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15 de octubre de 2016

Cuento Navideño: Yo, la muñeca inflada



por Eduardo Labarca


THE CLINIC
21 de diciembre de 2016
¿Ha pensado alguien en la vida de una muñeca sexy como yo? Somos diseñadas con ordenador por la unidad creativa de Frankfurt y el montaje de nuestro chasis se realiza a doce mil kilómetros de distancia, en Bangkok. Cabeza, tronco, brazos, piernas, manos, circuito para el agua caliente, válvulas, receptáculos reversibles al interior de los orificios eróticos forman el feto en desarrollo. Nuestras orejas, la boca, la vagina y el esfínter anal han sido concebidos por anatomistas de la universidad de Seúl y manufacturados en talleres familiares. Esos órganos llegan en módulos que se encajan en el ensamble final, efectuado en Nankín por finas manos orientales. Mi vagina tiene labios delicados como párpados, un clítoris similar a una gónada de erizo y mi boca posee lengua, dientes, paladar, amígdalas y campanilla para dar placer a un usuario caprichoso. Los epitelios están hechos de una mucosa sintética más sedosa y mejor lubricada que la humana, capaz de resistir un uso intenso durante el año de garantía.
La muñeca sietemesina pasa al taller donde un artista echa a volar la imaginación. No hay dos muñecas iguales. Yo, por ejemplo, heredé el pelo rubio de las razas del norte, pero Jawarpundi, el maquillador de turbante, decidió ponerme un juego de pestañas negras de dos centímetros que contrastan con mi cabellera, y en el pubis me implantó un extravagante mechón retinto proveniente de la barba que se acababa de recortar. Mi mirada ligeramente bizca la logró Jawarpundi con un retoque en las cuentas de vidrio. Muchos hombres he conquistado con mis rasgos exóticos y varios me han confesado que mis ojos estrábicos son el imán que los atrae. Cuando estaba lista, Jawarpundi me implantó con un trócar un lunar en la mejilla izquierda, mi seña de identidad. Dijo: “Te llamarás Indira como mi madre”. En el arrebato me dio un beso en la boca, exploró con la lengua mis papilas de silicona y degustó el gel de mi saliva. Ante mí, adolescente, se abría el universo. Pero faltaba algo...
Sí, porque me depositaron en el banco de prueba donde un luchador de Sumo desparramó sobre mi cuerpo sus 247 kilos y me aplicó las violentas llaves del oficio. Con una compresora me inflaron hasta convertirme en la mujer más gorda del mundo y con un chuzo palanquearon en mis órganos delicados hasta sacarme lágrimas. Al interior de mis oquedades vaciaron aceite hirviendo. Así pasé el examen de ingreso a la pubertad. Cuando me desinflaron suspiré aliviada sin saber que se iniciaban meses de prisión. Doblada y envuelta en papel tisú me encerraron en una caja y comenzó una vida de zarandeos en la oscuridad. Con grúas ponían la caja en correas transportadoras, la arrojaban al interior de contenedores, la depositaban en camiones. Me fletaron en barcos y aviones hasta que emergí a la luz en un sex shop de Londres, capital del Reino.
Varias veces me inflaron y desinflaron sin que ningún cliente se decidiera a comprarme, hasta que el dueño, un narigón que escribía de derecha a izquierda, me vendió a mitad de precio al Ejército de Salvación, que me entregó con cánticos y aleluyas a los presos de la cárcel de alta seguridad de Surfolk. Allí dentro, Bobby, un asesino del Ejército Unionista del Norte, fue mi primer amante: me puso Marilyn y se inició mi vida de mujer adulta. Bobby era calvo, musculoso y de un erotismo insaciable. Su sexo era la cabeza de un gallinazo impulsada por las alas abiertas que se había tatuado en el vientre. Me inflaba con el fuelle de sus pulmones en un beso interminable y me prodigaba cuidados tiernos. Al acostarnos vaciaba agua hirviendo en mis arterias para disfrutar de mi calor. Los tres minutos que tenía para lavarse por la mañana los dedicaba a lavarme a mí, para guardarme desinflada y con polvo de talco en la caja hasta la noche.
Todo anduvo bien hasta que alguien trajo una baraja y los unionistas se dedicaron al póquer. La primera vez que perdió y no tuvo con qué pagar, Bobby me entregó por una noche a Willy para saldar la deuda y allí comenzó mi calvario. Willy olía a fish and chips y me obligó a practicar aberraciones que yo no conocía. Bobby siguió perdiendo y me prestó sucesivamente a David, Jeff, Charly, Tim, Al, Gerry. Los unionistas practicaban artes marciales y un día Bobby me infló y todos comenzaron a darme golpes. Yo pasaba de mano en mano y los judocas se fueron excitando y se inició una violación colectiva. No sólo me violaron a mí, sino que se violaban entre ellos en posiciones sorprendentes, y yo terminaba debajo de todos o volando por el aire. La escena se repetía diariamente y terminé acostumbrándome.
