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Labarca sobre la foto en la tumba de Borges

Carta a una amiga argentina

Querida Verónica:

No quisiera que la tapa de mi libro empañara nuestra amistad. Por ello deseo exponerte con más amplitud los puntos de vista que intenté expresarte por teléfono, con las interrupciones de la comunicación internacional por Skype.

Mi acto en Ginebra pertenece a la categoría de las acciones irreverentes que han realizado artistas de todos los tiempos, especialmente escritores. Fue un hecho espontáneo y simbólico, brotado de un impulso subconsciente y sin segundas intenciones. Estos actos imprevisibles son parientes de la poesía: existen, no se explican. Si el artista calculara sus pasos como los banqueros, no tendríamos ni arte ni la literatura.

En cuanto a la tapa, cuando leas mi libro –si es que malgré tout decides leero—verás que la foto de la cubierta guarda plena coherencia con la ficción. Te confieso, sí, que no imaginé la repercusión que alanzaría en la Internet, que por momentos llegó a relegar la obra a segundo plano. Lo que realicé sin intención de ofender provocó heridas que lamento. Por eso he apoyado la decisión del editor de reemplazar la tapa, sin tocar el texto por cierto.

A los entrevistadores argentinos preferí no responderles sobre una hipotética querella en mi contra, pero a ti, argentina como ellos, puedo decirte francamente que tengo la esperanza de que no la haya, pues sus efectos serían imprevisibles. Por un lado soy escritor y por el otro, abogado, y conozco el desgaste emocional que un juicio puede causar a las partes, especialmente si es mediatizado como este lo sería. De haber proceso, tendría que bajarme de la nube y vestir mi toga de jurista para defender a Labarca el excéntrico, aportando las pruebas que los jueces reclaman.

Mi primer racionamiento en defensa del escritor Labarca giraría en torno al significado metafórico, libre y simbólico de su acto, que cuenta con un rosario de precedentes en el hilo de la historia, como el de Sartre orinando –no con agua mineral sino efectivamente– en la tumba de Chateaubriand o el de Louis Aragon llamando a abofetear el cadáver de Anatole France. Algunos rieron, varios se espantaron, otros se enojaron, pero a nadie se le ocurrió entonces querellarse. No dudo que en tal caso los jueces habrían comprendido que la carga sentimental, ideológica, artística, lúdica de esas acciones escapaba a la letra de la ley y las tornaba jurídicamente inocuas por falta de dolo, elemento esencial de todo delito que mi profesor definía como “la intención positiva de inferir injuria o daño a la persona o propiedad de otro". La de tu amigo Labarca, el novelista –ahora estás conociendo al Labarca jurista– forma parte de las tantas “performances” que a lo largo de tu vida y la mía han remecido conciencias animus jocandi sin que ninguna democracia, que yo sepa, las haya pretendido castigar, lo que contrasta con la actitud de los fundamentalistas y sus fatwa contra las caricaturas y obras de ficción que les molestan. Esta, mi primera línea argumental en el foro, iría respaldada por un tonel de pruebas y antecedentes. Luego, Verónica, tendría que desarrollar la segunda.

En el acto de mi homónimo Labarca –y ello puedes comprobarlo en el texto de ficción– además del propósito de negación del maestro o padre literario, lo que mirado con mente abierta entraña una suerte de homenaje sui generis, hubo una intención, quizás subconsciente, de dar salida a un arrastrado, amargo malestar por la visita con que Borges honró al dictador Pinochet, al que saludó personalmente y cubrió de loas un día de 1976 que, como verás, no era una fecha cualquiera.

Yo, el Labarca abogado, he revisado con ojo jurídico el Informe Rettig sobre las muertes y desapariciones durante la dictadura de Pinochet y el Informe Valech, relativo a las torturas, en las páginas del mes en que Borges visita a Pinochet, así como en las semanas inmediatamente anteriores y en las siguientes. Te aseguro que no es lectura amena. En esos días los crímenes contra seres humanos indefensos alcanzan en Chile, por su volumen y sádica sofisticación, una dimensión espeluznante. La dictadura chapotea en la sangre. La represión masiva de los primeros tiempos ha dado paso a las acciones selectivas, “científicamente” planificadas como resultado del afianzamiento de la DINA, la gestapo chilena, y de la primera reunión de jefes de los servicios de inteligencia militar de Bolivia, Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay realizada en Santiago. Esa reunión ha echado a andar el fatídico Plan Cóndor, de represión coordinada y en gran escala en el Cono Sur, como consta en su acta fundacional fechada el 25 de noviembre de 1975, en Santiago. Diez meses más tarde, en momentos en que ha iniciado su andadura esta organización criminal, Jorge Luis Borges se reúne con Pinochet, lo califica de “excelente persona” y alaba su “cordialidad” y su “bondad”.

