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6 de junio de 2012

La muerte de Allende, ¿un asunto familiar?

Escrito: 26 de marzo de 2011

Por Eduardo Labarca


            Aunque dicen que la Historia comienza a escribirse 30 años después de acaecida, ¿quién podría convencer a las hijas, nietos, nietas, sobrinas, sobrinos de Salvador Allende de que el hombre que ellos o sus padres conocieron en pantuflas se ha convertido en una estatua? ¿De que los últimos minutos de vida del presidente Allende y la forma en que se enfrentó a la muerte son un tema histórico y hoy, judicial?  

Hay parentescos difíciles de llevar y las muertes trágicas que han desgarrado a la familia Allende, comenzando por la del ex presidente, lo demuestran. Por mucho que los tribunales hayan reabierto la investigación acerca de la muerte de Salvador Allende ese 11 de septiembre de 1973 a las dos de la tarde en el Salón Independencia de La Moneda, sin que se descarten una exhumación y nuevas sorpresas, no puede pretenderse que los miembros de la familia congelen sus sentimientos.

Pero el estudio del personaje histórico Salvador Allende, de su muerte y de la tragedia nacional que entonces se desencadenó no puede detenerse en atención a la sensibilidad de la epidermis de cada miembro de la familia o a la espera de que todos hayan dejado de existir. El autor de este artículo probó el sabor de la injuria gratuita cuando se adentró en las arenas movedizas de la personalidad política, humana, sentimental del ex presidente y de su época en una biografía no autorizada que hoy es referencia abierta o encubierta de quienes preparan un ensayo, una obra de ficción o una película sobre el personaje.

A lo largo de los años se nos han dado versiones categóricas, aunque cambiantes, de lo que piensa la familia Allende, como instancia cerrada y oficial, sobre la forma en que murió el presidente. Es cierto que Salvador Allende tenía un fuerte sentido de hijo, marido, padre, hermano, tío, abuelo, que adoraba a su nana y dejó la estela de un familia digna y orgullosa, aunque variopinta. Pero más allá de ese núcleo compartía sus afectos en una galaxia de intensas relaciones abiertas y mutantes, empapadas también de sentido familiar. Si la relación de Allende con las mujeres que además de su esposa hicieron nido en su corazón hubiese consistido en meras aventuras al pasar, el tema daría, si acaso, para un párrafo picante o una nota de pie de página.

Pero ¿quién puede negar que la compañía de la brillante abogada Graciela Álvarez, oradora fogosa, le ayudó a digerir la aplastante derrota en la campaña de 1952? ¿O que Leonor Benavides, de andar altivo y mechón blanco, le prestó el hombro comprensivo que necesitaba cuando su mujer, Hortensia Bussi, quizás con razones legítimas, le dejó escrito que “me voy a Algarrobo con las niñitas” el día de 1958 en que por segunda vez lo proclamaron candidato? ¿Habría tenido ánimo Salvador Allende para afrontar la avalancha publicitaria que le atribuía designio siniestros en la campaña de 1964, la tercera, sin la compañía por las rutas de Chile de la actriz Inés Moreno, su guitarra, su voz y su amor? Sin la sonrisa y el corazón enorme de la Payita, “secretaria, confidente y amiga”, según Allende, ¿cómo habría afrontado sus responsabilidades abrumadoras el candidato triunfante de 1970 y luego el Presidente? Sin la radiante “Negrita”, con la que protagonizaba escapadas de adolescente, ¿habría resistido Salvador Allende las ingratitudes de la política? ¿Sin Eugenia Valencia, la colombiana más hermosa de Popayán, a quién habría escrito Salvador las cartas en que confesaba su aspiración secreta de escapar de la “prisión” de su vida de hombre público? ¿Y a no ser por otra colombiana, Gloria Gaitán, que en las noches que precedieron la catástrofe prestó oído a los augurios fúnebres del presidente y estuvo dispuesta a darle el hijo póstumo que luego perdió en un aborto espontáneo, a quién habría confiado Allende sus últimos temores? ¿Qué habría sido de Salvador Allende sin las actrices Sarita Walsh, la rutilante, que lo recogía en el Senado; sin Eliana Vidal a la que, acongojado, llamó de madrugada desde Moscú cuando los soviéticos rechazaron la petición de ayuda económica con la que soñaba salvar su gobierno; sin Marés González, la actriz insuperable, que recibía con chispeante ironía sus requiebros? ¿Las visitas de Allende a Cuba habrían sido las mismas si al pie del avión no lo hubiera esperado Laurita San Antonio, habanera rutilante y bella entre las bellas?
Más que dispersión afectiva, en el carácter pasional de Allende hubo coexistencia o alternancia de afectos y por qué no decirlo, de amores. Su amor central, el ancla sólida fue Hortensia Bussi, para quien Allende exigía respeto. Ella, sus hijas y sus primeros nietos formaban la almendra familiar a la que Salvador brindaba una devoción irrestricta. A pesar de la multiplicidad de sus cariños, Allende fue un marido y padre dedicado y muy presente. Su veneración por Beatriz, la hija del medio, era visible: con ella compartía la pasión política, por encima de las diferencias que solían tener.

