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6 de junio de 2012

Tiro de gracia: la polémica por la muerte de Allende


Escrito: 8 de junio de 2011


Voy a referirme a una afirmación de la abogada Carmen Hertz, a quien conozco y admiro. En una entrevista radial, Carmen afirmó que el periodista Camilo Taufic, igualmente amigo mío, habría sostenido que el Presidente Salvador Allende fue “asesinado” por uno de sus colaboradores.

¿Qué dijo en realidad Camilo? En febrero pasado, en el reciente Informe Especial de TVN y en otras ocasiones ha sostenido que el Presidente se habría disparado con una pistola, que habría quedado malherido y que uno de sus colaboradores le habría dado el tiro de gracia “en un acto de solidaridad humana y política”. No voy a referirme a los intrincados detalles de la teoría de Taufic ni a sus injustas expresiones ofensivas contra los médicos que acompañaban lealmente a Allende ese día: quiero ir a la esencia.

Carmen y yo somos abogados y sabemos que de acuerdo con el Código Penal, comete asesinato u homicidio calificado la persona que mata a otra con alevosía, por remuneración, mediante veneno, con ensañamiento o con premeditación. Esta definición no calza con el hecho supuesto por Camilo.

Me pongo en la situación que se vive en La Moneda el martes 11 de septiembre de 1973 a las 2 de la tarde. El Presidente, una mujer y un puñado de hombres –guardias del GAP, detectives de Investigaciones, médicos– llevan siete horas en el infierno. Han recibido fuego de tanques, disparos de helicópteros, rockets arrojados desde aviones, gases lacrimógenos. Una parte del edificio está en ruinas, el incendio avanza, el humo es asfixiante, el ruido es de fin de mundo. El Presidente y algunos de sus acompañantes disparan desde las ventanas. Todos se hallan en estado semicrepuscular, con pérdida del sentido del tiempo y de la realidad, se mueven como fantasmas. Los militares van entrando por la puerta de Morandé 80, finalmente el Presidente ordena arrojar las armas y rendirse.

Me pongo en la hipótesis de que estoy allí. El Presidente, cumpliendo su anuncio de que en caso de golpe victorioso sólo saldrá de La Moneda con los pies por delante, se dispone a poner fin a sus días. Yo lo estoy viendo cuando saca la pistola –el arma típica del suicida– y con la precisión de un médico que de joven hizo cientos de autopsias, se dispara una bala bajo un ojo apuntando al lugar más vulnerable del cerebro. Veo al Presidente caer, sangrar, su cuerpo se estremece todavía con vida. ¿Qué debo hacer?

No sé si habría tenido valor, pero en caso de haber estado con un arma en la mano creo que lo habría ayudado a morir. Si no me hubiera atrevido, me habría culpado toda la vida de haberlo dejado moribundo en manos de los asaltantes que ya subían por la escalera. Si le hubiera disparado, no habría podido dormir tranquilo el resto de mis días. El destino me habría puesto en una encrucijada terrible.

Si en una situación de ese tipo hubiera disparado a mi Presidente un balazo piadoso, creo que jamás lo habría confesado y que ninguno de mis compañeros me habría echado al agua. Allí, en el segundo piso de La Moneda bombardeada no regían las leyes humanas, sino complejas leyes no escritas. Pienso en la persona que en esas circunstancias hubiese apretado el gatillo y me pregunto: ¿inocente o culpable?