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2 de diciembre de 2015

Salvajismo islámico y salvajismo cristiano (versión larga)



por Eduardo Labarca

             La palabra “salvajismo” se ha repetido hasta el cansancio para calificar la matanza de París. Jorge Edwards se pregunta: “¿Por qué el terrorismo salvaje de estos días?”.

            En el discurso que nos rodea, el “salvajismo” de los yihadistas se contrasta con el espíritu democrático y tolerante de Occidente… “su vieja cultura, su ilustración, su humanismo” mencionados por Edwards. Algunos ven un símbolo en que la sala Bataclan, donde tuvo lugar la peor matanza, se encuentre en el bulevar Voltaire, que lleva el nombre del escritor y filósofo francés, adalid de la razón y el respeto al ser humano.

            Pero, ¿es inocente el mundo occidental, cristiano y demócratico? ¿Son inocentes la vieja Europa, los Estados Unidos, y nosotros latinoamericanos somos inocentes? ¿Es el “salvajismo” atributo exclusivo de quienes hoy profesan la religión islámica? El Diccionario de la Academia Española, que pese a sus enchulamientos sigue siendo racista, sexista, pechoño y retrógrado, define el “salvajismo” como el “modo de ser o de obrar propio de los salvajes”, a los que califica de “pueblos primitivos”. Por “salvaje” también entiende “cruel”: alguien “que se deleita en hacer sufrir o se complace en los padecimientos ajenos”.

            ¿Ha existido en la historia de la humanidad un acto más “salvaje” que el lanzamiento de sendas bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima, donde murieron 140 mil civiles ‒niños, mujeres, hombres‒ y Nagasaki, donde perecieron 80 mil, ordenado por el muy cristiano, presbiteriano y demócrata presidente Truman a mediados del siglo pasado? ¿Ha habido un genocidio tan “salvaje” y horrendo como el holocausto del pueblo judío ejecutado científicamente en cámaras de gases por los alemanes? La Alemania romántica y sapientísima de Goethe y de Schiller se deslumbró con un patán llamado Hitler, que de niño iba a misa a la iglesia católica y de adulto será el más grande criminal de la historia. Stalin estudió en una escuela parroquial y a los 14 años ingresó a un seminario cristiano ortodoxo y, según cálculos moderados, en las tres décadas que gobernó la URSS fueron condenados cuatro millones de enemigos del socialismo, de los cuales a 800 mil se les ejecutó y 600 mil murieron en presidios o campos de concentración de Siberia, cifras que no incluyen a los millones que perecieron de hambre a raíz de la colectivización forzosa de las tierras.

            Si nos remontamos a los orígenes, tenemos que en las guerras entre las polis de la antigua Grecia de Esquilo, Sófocles y Eurípides, madre de nuestra civilización occidental, los triunfadores solían pasar a degüello a todos los niños de sexo masculino de los vencidos para impedir que más tarde pudieran constituir un ejército que se cobrase la revancha. Y fue Poncio Pilatos, prefecto del Imperio Romano, cuna de las naciones europeas, quien mandó crucificar a Cristo, y Roma construyó los circos donde los cristianos eran devorados por los leones para deleite de sus ciudadanos y donde hoy se toman selfies los turistas.

            ¿Y qué decir de la Iglesia Católica, del “salvajismo” de la Inquisición, sus cámaras de tortura y sus hogueras, y de la persecución de los “herejes”, como la llamada “Cruzada contra los Albigenses”, los “cátaros” que en el siglo XIII practicaban un cristianismo primitivo en torno a la ciudad de Albi en el sur de Francia? Los papas Inocencio III y Honorio III ordenaron la guerra contra esa “sede de Satanás”. En la toma de la ciudad de Béziers, el conde Simón de Monfort, jefe de las tropas de la cruz, ordenó la matanza indiscriminada de la población. Cuando algunos objetaron que no todos eran herejes, el enviado papal Arnaldo Amalrico sentenció: “¡Mátenlos a todos, Dios reconocerá a los suyos!”. Y ¿qué hablar de las nueve cruzadas enviadas por los papas a “recuperar Jerusalén y los Santos Lugares” que se hallaban en manos de los turcos, con un saldo que se calcula en cinco millones de muertos en su mayoría musulmanes? El papa premiaba a los cruzados, los milites Christi, con indulgencias que les aseguraban el ascenso directo al cielo, pero a los muertos nadie les devolvía la vida.

