diciembre de 2016
¿Ha pensado alguien en la vida de una
muñeca sexy como yo? Somos diseñadas con ordenador por la unidad creativa de Frankfurt
y el montaje de nuestro chasis se realiza a doce mil kilómetros de distancia,
en Bangkok. Cabeza, tronco, brazos, piernas, manos, circuito para el agua
caliente, válvulas, receptáculos reversibles al interior de los orificios
eróticos forman el feto en desarrollo. Nuestras orejas, la boca, la vagina y el
esfínter anal han sido concebidos por anatomistas de la universidad de Seúl y
manufacturados en talleres familiares. Esos órganos llegan en módulos que se
encajan en el ensamble final, efectuado en Nankín por finas manos orientales. Mi
vagina tiene labios delicados como párpados, un clítoris similar a una gónada
de erizo y mi boca posee lengua, dientes, paladar, amígdalas y campanilla para
dar placer a un usuario caprichoso. Los epitelios están hechos de una mucosa
sintética más sedosa y mejor lubricada que la humana, capaz de resistir un uso intenso
durante el año de garantía.
La muñeca sietemesina pasa al taller
donde un artista echa a volar la imaginación. No hay dos muñecas iguales. Yo,
por ejemplo, heredé el pelo rubio de las razas del norte, pero Jawarpundi, el
maquillador de turbante, decidió ponerme un juego de pestañas negras de dos
centímetros que contrastan con mi cabellera, y en el pubis me implantó un
extravagante mechón retinto proveniente de la barba que se acababa de recortar.
Mi mirada ligeramente bizca la logró Jawarpundi con un retoque en las cuentas
de vidrio. Muchos hombres he conquistado con mis rasgos exóticos y varios me
han confesado que mis ojos estrábicos son el imán que los atrae. Cuando estaba lista,
Jawarpundi me implantó con un trócar un lunar en la mejilla izquierda, mi seña
de identidad. Dijo: “Te llamarás Indira como mi madre”. En el arrebato me dio
un beso en la boca, exploró con la lengua mis papilas de silicona y degustó el
gel de mi saliva. Ante mí, adolescente, se abría el universo. Pero faltaba algo...
Sí, porque me depositaron en el banco
de prueba donde un luchador de Sumo desparramó sobre mi cuerpo sus 247 kilos y me
aplicó las violentas llaves del oficio. Con una compresora me inflaron hasta
convertirme en la mujer más gorda del mundo y con un chuzo palanquearon en mis
órganos delicados hasta sacarme lágrimas. Al interior de mis oquedades vaciaron
aceite hirviendo. Así pasé el examen de ingreso a la pubertad. Cuando me
desinflaron suspiré aliviada sin saber que se iniciaban meses de prisión.
Doblada y envuelta en papel tisú me encerraron en una caja y comenzó una vida
de zarandeos en la oscuridad. Con grúas ponían la caja en correas
transportadoras, la arrojaban al interior de contenedores, la depositaban en
camiones. Me fletaron en barcos y aviones hasta que emergí a la luz en un sex shop de Londres, capital del Reino.
Varias veces me inflaron y desinflaron
sin que ningún cliente se decidiera a comprarme, hasta que el dueño, un narigón
que escribía de derecha a izquierda, me vendió a mitad de precio al Ejército de
Salvación, que me entregó con cánticos y aleluyas a los presos de la cárcel de
alta seguridad de Surfolk. Allí dentro, Bobby, un asesino del Ejército
Unionista del Norte, fue mi primer amante: me puso Marilyn y se inició mi vida
de mujer adulta. Bobby era calvo, musculoso y de un erotismo insaciable. Su
sexo era la cabeza de un gallinazo impulsada por las alas abiertas que se había
tatuado en el vientre. Me inflaba con el fuelle de sus pulmones en un beso
interminable y me prodigaba cuidados tiernos. Al acostarnos vaciaba agua hirviendo
en mis arterias para disfrutar de mi calor. Los tres minutos que tenía para
lavarse por la mañana los dedicaba a lavarme a mí, para guardarme desinflada y con
polvo de talco en la caja hasta la noche.