Puedo asegurarte, Verónica, que Eduardo Labarca, tu amigo escritor, no tiene interés, tiempo, ni ánimo para revolver estos hechos antiguos. Pero si se le citara a responder judicialmente en forma literal de una acción que fue eminentemente literaria, yo, su abogado Labarca, haciendo de tripas corazón tendría que entrar en el detalle de los hechos. No me refiero al apoyo de Jorge Luis Borges a las dictaduras militares de su país, que fue de algún modo subsanado en sus ulteriores gestos de repulsa hacia aquella barbarie. Esa reconciliación de Borges con la parte doliente del pueblo argentino la hemos comentado tú y yo en diversas ocasiones. A lo que me refiero es muy concretamente a los hechos de Chile que coinciden con su visita y, más aún, a los objetivos que perseguían los criminales que gobernaban mi país al formularle en ese momento la invitación.

Para poner las cosas en su contexto, yo, el Labarca abogado, tendré que traer a colación los aplausos de la prensa chilena de entonces, unánimemente adicta al régimen militar, y la reacción de estupefacción de los medios internacionales y de los intelectuales de los cinco continentes ante la visita y los dichos del escritor argentino. En el juicio cobrarían relevancia los informes de la ONU y las ONG sobre los sucesos de ese período y los documentos que más tarde vieron la luz bajo la recuperada democracia chilena, los testimonios de las víctimas, la abundante literatura sobre la DINA y el Plan Cóndor.

Pero hay más, Verónica. En los momentos en que el ilustre visitante llevaba seis días de estancia en Chile, específicamente el 21 de septiembre de 1976, los agentes de la dictadura ejecutaban uno de sus crímenes más abominables: el asesinato de Orlando Letelier, diplomático y ex ministro chileno, mediante una bomba lapa adherida bajo su automóvil en una calle de Washington. Mientras el mundo entero señalaba a Pinochet como único culpable de este acto terrorista, al día siguiente, antes de volar de regreso a Buenos Aires, Borges le rendía vista y se convertía en el único intelectual de prestigio que jamás le haya dado la mano. La fotografía de los dos hombres reunidos apaciblemente y las alabanzas de Borges al tirano fueron reproducidas por los medios de todo el planeta junto a la imagen del automóvil retorcido en que Letelier había encontrado la muerte.
No conozco –y si la hubo te agradecería que me la señalaras– ninguna expresión en que Jorge Luis Borges haya condenado más tarde a Pinochet o dado consuelo a sus víctimas, como las que tuvo cuando supo los detalles de la actuación de los militares argentinos. Respecto de su viaje a Chile, prefirió al parecer no decir nada… y la herida quedó abierta. De ahí que si el escritor Labarca, el mismo que desde muy joven admiraba y leía apasionadamente a Borges, fuese juzgado por los tribunales, yo, Labarca, su abogado, pediré que se cite a declarar a los familiares de las personas que desaparecieron o fueron asesinadas en Chile en torno a la fecha de la visita del escritor argentino y especialmente a los familiares de Orlando Letelier, para que expresen su sentimiento respecto de la presencia del escritor en esos días y las palabras con que dio su aval al tirano.

Para desentrañar el móvil que tuvo la dictadura chilena al invitar a Borges y determinar si la coincidencia con la ola represiva y el asesinato de Letelier fue programada por los militares, habrá que escudriñar los documentos confidenciales del Ministerio de Relaciones Exteriores de la época y los archivos de la Universidad de Chile, cuya Facultad de Filosofía y Letras confirió al escritor el título de doctor honoris causa en una ceremonia espuria presidida por el sedicente “rector”, el general Agustín Toro Dávila. Chile es un país de archivos y será fácil dar con las cartas intercambiadas con Borges o sus representantes acerca de la invitación, y con los documentos sobre el pago de pasajes, hoteles y viáticos, y el nombre de quienes eventualmente lo acompañaron en la semana que duró la visita.

En la conferencia de prensa que ofreció antes de marcharse, Jorge Luis Borges declaró: “Yo siempre he sentido afecto por Chile y me parece que si ahora Chile está salvándose y de algún modo salvándonos, le debo gratitud, Yo, como argentino, le debo gratitud.”

Verónica, como escritor yo debo gratitud a Borges por haberme abierto horizontes literarios tan recónditos como luminosos, aunque desde ese mes de septiembre de 1976, en que el ciudadano Borges llegó a rendir homenaje a nuestro minúsculo tirano, he llevado a lo largo de 35 años una espina clavada en el alma. Por fin, hace algunas semanas, cuando tomé en mis manos el primer ejemplar de El enigma de los módulos con la polémica foto en la tapa, sentí que la espina desparecía y que quedaba liberado. Aunque hayamos retirado esa portada, en lo que a mí respecta la aparición del libro ha puesto término a una etapa: Jorge Luis Borges ha vuelto a ser para mí el escritor y punto, como en los primeros tiempos. Espero, Verónica, que al jurista Labarca podamos dejarlo allí donde está, en el limbo de los abogados jubilados.

Confío en que has de entenderme y que seguiremos siendo amigos en la vida terrenal y en la literatura.

Con afecto

Eduardo Labarca

Desde algún lugar, marzo de 2011