            En la conquista de Chile, bien conocemos los saqueos, la destrucción y quema de poblados indígenas, la imposición del trabajo forzado, la decapitación o ahorcamiento de los insumisos y otros “salvajismos” cometidos por los soldados españoles con la bendición de los misioneros católicos –con algunas excepciones como el padre Juan Barba– para  “evangelizar” a los “bárbaros” y “herejes” aborígenes. Mientras en el norte Francisco de Aguirre exterminaba a los “indios” que habían destruido La Serena, en el sur Pedro de Valdivia ordenaba cortar la nariz y la mano derecha a los sublevados, o “desgobernar” cercenándoles la mitad de un pie a los cautivos que se escapaban o se negaban a trabajar. Más tarde, Hurtado de Mendoza ejercerá el “salvajismo civilizador” cortando las manos a Galvarino y empalando a Caupolicán. Bajo nuestra república, el “salvajismo” contra el pueblo mapuche proseguirá con la llamada “pacificación de la Araucanía” efectuada a cañonazos por los soldados de la patria que despejaron el terreno para la traída de los muy cristianos inmigrantes europeos, los mismos soldados que realizarán las masacres obreras y los asesinatos, las desapariciones y la tortura durante la última dictadura. Hasta hoy, en el país de Gabriela Mistral, Neruda, Violeta, Nicanor y Zurita ningún gobernante –cristiano o masón, civil o militar, liberal o marxista, hombre o mujer– ha hecho justicia al pueblo mapuche, ni al pueblo rapa-nui ni a los demás pueblos originarios.

            El “descubrimiento” de América y la colonización de la parte sur por los españoles fueron seguidos por la ofensiva “civilizadora” de las demás potencias occidentales –Portugal, Inglaterra, Holanda, Francia, Bélgica, Italia…– y el sometimiento por las armas de los “pueblos primitivos” de América del Norte, África, Oriente Medio, Asia, Oceanía y cuantas islas y rincones quedaban por allí sin repartir. La empresa colonial de los imperios de occidente fue acompañada por la cacería de negros “primitivos” en África para esclavizarlos, una actividad en que colaboraban y a veces competían árabes y cristianos. Unos 60 millones de seres humanos fueron extraídos de ese continente a lo largo de tres siglos, de los cuales más de 10 millones habrían muerto durante la travesía. En medio del desenfreno colonial, las potencias “civilizadas” se hacían la guerra unas a otras en mar y tierra. Las guerras napoleónicas segarán alrededor de cinco millones de vidas.

            En 1871, tras la huida del gobierno ante el avance prusiano, los trabajadores de la capital francesa asumieron el poder. La Comuna de París será aplastada al cabo de tres meses con un balance de 30 mil muertos. La cifra parece insignificante en comparación con los militares y civiles, entre 10 y 20 millones, las cifras son inciertas, que cayeron baleados, cañoneados, gaseados o ensartados a bayonetazos en las trincheras, los campos de batalla, los pueblos y ciudades durante la primera guerra mundial que se libraron entre sí los países más civilizados y cristianos del planeta. Transcurridos apenas 20 años, esos y otros países se enzarzarán en la segunda guerra mundial con empleo de ingenios bélicos de última generación: tanques, aviones, submarinos, torpedos, portaviones, los cohetes alemanes V2, antecesores de los drones de hoy, y… la bomba nuclear. El número de muertos de la segunda guerra duplicará o triplicará al de la primera, fluctuando entre 60 y 80 millones según quién saque las cuentas. A ello se suman la víctimas de la guerra civil española, calificada por el franquismo como “cruzada” y “guerra santa”, cifradas en cerca de un millón.

