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3 de marzo de 2016

Chile en el diván del psicoanalista




Publicado en El Mostrador el 22 de febrero 2016 con otro título *

La clase política en el diván del psicoanalista

La depresión de Pablo Longueira en plena precampaña fue el comienzo de la epidemia. Cuando reventó el concubinato política-negocios vino el desnudamiento de nuestros líderes, la exposición de sus almas, la revelación de sus angustias, la exhibición de sus familias, el afloramiento del eros inconsciente de sus recovecos afectivos. Si no sucediera que nuestros destinos dependen de la inspiración con que estos encumbrados compatriotas reaccionen frente a la crisis en que se están hundiendo, podríamos arrellanarnos en nuestras butacas con un pellizco de morbo y un cucurucho de popcorn.

Un “caso emblemático”, pero no el único, nos tiene sufriendo a todos: el que protagonizan desde hace un año en cámara lenta nuestra Presidenta –quisiéramos ayudarla en este trance–, su hijo resbaladizo y su nuera hiperventilada. Caval es un caso de manual en el que revolotea a toda vela el complejo de Edipo desmenuzado por Freud, con impulsos amorosos y/o de odio homicida hacia el padre o la madre. Por momentos parecería que Sebastián y Natalia –el perfil psicológico de Compagnon daría para una tesis de doctorado o una teleserie con Kate del Castillo– se empeñasen en agravar el “dolor” de la matriarca, empujándola hasta casi las lágrimas. Hamlet vengador, Dávalos se lanza contra el culpable, según él, de su desgracia, el otrora galán favorito Rodrigo Peñailillo, para aniquilarlo.

Volviendo a Longueira –el que decía que “todas las noches le he rezado a Jaime Guzmán” y que escuchaba su palabra– nos preguntamos: ¿no se habrá originado su depresión en una de esas conversaciones de ultratumba? Un ascético Jaime Guzmán pudo reprocharle sus ingresos de más de un millón de dólares recibidos de Penta, Soquimich y otras empresas y sus labores de correveidile de Patricio Contesse, y las boletas de fantasía emitidas por él mismo, su mujer, su hija, su hijo, su concuñada, su ahijado, sus sobrinos, sus múltiples brazos derechos y una veintena de personas de su corral. Olvidando la labor en poblaciones que propiciaba Guzmán, Longueira, al que algunos califican de “estadista”, se fue a vivir a San Damián, el gueto donde los nuevos ricos más ricos como Piñera y los menos ricos como Golborne se solazan en las casas más cursis, rodeados de nanas de delantal, jardineros, porteros, choferes de negro, guardias, cámaras de seguridad. Desde ahí, un patético Longueira se lamenta: “Me duele ver a los dirigentes políticos tratados como delincuentes”.

Esos dirigentes se soñaban intocables y hoy están sufriendo, como sufren también los magnates que los han financiado: “Los ricos también lloran”. Pero no solo ellos sufren, sino que sufren los amigos y parientes a quienes embarcaron en el lanzamiento de boletas como plumas al viento, y todos sufrimos ante el espectáculo. Adivinamos que en más de una familia hay mar de fondo por la ligereza con que el marido embarcaba a su mujer, como hizo Urdangarín en España con la infanta Cristina, y a sus hermanos, hijos e incluso al padre y a la madre, en un remolino de boletas que terminan en los tribunales. Unas damas que hasta ahora solo habían aparecido en las páginas de Vida Social de El Mercurio pueden ser citadas al Mall del Crimen, el Centro Judicial que se alza al lado de la ex Penitenciaría, y ver sus nombres y apellidos en las crónicas policiales junto a los del último asaltante o pastabasero capturado por Carabineros o la PDI.
 “Chile no es un país corrupto”, ha dicho nuestra Presidenta y acaba de reiterarlo José Miguel Insulza. Ciertamente no somos corruptos como los mexicanos, que se enorgullecen de serlo, o como algunos gobernantes de África que cobran peaje a las multinacionales. Somos demasiado cuidadosos para andar en esas, nuestro orgullo es la macuquería fina de las leyes ad hoc, las vías oblicuas, las maravillosas boletas.

Ahora sabemos que había paquetes de super boletas por miles de millones, pero desde siempre conocemos a los boleteros-hormiga ‒¿quién no ha boleteado alguna vez?‒, que lanzan boletas por trabajos imaginarios o, en la vereda de enfrente, a los que debiendo dar boleta no la dan… y no hablemos de la elusión del Transantiago. Pero los corruptos son los argentinos ostentosos, no nosotros, ciudadanos honestos en un país donde cada cual tiene la pillería de agarrar lo que puede… disimuladamente. ¿Y eso cómo se llama?

Entre los formalizados, cada uno o cada una reacciona de la manera que le dictan sus hormonas, su ego, su (mala) conciencia. ¿Traicionar como Hugo Bravo? (Yo pagaba a los políticos por encargo de los señores Délano y Lavín). ¿Reconocer como el evangélico Moreira? (Alma que escuchas, confieso que recurrí a un financiamiento irregular). ¿Negar como Pizarro (Mis hijos presentaban informes por teléfono a Soquimich). ¿Disparar contra los fiscales como Novoa (Esta es una investigación ideológicamente falsa) y luego confesar a cambio de una condena de cárcel… en libertad? ¿Negociar con la Fiscalía como Pablo Wagner? ¿Mirar hacia la pared como Piñera y Ponce Lerou? ¿Amurrarse como Ena von Baer? ¿Cambiar de giro como Peñailillo? ¿Hacerse el enojado como Rossi? ¿Irse de viaje como ME-O?