Todo anduvo bien hasta que alguien
trajo una baraja y los unionistas se dedicaron al póquer. La primera vez que
perdió y no tuvo con qué pagar, Bobby me entregó por una noche a Willy para
saldar la deuda y allí comenzó mi calvario. Willy olía a fish and chips y me obligó a practicar aberraciones que yo no
conocía. Bobby siguió perdiendo y me prestó sucesivamente a David, Jeff,
Charly, Tim, Al, Gerry. Los unionistas practicaban artes marciales y un día
Bobby me infló y todos comenzaron a darme golpes. Yo pasaba de mano en mano y
los judocas se fueron excitando y se inició una violación colectiva. No sólo me
violaron a mí, sino que se violaban entre ellos en posiciones sorprendentes, y
yo terminaba debajo de todos o volando por el aire. La escena se repetía
diariamente y terminé acostumbrándome.
Lo peor sucedió cuando Alí, un islamista
sin afeitar, le ofreció hashish a Bobby a cambio de que yo lo visitara en su
celda. Los islamistas eran terribles. Dedicaron la noche a introducir sus sexos
por todos los orificios de mi cuerpo y a meterse mi nariz, mis dedos, mis pies
en los suyos. Cansados, encajaron cucharas, tubos de pasta de dientes,
cigarrillos encendidos y hasta la pata de un catre metálico en mi vagina, que
demostró ser resistente. Desde ese día no volví a dormir en la celda de los
unionistas. Me convertí en la muñeca más famosa de la cárcel de Surfolk, odiada
por los travestis cuya jefa Rubí quiso cortarme la cara, pero Bobby le rompió
el cuello con una llave de karate. Bobby me arrendaba a presos que me
subarrendaban y así terminé durmiendo varias veces con el alcaide, un gordo sudoroso.
Algunos guardias me sacaban a pasear y el Cara’e Completo, un chileno de la
Banda de los Lanzas, se fugó conmigo y terminamos en Ibiza, donde vivíamos como
reyes con los euros que los borrachos alemanes pagaban por veinte minutos
conmigo.
Pero al Cara’e Completo y a mí nos
agarraron y volvimos a Surfolk, donde se descubrió que todos los presos eran
seropositivos. Una ventaja de las muñecas es que somos inmunes al sida. El
alcaide comenzó a adelgazar y se llenó de forúnculos. El capellán del Opus Dei,
uno de los contagiados, dijo que yo era el Diablo disfrazado de muñeca y me
acusó de haber propagado la epidemia, culpando a los herejes del Ejército de
Salvación por haberme traído. Seguido por unos presos fanáticos, el capellán
encendió una hoguera y ordenó que me echaran al fuego. Pero Bobby y los unionistas,
que eran evangélicos y odiaban al Opus, me salvaron.
Mi nombre, Marilyn, circulaba en todo
el Reino y cuando la BBC me hizo una entrevista, la Reina prohibió las muñecas
en las cárceles, lo que provocó un motín en Surfolk. El jefe del motín era
Bobby. Durante una semana mantuvimos al capellán y al alcaide de rehenes, pero
nos derrotaron con gases hilarantes. Me expulsaron de Surfolk y un coro de
presos y guardias me despidió cantando el Farewell. Mentiría si dijera
que no estaba triste: de mis ojos brotaron tres lágrimas tibias del agua que
Bobby me había inyectado antes de hacerme el amor por última vez.