            Ya que comenzamos hablando de París, recordemos  a Argelia, donde se libró una de las más cruentas guerras coloniales, no solo por el millón de muertos que dejó, sino por el “salvajismo” con que la civilizada Francia de Descartes, Pascal y Racine pretendió impedir la independencia de esa colonia árabe. El primer ministro socialista “de izquierda” Guy Mollet lanzó en Argelia la más cruel y despiadada ofensiva militar contra los muyaidines basada en los postulados del coronel Roger Trinquier, considerado hasta hoy, incluso en EE.UU., el gran teórico de la guerra antisubversiva basada en el exterminio y el terror y en la aplicación sistemática de la tortura. Tuvo que llegar al gobierno el general Charles de Gaulle, derechista digno, para que Francia aceptara la inevitable independencia de Argelia.

            Las técnicas “civilizadoras” de tortura y asesinatos masivos desarrolladas por los franceses en Argelia serán aplicadas y perfeccionadas en Vietnam por cuatro presidentes norteamericanos sucesivos –unos señores que jamás faltaban a los oficios dominicales de sus iglesias cristianas– lanzando contra un pueblo mayoritariamente campesino los aviones y las armas más sofisticadas de su arsenal, incluidas armas químicas como el napalm incendiario y el agente naranja que destruía los bosques, mientras los estados mayores sopesaban las ventajas e inconvenientes que podría tener el empleo de la bomba atómica como “último recurso”. Vietnam fue devastado, pero EE.UU. sufrió una derrota militar, política y moral vergonzosa, y su “salvajismo” fue condenado en todo el mundo, incluso por gran parte de la sociedad norteamericana. Según cómo se cuente, se habla de dos a seis millones de muertos, entre ellos unos 60 mil soldados de EE.UU..

            En 2003 George Bush, que había superado el alcoholismo gracias al estudio de la Biblia y a sus oraciones en una iglesia metodista de Texas, decidió invadir Irak con el falso pretexto de la existencia de “armas de destrucción masiva”. Fue secundado por Tony Blair, quien abandonó la iglesia anglicana para convertirse al catolicismo y dijo haber consultado su decisión con Dios. Además, Bush contó con la venia lacayuna de un católico franquista: el español José María Aznar. En cambio el presidente francés Jacques Chirac, conservador pero fiel a la doctrina anti “atlantista” de De Gaulle, que rechazaba el sometimiento de Francia a la voluntad de EE.UU., la potencia situada del otro lado del Atlántico, se negó a apoyar la aventura bélica de Bush, negativa que también expresó el canciller alemán Gerhard Schroeder, del mismo modo que, para orgullo de nosotros los chilenos, el presidente Ricardo Lagos, que respondió “no” cuando Bush le pidió por teléfono el apoyo de Chile en la ONU, donde nuestro país integraba el Consejo de Seguridad.

            Según la publicidad oficial, la guerra de Irak tenía por objeto llevar la democracia y el respeto a los derechos humanos a ese país, aunque sus reales fines geopolíticos han sido el control de las grandes reservas petroleras de la zona. Esa guerra y el derrocamiento y posterior ahorcamiento de Sadam Hussein, con bombardeos que han costado la vida a más de cien mil personas, fue el punto de partida del desbarajuste generalizado de ese país y del Oriente Medio que tiene al mundo al borde del precipicio. Aprovechando el impulso genuino de la “primavera árabe”, EE.UU. y sus “aliados”, todos muy cristianos por cierto, intervinieron en Libia para derrocar a Gadafi –linchado en circunstancias sospechosas– y más tarde iniciaron los bombardeos en Siria para sacar de escena a Bashar al-Asad.