Sí, Marco Enríquez-Ominami, otro caso de estudio… La Historia, la familia, la política, la muerte y las finanzas grises se funden en el personaje. ¡Cómo no simpatizar con el niño que creció bajo la efigie de su padre Miguel Enríquez, el líder que cayó combatiendo a balazos contra los esbirros de Pinochet! ¡Cómo no simpatizar con su madre, hija del noble senador Rafael Agustín Gumucio, la comunicadora Manuela Gumucio que crió a su hijo en Francia en un hogar inteligente plagado de amor! ¡Cómo no simpatizar con Carlos Ominami, que supo ser fiel entonces a su mujer y a Miguel Enríquez, su amigo y camarada del MIR, y que asumió al hijo de ambos como si fuera suyo cediéndole incluso su apellido! ¡Cómo no respetar la decisión de Ominami de renunciar a su partido y a su propia carrera política para apoyar a Marco!

Pero en la tormenta que hoy azota a ME-O asoma una maraña psicológica que solo se puede abordar aventando interrogantes. ¿La obsesión de Marco desde la adolescencia por ser Presidente de Chile es fruto de su libre albedrío o fue sembrada y empujada por Manuela y Carlos, con el propósito consciente o subconsciente de sublimar la muerte de Miguel en el ascenso político de su hijo? ¿En la cosecha, por parte de Marco, de dineros regalados por el yerno del tirano existió una mediación de Ominami? Si Ominami hubiera mediado, le habría regalado un pastel envenenado a su hijo adoptivo.

Ante la revelación de sus vínculos con las platas de Ponce Lerou, Carlos Ominami ha reaccionado picado, victimizándose con el argumento de que los donativos del generoso yerno no iban a su bolsillo. La estrambótica yuxtaposición que hizo en una columna de prensa entre los cargos de financiamiento irregular y la acusación de haber “robado una botella de agua” inadvertidamente en un vuelo de LAN, muestran a un Ominami bastante desestabilizado.

Los herederos de la dictadura y los líderes de la Concertación nos legaron un mecanismo de relojería que induce al político que ansía votos a mendigar aportes secretos de las empresas… ¿a cambio de…? Los fiscales, jueces, abogados, la PDI, los periodistas les están aguando la fiesta y nuestros políticos deambulan hoy como zombis con la mochila de sus chanchullos a cuestas y, debido quizás al impacto psicosomático de las formalizaciones, recrudecen las enfermedades que afectan a varios de ellos: Orpis, Rossi, Novoa…

Mientras, como el Pájaro Roc de Las mil y una noches, capaz de levantar un elefante con los golpes de sus alas poderosas, sobre el paisaje planea ‒¡cuándo no!‒ un ingenioso escudero empeñado en apagar los incendios que estallan: Enrique Correa, cuya influencia se extiende desde Soquimich hasta la Fundación Salvador Allende. La “doctrina Correa” de que las platas negras para financiar la política no constituyen corrupción ha sido adoptada por todos los políticos formalizados y formalizables, desde la UDI hasta el Partido Socialista, pasando por RN, el PPD, etc. En este ambiente de fin de fiesta, la personalidad multitalentos, pero huérfana de principios, de Correa despierta fascinación y abundan los calificativos para definirlo: “Karadima de la política” (Carlos Huneeus), “consigliere en la sombra” (Marcela Jiménez), “ingeniero de la corrupción” (Manuel Salazar), “Rasputín criollo”…

Chile está al cateo. ¿Irán a dar a la cárcel Orpis, Délano, Martelli, Compagnon y otros formalizados? ¿El ex administrador de La Moneda, Cristián Riquelme, detonará la bomba de fragmentación de todo lo que sabe ante los fiscales? ¿Se salvará alguno de nuestros políticos o se tendrán que ir todos para la casa? ¿Aparecerá en Chile un Bernie Sanders, el aspirante a la Presidencia de EE.UU. que en vez de los millones de dólares que las multinacionales de Wall Street derraman hacia las campañas, prefiere recibir un millón de donaciones de 10 o 20 dólares cada una?

Pero la vida sigue y esperamos el Festival de Viña, que si la Vanesa o la Luli, que si la fragata portuguesa, que si los incendios, que si mar para Bolivia… Que si Cartagena o Algarrobo, que si una chela o un terremoto, que si 'La Jueza' o 'Caso Cerrado', que si de pino o de queso, que si azúcar o endulzante, que si boleta o factura…

Ver, esperar, seguir masticando nuestro charqui.

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* Al publicarlo, El Mostrador remplazó el título original por el siguiente: "La clase política en el diván del psicoanalista". El título original que figura arriba abarcaba no solo a los políticos, sino también al conjunto de la sociedad chilena, golpeada por los escándalos. Además, la expresión “clase política” no me interpreta y no la uso, pues presenta a los políticos como un bloque cerrado, lo que no comparto, y crea confusión respecto de las de clases sociales existentes. Eduardo Labarca