Lo peor sucedió cuando Alí, un islamista sin afeitar, le ofreció hashish a Bobby a cambio de que yo lo visitara en su celda. Los islamistas eran terribles. Dedicaron la noche a introducir sus sexos por todos los orificios de mi cuerpo y a meterse mi nariz, mis dedos, mis pies en los suyos. Cansados, encajaron cucharas, tubos de pasta de dientes, cigarrillos encendidos y hasta la pata de un catre metálico en mi vagina, que demostró ser resistente. Desde ese día no volví a dormir en la celda de los unionistas. Me convertí en la muñeca más famosa de la cárcel de Surfolk, odiada por los travestis cuya jefa Rubí quiso cortarme la cara, pero Bobby le rompió el cuello con una llave de karate. Bobby me arrendaba a presos que me subarrendaban y así terminé durmiendo varias veces con el alcaide, un gordo sudoroso. Algunos guardias me sacaban a pasear y el Cara’e Completo, un chileno de la Banda de los Lanzas, se fugó conmigo y terminamos en Ibiza, donde vivíamos como reyes con los euros que los borrachos alemanes pagaban por veinte minutos conmigo.
Pero al Cara’e Completo y a mí nos agarraron y volvimos a Surfolk, donde se descubrió que todos los presos eran seropositivos. Una ventaja de las muñecas es que somos inmunes al sida. El alcaide comenzó a adelgazar y se llenó de forúnculos. El capellán del Opus Dei, uno de los contagiados, dijo que yo era el Diablo disfrazado de muñeca y me acusó de haber propagado la epidemia, culpando a los herejes del Ejército de Salvación por haberme traído. Seguido por unos presos fanáticos, el capellán encendió una hoguera y ordenó que me echaran al fuego. Pero Bobby y los unionistas, que eran evangélicos y odiaban al Opus, me salvaron.
Mi nombre, Marilyn, circulaba en todo el Reino y cuando la BBC me hizo una entrevista, la Reina prohibió las muñecas en las cárceles, lo que provocó un motín en Surfolk. El jefe del motín era Bobby. Durante una semana mantuvimos al capellán y al alcaide de rehenes, pero nos derrotaron con gases hilarantes. Me expulsaron de Surfolk y un coro de presos y guardias me despidió cantando el Farewell. Mentiría si dijera que no estaba triste: de mis ojos brotaron tres lágrimas tibias del agua que Bobby me había inyectado antes de hacerme el amor por última vez.
Por vías tortuosas fui a dar a un bar gay de la capital del Reino donde me cortaron el pelo y me cosieron un ridículo falo de plástico. La vida en ese antro no era muy distinta de la que había llevado en Surfolk, aunque transcurría en los urinarios y se centraba en el colgajo que me habían injertado. Cansado de mí, Leonard, el dueño del bar, me vendió hace una semana, vísperas de Navidad, a un sujeto con cara de espía que me llevó donde un taxidermista chino que me hizo terribles cortes y costuras en el rostro para que me pereciera a un Ex Tirano que acababa de escaparse de la clínica del Reino donde estaba preso. Lo más atroz fue el instante en que el chino me arrancó el lunar con una pinza que parecía pico de loro y suturó el orificio con pegalotodo. El espía y sus cómplices me vistieron de militar y me subieron de madrugada a un Rolls-Royce en el que viajaba de uniforme el Ex Tirano verdadero. Nos miramos y era como estar frente a un espejo. Me dijo “buenos días”. No pude contestarle porque el chino me había cosido los labios.
No he olvidado ningún detalle de lo que entonces sucedió. El Ex Tirano va en el asiento de atrás y yo en el suelo, disfrazada de Ex Tirano y cubierta con una manta. El Rolls-Royce se detiene, el Ex Tirano se despide de mí con voz gangosa: “Voy a embarcarme en un submarino rumbo a Valparaíso, usted se queda representándome. Feliz Navidad”. Apoyándose en un bastón, el Ex Tirano se aleja hacia un furgón funerario donde otros espías lo esconden en un ataúd y cierran la tapa. El furgón parte siguiendo la flecha que apunta al norte, hacia el puerto de Liverpool. En el Rolls-Royce el chofer espía me sienta en el lugar donde iba el Ex Tirano y rodamos hacia el sur para despistar. Hay ambiente navideño, en los semáforos los peatones reconocen al Ex Tirano, o sea a mí, y me hacen signos obscenos. Presiento algo terrible. Después de circular una hora escucho sirenas policiales que se acercan. El Rolls-Royce dobla a la derecha y nos ocultamos en un basural. El espía me saca del vehículo, el aire es nauseabundo. Sin compasión, el agente secreto me perfora el ojo derecho y el vientre con un atornillador, me arroja sobre un montón de tallarines podridos y se aleja haciendo chirriar los neumáticos.
Ahora soy un Ex Tirano tuerto que se va desinflando entre la basura. La llovizna escurre por mi rostro y se mezcla con mis lágrimas. Por encima de mi cuerpo se pasean los ratones. Sueño con Jawarpundi y su casto beso de despedida, sueño que soy Indira. Las sirenas policiales se acercan, vibra el molinete de un helicóptero. Las campanas dan las seis de la tarde aquí en el Reino, se acerca la Nochebuena; en el País donde fui Comandante en Jefe recién es mediodía. Esta es la hora en que Indira está muriendo. Marilyn está muriendo. El Ex Tirano está muriendo.
Mientras muero, sueño que rejuvenezco y estoy en el País que se Cae del Mapa donde se celebra la Navidad. Soy el obsequio que un industrial gordito vestido de Viejo Pascuero entrega a un Ministro que me abraza emocionado, mientras dos futuros Presidentes de la República aplauden felizcotes. Sueño que vuelvo a Surfolk donde el industrial disfrazado con barba y gorro rojo es el alcaide, y el ministro es el Cara’e Completo. El presidenciable calvo es Bobby; el candidato sin afeitar es el islamista Alí.

-¡Partusa! -anuncia el Viejo Pascuero y bailamos bajo el arbolito cantando un villancico. Todos comienzan a desnudarse, salvo yo que llegué en pelotas. Muero soñando que en esta Navidad ofrezo goces paradisíacos a tan distinguidos caballeros VIP.