            Hoy, mientras toman una Coca-Cola y saborean una hamburguesa como si se hallaran ante la consola de un videojuego, los operadores de la fuerza aérea estadounidense –“drone pilots”– teledirigen desde los centros de comando situados en EE.UU. los drones que descargan “limpiamente” sus bombas sobre objetivos militares y civiles situados a más de diez mil kilómetros de distancia en tierras islámicas de Afganistán, Pakistán, Irak, Siria.... Cuando las bombas caen sobre un poblado, una escuela, un hospital o en medio de una boda, algún militar norteamericano sostiene que se trata de “daños colaterales” y a veces Obama –hijo de padre musulmán y madre bautista y que ha transitado por varias iglesias protestantes – presenta sus sentidas excusas.

            Con sus bombardeos y la irrupción “civilizadora” de sus tropas, EE.UU. y las potencias occidentales han sembrado la muerte y destrozado los estados musulmanes de Afganistán, Irak, Libia y Siria. En medio del caos y la guerra civil, las potencias occidentales apoyan con sus bombas a uno u otro grupo, según las circunstancias. Armaron a los talibanes, colaboraron con el sunita Sadam Hussein en la guerra contra el régimen chiita de Irán y tras la invasión aplastaron a los sunitas e instalaron en Irak un gobierno mayoritariamente chiita. Pactaron con Gadafi y apoyaron la insurrección contra el gobierno alauita de Bashar al-Asad en Siria, entregando armas a los sublevados, los actuales yihadistas del Estado Islámico.

           El resultado es que hoy en esos países –a los que se suman el Yemen, Somalia y otros‒ imperan las luchas tribales y sectarias de diversos grupos étnicos y religiosos que, en muchos casos, cuentan con el apoyo de las monarquías feudales y petroleras del Golfo Pérsico, fueles aliadas de EE.UU. Con la reciente incorporación de Rusia y de Francia a los bombardeos en Siria, las actuales guerras que desangran el Medio Oriente han adquirido un tufo acre que recuerda la locura militar de los meses previos a las guerras mundiales del siglo pasado. Como entonces, cientos de miles, millones de refugiados vagan por las carreteras, intentan subirse a un tren abarrotado o a un barco destartalado para llegar a Europa, especialmente a Alemania y Gran Bretaña, muchas veces a costa de su vida.

Que una guerra ya no puede existir a la distancia lo demuestran los atentados de París y la actual “crisis de los refugiados”, el éxodo de poblaciones de Siria, Afganistán, Irak, Eritrea, así como del África, que huyen de las bombas. En tiempos de globalización, la pobreza ya no puede convivir pacíficamente con la opulencia; no puede haber países ricos y países pobres, sin que los habitantes de los países pobres se rebelen ante las imágenes del lujo que ven en sus teléfonos celulares. La guerra tampoco puede circunscribirse ya a una zona del planeta adonde una potencia envía sus drones cargados de explosivos en una operación sin respuesta. Las bombas en Irak, la destrucción de las torres gemelas, los atentados en el metro de Madrid y en los buses de Londres; los misiles que explotan en Siria, en Afganistán, en Yemen; los atentados de París… son una misma cosa, parte de las mismas guerras, de una sola guerra.

La semana pasada antes de viajar a París, en la flamante Estación Central de Viena, la capital austríaca, a cinco minutos a pie de donde me encontraba, vi a hombres de todas las edades, mujeres, niños deambular con la vista perdida a la espera de una ración de comida, una botella de agua, un pasaje de tren para seguir hacia Alemania, el paraíso. En un mismo día, más de diez mil refugiados atravesaron Austria.