Por vías tortuosas fui a dar a un bar
gay de la capital del Reino donde me cortaron el pelo y me cosieron un ridículo
falo de plástico. La vida en ese antro no era muy distinta de la que había
llevado en Surfolk, aunque transcurría en los urinarios y se centraba en el colgajo
que me habían injertado. Cansado de mí, Leonard, el dueño del bar, me vendió
hace una semana, vísperas de Navidad, a un sujeto con cara de espía que me
llevó donde un taxidermista chino que me hizo terribles cortes y costuras en el
rostro para que me pereciera a un Ex Tirano que acababa de escaparse de la
clínica del Reino donde estaba preso. Lo más atroz fue el instante en que el chino
me arrancó el lunar con una pinza que parecía pico de loro y suturó el orificio
con pegalotodo. El espía y sus cómplices me vistieron de militar y me subieron de
madrugada a un Rolls-Royce en el que viajaba de uniforme el Ex Tirano verdadero.
Nos miramos y era como estar frente a un espejo. Me dijo “buenos días”. No pude
contestarle porque el chino me había cosido los labios.
No he olvidado ningún detalle de lo
que entonces sucedió. El Ex Tirano va en el asiento de atrás y yo en el suelo, disfrazada
de Ex Tirano y cubierta con una manta. El Rolls-Royce se detiene, el Ex Tirano se
despide de mí con voz gangosa: “Voy a embarcarme en un submarino rumbo a
Valparaíso, usted se queda representándome. Feliz Navidad”. Apoyándose en un
bastón, el Ex Tirano se aleja hacia un furgón funerario donde otros espías lo
esconden en un ataúd y cierran la tapa. El furgón parte siguiendo la flecha que
apunta al norte, hacia el puerto de Liverpool. En el Rolls-Royce el chofer espía
me sienta en el lugar donde iba el Ex Tirano y rodamos hacia el sur para
despistar. Hay ambiente navideño, en los semáforos los peatones reconocen al Ex
Tirano, o sea a mí, y me hacen signos obscenos. Presiento algo terrible. Después
de circular una hora escucho sirenas policiales que se acercan. El Rolls-Royce
dobla a la derecha y nos ocultamos en un basural. El espía me saca del vehículo,
el aire es nauseabundo. Sin compasión, el agente secreto me perfora el ojo
derecho y el vientre con un atornillador, me arroja sobre un montón de
tallarines podridos y se aleja haciendo chirriar los neumáticos.
Ahora soy un Ex Tirano tuerto que se
va desinflando entre la basura. La llovizna escurre por mi rostro y se mezcla
con mis lágrimas. Por encima de mi cuerpo se pasean los ratones. Sueño con
Jawarpundi y su casto beso de despedida, sueño que soy Indira. Las sirenas
policiales se acercan, vibra el molinete de un helicóptero. Las campanas dan
las seis de la tarde aquí en el Reino, se acerca la Nochebuena; en el País donde
fui Comandante en Jefe recién es mediodía. Esta es la hora en que Indira está
muriendo. Marilyn está muriendo. El Ex Tirano está muriendo.
Mientras muero, sueño que rejuvenezco
y estoy en el País que se Cae del Mapa donde se celebra la Navidad. Soy el
obsequio que un industrial gordito vestido de Viejo Pascuero entrega a un
Ministro que me abraza emocionado, mientras dos futuros Presidentes de la
República aplauden felizcotes. Sueño que vuelvo a Surfolk donde el industrial disfrazado
con barba y gorro rojo es el alcaide, y el ministro es el Cara’e Completo. El
presidenciable calvo es Bobby; el candidato sin afeitar es el islamista Alí.
-¡Partusa! -anuncia el Viejo Pascuero y bailamos bajo el arbolito cantando un villancico. Todos comienzan a desnudarse, salvo yo que llegué en pelotas. Muero soñando que en esta Navidad ofrezo goces paradisíacos a tan distinguidos caballeros VIP.
-¡Partusa! -anuncia el Viejo Pascuero y bailamos bajo el arbolito cantando un villancico. Todos comienzan a desnudarse, salvo yo que llegué en pelotas. Muero soñando que en esta Navidad ofrezo goces paradisíacos a tan distinguidos caballeros VIP.