Pero de algún modo Salvador Allende se comportaba también como padre con las hijas e hijos de las mujeres hermosas, inteligentes y de fuerte personalidad que compartieron en forma pública o semipública diversos trechos de su andadura. En esa segunda generación paralela dejó huella imborrable. Se trata de personas que han pasado los 50 años y que en varios casos tienen hoy una presencia visible en la sociedad chilena. Algunas recuerdan a Salvador Allende con cariño y emoción, otras no tanto.

Desde el día en que, cargando cada cual un pasado complejo, Tencha y Salvador contrajeron matrimonio, y hasta la muerte del presidente, Hortensia Bussi supo llevar con dignidad los 33 años y 5 meses de sufrido matrimonio con un hombre escurridizo que la amaba a su manera. Tras la desaparición del presidente, las mujeres que habían rivalizado con ella en el corazón de Salvador vivieron su luto en silencio y se eclipsaron discretamente dejándole por fin libre el terreno. Es cierto que Gloria Gaitán escribió un apasionado libro de recuerdos titulado El compañero Presidente, pero lo retiró con pudor a las pocas semanas. Ya septuagenaria y transcurridos 20 años de la muerte de Allende, Inés Moreno decidirá evocar su relación con el Presidente en su novela Más allá de los aromos, pero en el último minuto la retirará de la imprenta y la publicara sin las páginas en que recordaba la pasión que la había unido a Salvador. Muerto Allende, la señora Tencha asumió con talento y tenacidad un protagonismo exclusivo, doloroso pero sin los nubarrones que jalonaron su vida matrimonial, hasta el día de su propia muerte. Su viudez durará 35 años y 10 meses, vale decir 2 años y 5 meses más que el tiempo que vivió casada con el líder de la izquierda. Apoyada incondicionalmente por Isabel, su hija menor y actual senadora, Hortensia Bussi fue a lo largo de más de tres décadas la representante indiscutida de Salvador Allende en los corazones y el imaginario colectivo. Isabel ha querido retomar esa antorcha.

A las 48 horas de la muerte de Allende, Hortensia Bussi declaró que se había suicidado “con una metralleta que le había regalado su amigo Fidel Castro”, pero cuatro días después modificó sus dichos afirmando que cayó “bajo las balas enemigas como un soldado de la revolución”. La muerte del presidente en combate por ametrallamiento pasó a ser la versión oficial de los parientes y de la izquierda, y quienquiera se apoyase en el testimonio del doctor Patricio Guijón para sustentar la tesis del suicidio, considerado menos heroico, era vilipendiado. Hortensia Bussi dio un tapabocas al escritor Fernando Alegría por haber dejado en su novela El paso de los gansos “la impresión que Salvador se suicidó, que es lo que sostiene la junta militar”. Pero el 4 de septiembre de 1990, al realizarse el funeral oficial de Salvador Allende presidido por Patricio Aylwin, habrá un nuevo acomodo y el suicidio será finalmente admitido por la viuda y su hija Isabel. Quince años más tarde, cuando el médico forense Luis Ravanal, basándose en el informe de la autopsia y los documentos policiales de la época, sostenga que las heridas de Allende provenían de armas de calibres diferentes y no eran de tipo suicida, y reclame la exhumación de los restos, recibirá una dura réplica. Isabel Allende reafirmará la tesis del suicidio diciendo que para la familia “es un capítulo cerrado” y calificará lo afirmado por el doctor Ravanal de “falta de respeto”.
Nadie de la familia Allende pidió nunca a la justicia que determinara las circunstancias de la muerte del ex presidente. La iniciativa la adoptó recientemente la fiscal de la Corte de Apelaciones de Santiago, Beatriz Pedrals, y en la actualidad el ministro Mario Carroza investiga los hechos. La senadora Isabel Allende se reunió con él para expresar su apoyo a una investigación amplia, que incluya las responsabilidades en la sublevación militar y el ataque al palacio de La Moneda, donde ella permaneció una parte de la mañana junto a su padre. Sin embargo, afirmó que no está en cuestión que el suicidio haya sido la causa de la muerte. En otras palabras, la senadora desearía que la investigación abarcase las culpabilidades políticas y militares, esperando que la versión del suicidio ha de confirmarse. ¿Pero qué sucederá con la hipótesis planteada recientemente de un intento de suicidio con pistola seguido del piadoso tiro de gracia con metralleta de uno de sus propios colaboradores a un presidente moribundo?
Con el tiempo las pasiones se han ido aquietando y la investigación judicial de la muerte de Salvador Allende surge como un acto del Estado chileno, indispensable aunque tardío, para establecer la verdad. Ante la Historia esa verdad no puede basarse, como hasta ahora, en opiniones y sentimientos personales tan categóricos como cambiantes. Aunque la actual democracia chilena exhiba imperfecciones, la institución judicial aparece como la única facultada y con las capacidades para investigar serena y exhaustivamente los hechos sin descartar ninguna hipótesis. La muerte de Salvador Allende y sus circunstancias son hoy mucho más que un asunto de familia.