Junto con el terrorismo, lo que hoy se abate sobre Europa es una migración masiva de poblaciones que huyen de las guerras iniciadas en el Oriente Medio por las grandes potencias o de la miseria y los conflictos de África. Vienen obreros, comerciantes, profesionales, campesinos, estudiantes, artistas y también aventureros y pillos, hombres y mujeres que han llegado con lo puesto, a veces sin documentos de identidad, tras caminar en condiciones inhumanas o navegar en barcazas destartaladas. Y vienen niños, muchos niños, cuyos padres en algunos casos solo alcanzaron a meterlos por la ventana en un tren repleto. El ambiente es de precariedad ambulante, el aseo personal es un lujo, a lo más una llave de agua por aquí, una letrina química por allá, y por doquier el denso olor de la miseria. Pero además de los que han llegado, varios millones se aglomeran en las fronteras y los campos de refugiados de Turquía, El Líbano, Jordania, Grecia… El gobierno ultraderechista de Hungría levanta un muro de cuatro metros, los de Croacia, Eslovenia y Macedonia ponen vallas y multiplican los controles. Hasta Ángela Merkel, que había dado la bienvenida a los recién llegados consciente de que su país necesita mano de obra porque pierde medio millón de habitantes al año a causa de la baja tasa de natalidad, ha debido imponer ciertas limitaciones

            Hay escenas emocionantes de acogida que a los antiguos exiliados chilenos nos recuerdan la forma en que un día nos recibieron. En el Ring, la avenida circular que rodea el centro imperial de Viena, no pude contenerme y, recordando mi llegada como refugiado político a Europa, me sumé a la vibrante marcha de las organizaciones sociales que animan la solidaridad hacia los que llegan, y grité con los manifestantes “Ein Europa ohne Mauern!”,  a favor de una Europa sin muros. Allí en Austria, los jóvenes activistas de Train of hope y de Refugees.at viven conectados con sus celulares, listos para acudir de día o de noche a los puntos calientes donde los refugiados necesitan ayuda. Chile no está ausente: la presidenta Bachelet informó que en 2008, 117 palestinos que vivían en Irak fueron acogidos en nuestro país. Entre 2014 y 2015 se han otorgado 277 visas a ciudadanos sirios y la Presidenta anunció que nuestro país recibirá a un número no determinado de refugiados.

            Pero los atentados de París y la crisis de los refugiados tienen una cara muy oscura. Como reacción, se viene un alza de las fuerzas chovinistas y los partidos racistas que llaman a rechazar a los extranjeros y cerrar las fronteras. En su primera reacción ante los atentados, Marine Le Pen, presidenta del Frente Nacional de ultraderecha, ha llamado a que Francia restablezca “sus medios militares, policiales, de la gendarmería, de información y de aduanas” y a que garantice “nuevamente” la protección de los franceses.

            Los políticos occidentales saben que las guerras ayudan a subir en las encuestas y ganar votos. Cuando el cristiano Clinton, miembro de una iglesia bautista, corría peligro de ser destituido por el escándalo de Monica Lewinsky, se salvó gracias a la guerra de Kosovo y los bombardeos que lanzó contra las posiciones serbias. Bush fue reelegido en 2004 en aras de la “guerra contra el terrorismo” y las invasiones de Afganistán e Irak. El presidente francés François Hollande, que rompió hace pocos días con la política “antiatlantista” de De Gaulle y se sumó a los bombardeos norteamericanos en Siria, saltó del 20% al 40% de aprobación en la primera semana posterior a los atentados de París. Angela Merkel, cuya popularidad bajó verticalmente tras su anuncio de que Alemania recibiría a 800 mil refugiados, decidió lanzarse también a la guerra y ya la veremos repuntar...  
                       
            Sin que ello implique una defensa de Daesh, cuyos hombres exhiben con orgullo sus crímenes abominables, amén de destruir obras milenarias que pertenecen al patrimonio de la humanidad, en las propias filas del partido de Hollande y en amplios sectores de la sociedad francesa, el ingreso de su país a esta guerra ha sido fuertemente criticado. Como han sido criticados por una débil oposición rusa los bombardeos ordenados por Putin en Siria, respondidos con la voladura de un avión ruso de pasajeros.